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La vida eterna de Bob Dylan

Algunos críticos se llevan las manos a la cabeza: no es este nuestro Dylan; otros suspiran entre elogios: vuelve la magia de Dylan. Y a Dylan nada de esto le puede importar menos

La vida eterna de Bob Dylan

AP

Cuenta Bob Dylan en Tangled up in blue la historia de un amor incierto entre un chico silencioso y una chica divorciada; Dylan la canta a veces en primera persona y a veces en tercera, según la noche, y siempre con el mismo libro de un poeta del siglo XIII a mano — porque «todas sus palabras sonaban a verdad»—. Dylan la escribió pensando en Sara y él, en Beatriz y Dante, y quién sabe si también en que cada una de sus palabras —las propias, claro— sonarían a verdad algún día. A decir de sus fans, no hay duda: así fue, así es. Y esa verdad es tan grande como la verdad del universo —porque el dylaniano busca en sus discos como el católico busca en la Biblia—.

Dylan llegó a Nueva York con sueños de cantante folk, sin vocación de predicador de milagros, pero la América levantada no tardó en crear su propia versión de Dylan. Él, que no llegaba a los treinta, se las arregló para soportarlo. Cuando comenzaron a atosigarle activistas y reporteros, Dylan reaccionó a su manera: resguardado, al piano, a lo suyo. Ningún hombre nació para cargar con la voz de una generación a cuestas. Sólo quería escribir canciones, recitarlas en un lugar y en otro, seguir escribiendo. Sus memorias —el documento más fiable de su biografía— recuerdan aquellos años de fama insostenible: «Me acribillaban a preguntas y yo no dejaba de repetir que no era el portavoz de nada ni de nadie, sólo un músico. Me miraban a los ojos como intentando averiguar si había consumido whiskey o anfetaminas. No tengo la menor idea de qué pensaban. Poco después apareció un artículo con el titular: Portavoz niega su condición de portavoz. Me sentía como un trozo de carne que hubiera echado a los perros».

Y continúa: «The New York Times publicó delirantes interpretaciones de mis canciones. En la portada de un número de la revista Esquire aparecía un monstruo de cuatro cabezas; mi rostro junto al de Malcolm X, Kennedy y Castro. ¿Qué demonios se supone que significada eso? Era como si me hallase en los límites de la Tierra. No sé si había alguien a quien se le hubiera ocurrido algún consejo valioso que darme, porque no recibí ninguno. Al casarse conmigo, mi esposa no se imaginaba en qué se estaba metiendo. Yo tampoco, y la situación ya rayaba lo imposible».

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La portada de la que habla Bob Dylan: Esquire, septiembre de 1965.

A la edad en que tantos jóvenes encadenan una beca con la siguiente, Dylan escribió las canciones que marcaron una época: tantas de ellas eternas. Y por lejos que queden esos tiempos, a cuarenta o cincuenta años de distancia, es inevitable observar la obra de Dylan como se observa la ciudad desde lo alto de la colina: como la obra de una vida y sus diferentes etapas. Rough and Rowdy Days suena a crepúsculo, a fin de los días. A Dylan con más tiempo por detrás que por delante. A Dylan ante el vacío y a Dylan enamorado a ratos. Algunos críticos se llevan las manos a la cabeza: no es este nuestro Dylan; otros suspiran entre elogios: vuelve la magia de Dylan. Y a Dylan nada de esto le puede importar menos.

Bob Dylan, que ha escrito las mejores canciones, sabe que todo acaba: el amor, el dinero, el talento, la soledad, la fama. «Una vez en el pasado compuse e interpreté canciones enormemente originales que hicieron época, y no sabía si eso volvería a pasar, ni me importaba», escribió en sus memorias. Un entrevistador del famoso programa 60 minutes recuperó la cuestión en 2004 ante un Bob Dylan arrugado y sin sombrero. «¿No te ves capaz de hacerlo de nuevo?», le preguntó, y Dylan negó con la cabeza. «¿Eso te decepciona?», retomó, y Dylan arqueó las cejas: «Lo hice una vez. Puedo hacer otras cosas ahora, pero no aquello». Unos segundos antes citaban la extraordinaria It’s Alright, Ma, que compuso a los 23 e incluyó en el Bringing It All Back Home —su quinto álbum de estudio—. Pero, de vuelta con el asunto, nunca Dylan fue tan sincero: puede hacer otras cosas, pero no aquello. Tampoco Melville escribió Moby Dick dos veces.

No hay hombre más grande que Dylan, que pudo seguir el camino acolchado y atravesó —en cambio— el camino del artista: incierto, cambiante y severo. Dylan nos dejó el ejemplo de lo posible. No hay hombre más inspirador, ni Nobel más merecido. Lo descubrieron Paul McCartney y John Lennon antes de viajar a la India. Lo confirmó el poeta Leonard Cohen al recibir la noticia: «Darle el Nobel a Bob Dylan es como ponerle una medalla al Everest». La montaña más alta, eso es Dylan. En las escaladas y en los descensos.

 

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