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Pablo Katchadjian: «Trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista»

Conversamos con el autor de ‘El Aleph engordado’ y ‘El Martín Fierro ordenado cronológicamente’ acerca de su última obra

Pablo Katchadjian: «Trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista»

Pablo Katchadjian | Cedida por la editorial

En pleno confinamiento envío a través de sus editores esta serie de preguntas a Pablo Katchadjian, autor del polémico -al menos para Maria Kodama, que lo llevó a juicio- y deslumbrante El Aleph engordado, un experimento literario realizado poco después de El Martín Fierro ordenado cronológicamente, donde Karchadjian ordenaba el famoso poema narrativo de José Hernández. Más allá de estas dos obras, el escritor argentino es autor de textos tan sorprendentes y brillantes como Gracias, Qué hacer y Tres cuentos espirituales, los dos últimos publicados por Hurtado & Ortega. Precisamente ahora, la editorial barcelonesa acaba de publicar Amado, Señor donde una serie de nombres divinos son para Katchadijan el punto de partida para una serie de relatos.

En Qué hacer y en Tres cuentos espirituales aborda uno de los temas recurrentes en su obra: la imposibilidad del libre albedrío. ¿El individuo está abandonado al fato, a lo inesperado que le impide llevar a cabo su propósito?

Había escrito una respuesta a esta pregunta y no me gustaba. Así que me puse a pensar en por qué no me gustaba, y pasaron varios días hasta que de repente, viendo una entrevista a una cantante, me di cuenta de que no me gustaba porque había caído en la trampa de la pregunta. No es que piense que vos me pusiste una trampa, pero de alguna manera una pregunta siempre es una trampa, porque te plantea unos términos y, si respondés en esos términos, quedás atrapado por la pregunta, lo que no tiene nada de malo salvo que existe el riesgo de perderse uno mismo. Pero perderse uno mismo tampoco es malo, porque es lo que te permite encontrarte después. Así que borré la respuesta anterior y me puse a escribir esta respuesta. Que no responde, pero a la vez, me doy cuenta, sí, porque aparece la cuestión de la libertad en la relación con la pregunta. Que es un tema que me interesa, porque es cierto que casi todos mis libros parecen tratar sobre eso. Y sin embargo tengo que decir que nunca pienso un tema para los libros sino que dejo que aparezca. Y de la misma manera que apareció en esta respuesta el tema, posiblemente aparece en los libros cuando me pierdo y trato de salir, o cuando me someto o caigo en una trampa y después me veo obligado a liberarme. Así que el tema de los libros posiblemente no sea otra cosa que un efecto de lo que me pasa a mí al escribir. Pero cuando uno escribe se arma sus propias trampas.

Hablando de trampas, ¿usted parece desear descolocar al lector?

Sí, pero el que se descoloca o desborda soy yo tratando de dejar de ser yo. Si no me descoloco empiezo a controlar lo que escribo y ya no me interesa. El lector, en ese sentido, puede compartir mi propio descolocamiento. Descolocamiento es igual a desconocimiento. Uno vive así, en general, además: descolocado y sin conocer lo que lo rodea.

El título Qué hacer es irónico como también lo es Gracias, novela donde cuenta la historia de un esclavo y de su dueño. ¿Qué importancia tiene la ironía en su obra?

Mi idea es que, si uno va directamente a las cosas, las cosas se escapan. Así que voy indirectamente, tomando distancias. Y uso la ironía y otras formas de tomar distancia, según lo que se me exija en la situación, pero tengo que decir que esos dos títulos son literales. Qué hacer porque, para mí, la novela responde a esa pregunta, que es la que se hacen todo el tiempo los personajes, y por eso es una novela: porque los personajes empiezan con un problema, que es esa pregunta, y al final, luego de toda una serie de peripecias, resuelven el problema, o más bien lo anulan como problema. Gracias me resulta más difícil de explicar, pero es la única palabra que pudo enfrentar desde afuera los sentimientos oscuros de la novela. Digo desde afuera porque, para mí, el título forma un triángulo: título, novela y yo.

Pablo Katchadjian: “Trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista”
Imagen vía Hurtado & Ortega.

La ironía es el opuesto a la literalidad y sus textos juegan justamente con los límites de la literalidad. Por tanto, ¿se podría hablar de alusiones, significados e imágenes que están más allá de esa prosa aparentemente accesible?

“Alusiones” en el sentido de aludir a algo que está afuera del texto… Puede ser. Como los textos místicos, que no dicen lo que quieren decir porque el centro de la experiencia no se puede nombrar, y entonces lo rodean con figuras para ver si en el hueco que se forma se puede ver algo. Los textos absurdos hacen lo mismo: repiten, rodean, forman un hueco… Son dos formas de la escritura que me interesan –sobre todo cuando se juntan, como en Kafka-, porque ponen en pugna apariencia y sentido: ¿esto está diciendo lo que dice u otra cosa? Finalmente sólo dicen lo que dicen, pero esa pugna le da mucha libertad al texto y también al lector. Yo casi siempre prefiero la lectura literal. Quiero decir: prefiero pensar que a San Pablo Ermitaño lo enterraron dos leones y no que esto alude a su gloria eterna; o que las viejitas de Daniil Jarms caen por una ventana y no que eso es una metáfora de los problemas de la Unión Soviética; o que las puertas de la ley de Kafka son puertas, no una alegoría, etc. Pero aunque uno prefiera la lectura literal de todos modos se arma un hueco, y en el hueco no se ve nada.

Señala que no se puede “ver nada desde la escritura” y que solo se puede ver “desde la lectura”. ¿Este poder ver solo desde la lectura tiene que ver tanto con la no literalidad del texto cuanto con la lectura como espacio de la interpretación?

Sí, eso, y algo más. Yo pienso que la escritura no existe, en el sentido de que no existe como algo con lo que uno pueda relacionarse, porque es una actividad sólo destinada a dejar un registro de la actividad misma. La forma de relacionarse con la escritura es mediada, porque uno sólo puede relacionarse con el registro, y leer es revivir ese momento a partir del registro. Autor y lector, en este sentido, sólo se diferenciarían en que uno de ellos dejó el registro que los dos leen. Aunque es cierto que el lector puede tener el recuerdo de haber estado dejando un registro, pero es un recuerdo mediado también por lo que lee.

En una entrevista, comentaba que lo que le interesa es lo queda del texto, no el procedimiento. A raíz de esto, le hago la misma pregunta que se planteaba su personaje: ¿no se ve nada desde la escritura?

No es el resultado tampoco sino la… escritura. Uno puede usar un procedimiento para que la escritura aparezca. Una vez que apareció, el procedimiento ya no es importante, aunque siga estando y estructure el texto. Lo importante es cualquier cosa que haga aparecer ese momento que no es nada. Quiero decir: cualquier cosa que haga que la escritura se olvide de sí misma mientras ocurre, y que uno se olvide de sí mismo mientras escribe.

En relación con lo anterior, me vienen a la mente El Martín Fierro ordenado alfabéticamente o El Aleph engordado.

Esos dos libros son un buen ejemplo de lo anterior, porque el procedimiento es transparente e intenso y está en primer plano. Pero yo los publiqué porque me parecía que el procedimiento había desatado otra cosa más interesante o misteriosa. Y porque, al hacerlos, me pareció que estaba por entender una cosa que antes no entendía y que no sabía qué era. Porque no son libros conceptuales, son más bien libros de tensión sensual-conceptual. En el Martín Fierro, una ruptura de la narración, versos sueltos como evocaciones de escenas enteras memorizadas en la escuela, ritmo vacío, sonido, mucho sonido. Con El Aleph es más complejo, pero hay, más allá del gesto, algo que ocurre en la prosa, que se vuelve blanda, y en los personajes, que dejan de ser quienes son. Es como si el texto perdiera su autoridad y eso le gustara. Porque los textos escritos parecen definitivos, y por eso dan lugar a interpretaciones y relecturas -¿qué quiso decir Platón cuando…?-. Ese estado al que llegan de ambigüedad entre el mármol y el borrador es casi accidental, pero es lo más hermoso que tienen, porque, curiosamente, uno lleva a otro: si el texto es fijo, hay que interpretarlo literalmente, y entonces, en ese esfuerzo, uno le hace preguntas y, al hacerlas, lo desarma y lo vuelve borrador, pero no es un borrador, porque es un texto ya establecido… Si fuese sólo un borrador no haría falta preguntarle cosas (uno podría decir: bueno, esto no tiene mucho sentido porque está sin terminar), y si fuese sólo un mármol no se le podría preguntar nada.

A todo esto, decía Giorgio Agamben: “Si consagrar es el término que designa la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significa restituirlas al libre uso de los hombres”.

Me gusta ese ensayo. Profanar puede ser excesivo, pero es la palabra que habría que usar si del otro lado hay algo sacralizado. Y lo sacralizado no tiene nada que ver con la escritura ni con la lectura sino que más bien se opone, porque está todo el peso puesto en el mármol, fuera de “la esfera del derecho humano”, que es, en este caso, hacer preguntas. Si no se puede hacer eso no vale la pena leer. Es como cuando te dicen: “Tenés que leer a…”. ¿Por qué “tenés”? Conocí lectores intensísimos que, por ejemplo, se negaron durante mucho tiempo a leer a Shakespeare o a Cervantes. Era un capricho, y, claro, se perdían algo, pero probablemente hayan ganado más de lo que perdieron. Yo los tomé un poco como modelos no de lectura sino del poder de la negación, porque con la escritura pasa lo mismo: negarte a algo te da muchas más libertades que pérdidas.

El hecho de “profanar” una obra nos lleva a cuestionarnos el concepto de originalidad. ¿Es imposible hablar de originalidad y menos aún en literatura?

Esta es fácil y difícil a la vez. Lo más razonable sería decir que no existe nada original. Y es cierto, porque todo viene de otra cosa. Pero la palabra es ambigua, y entonces al mismo tiempo uno tiene que aceptar que cada tanto tiene la sensación de estar frente a algo original y que eso le gusta. Y que muchas de las cosas que hace le gustan porque percibe que tienen algo original. Percibe, más allá de lo que piense sobre la originalidad: levanta las cejas, sonríe o se siente incómodo. No hay nada original porque existe la Historia, pero la Historia misma es la que da lugar a las cosas originales. Cada vez que se expanden las posibilidades hay originalidad, porque se marca el origen de la aparición de cosas que no existían, de nuevas libertades expresivas (que hacen que otras cosas envejezcan de golpe y se vuelvan formales, literarias).

¿Entiende, por tanto, la literatura como un movimiento constante entre la repetición y la diferencia?

-Sí, como la música, que es repetir y variar. Es un buen ejemplo de lo anterior: repitiendo y variando aparecen cosas nuevas y uno de repente levanta las cejas. Hay un ensayo de Lévi-Strauss sobre Rameau que habla de eso: de un pasaje de una nota a otra que, cuando fue escuchado por primera vez, fue nuevo y generó un entusiasmo que hoy nos resulta imposible de entender: el fa, la, mi de Cástor y Pólux. Yo no oigo nada en esas notas por más que me esfuerce. En cierto sentido, esas notas triunfaron.

“No sé cuál de los dos escribe esta página”. Así termina el cuento Borges y yo. La frase tiene mucho que ver con su cuento El libro y permite preguntarse qué es una copia.

En ese cuento, el mío, el problema es que el protagonista decidió dejar de ser él, y después cuando quiso volver a serlo no pudo, ya era una copia de sí mismo. En realidad el personaje siempre sabe quién es, pero no le creen. Es dramático. Si nadie te cree que sos lo que vos pensás que sos, es como si fueras otra cosa, y te ves en una disyuntiva: ¿cambio de idea sobre mí mismo –es decir, me adapto- o los hago cambiar a ellos? La segunda opción, que es la que toma el personaje, te pone fuera de lugar, que es el origen de la narración: alguien que está fuera de lugar. En cuanto a la cuestión de la copia… Yo tengo un proyecto que consiste en entrevistar a personas amigas y/o admiradas para descubrir qué hay detrás de su forma de pensar, qué tipo de sistema podría haber. Todavía no empecé, y quizá no lo haga nunca. Pero recientemente, en mi caso, empecé a darme cuenta de que quizá soy una especie de neoplatónico, así que tendría que decir que todas son copias, pero que eso no evita que algunas copias sean más interesantes que otras o nos digan más cosas sobre lo que queremos saber o, mejor, recordar, porque escribir o leer sería, si soy neoplatónico, recordar lo que uno ya conoce desde antes de nacer. “Antes de nacer” me resulta sospechoso, de todos modos, porque supone la existencia de un alma eterna. Por ahí habría que decir: experiencias y conocimientos que nos fueron dados, sin que lo supiéramos, al nacer.

La fábula, el sueño, la disquisición filosófica, el relato mítico… sus Tres cuentos espirituales son una mezcla de referencias y de influencias. ¿En la literatura cabe todo? Para usted, ¿no hay límites genéricos?

Supongo que los límites los fija la propia escritura. Por lo demás, sí, es cierto, hay muchas referencias, algunas más evidentes que otras, y algunas a cosas que sólo están dentro de mi cabeza, en mis recuerdos. Pero, en general, más que referencias son cosas que aparecen en la prosa y trastocan todo, no solo la prosa sino también el devenir. A mí me gusta la metáfora trillada del texto como una telaraña que, si está bien hecha, atrapa todo lo que necesita. Pero esta sería una telaraña que se deforma con cada cosa que atrapa, o que atrapa cosas para deformarse.

Si en el relato El libro encontramos ecos de Borges y yo, en Informe sobre la muerte del poeta, con ese pueblo dentro del pueblo, podemos reencontrarnos con El Aleph de Borges. ¿Cuál es su relación con el que seguramente es uno de los autores centrales del canon argentino?

La verdad que no veo tanto los ecos de Borges ahí. Uno no elige por qué cosas siente afinidad real. A mí me pasó, por ejemplo, leer a Kleist y sentir que era mi hermano, y es casi ridículo, pero es hermoso. La centralidad de Borges me genera más distancia que otra cosa y me hace verlo de su edad, que sería la de un bisabuelo. Cuando lo leo en cambio me gusta y siento cercanía, aunque no estilística o temática sino en una cuestión literaria de marco amplio que podría tener que ver con que los dos somos de Virgo y, según parece, los dos tenemos también algo en Cáncer (yo la luna y él el ascendente). Entonces, hay en común una tendencia a la paradoja y la ironía. Y una atracción por lo muy antiguo. Y cierta reticencia a buscar emocionar al lector. Pero es una reticencia reticente, porque se tensa con el deseo de hacerlo y la admiración por los que lo hacen sin culpa y les sale bien. Shakespeare es un buen ejemplo. Borges lo despreciaba un poco por esa cosa inescrupulosa y libre que tiene y porque buscaba emocionar, conquistar al público. Se lo imaginaba como un peronista, que para él era el peor insulto. Y, al mismo tiempo, lo inquietaba porque no podía evitar admirarlo: pasaba con gracia de lo bajo a lo alto, del humor a la tragedia, de lo bien hecho a lo mal hecho, mezclaba todo sin culpa y con genialidad. Yo comparto ese tipo de inquietud frente al desorden. Es un rasgo de virginianos, se supone. La diferencia es que, en lugar de rechazarlo, yo trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista. Como en esta respuesta, que mezcla todo.

De lo que no hay duda, es que usted se enfrentó a él y a José Hernández. Eso es ir y apuntar al centro del canon argentino.

No, no, para mí lo que hice fue colaborar con ellos. Nunca pensé en enfrentarme. Son colegas, hicieron sus libros con amor. Si yo me muriera y fuera a un lugar donde hay mucha gente y me los encontrara, los saludaría y les contaría lo que hice, y estoy seguro de que no se enojarían; al contrario, me dirían: “Ah, yo sentí algo agradable que me llegaba desde el mundo de los vivos”. O quizá sí se enojarían y la muerte me revelaría lo errado que estaba yo sobre esta y muchas otras cosas.

Hablando del canon. Beatriz Sarlo definió a Borges como un “autor en la orilla”. Pensando en sus referentes -de Martí a Von Kleist, de Borges a Kafka, de Aira a Voltaire- ¿se definiría usted a sí mismo de esta manera, como un autor en la orilla de toda tradición literaria?

El discurso de lo menor y lo marginal me cansó un poco, y la tradición literaria me interesa mucho, mientras más antigua mejor. Así que no puedo decir que sí. Pero es cierto que ir de la orilla al centro –como los casos que mencionás- parece un mejor programa que ir del centro a la orilla. Quedarse en la orilla no es un mal plan, tampoco, pero tiene que ser un plan sincero, no una excusa. Si no, es deprimente y elitista. Quiero decir: Kafka, por ejemplo, no quería quedarse en la orilla, como se ve en su biografía. Tampoco Kleist. Me doy cuenta de que no pienso en términos de centro-periferia la escritura, pero que a la vez el centro me interesa poco, en el sentido de que no se puede empezar algo desde el centro: el centro es donde se terminan las cosas. Claro que si uno está muy bien en la orilla la orilla misma puede terminar siendo un centro. Y el centro una orilla. Supongo que la idea, como con todo, es ir y volver, al menos mentalmente, porque es aburrido estar siempre en el mismo lugar.

Por último, ¿es la violencia el elemento a través del cual, entre fantasías, ensueños y metáforas, aparece la auténtica naturaleza del individuo?

Si hay algo que puede ser auténtica naturaleza, yo me jugaría por la tensión o la confusión. Esto incluye amor y violencia, entre otras cosas. Pero, para responder, creo que la violencia siempre se manifiesta de alguna forma y que lo mejor es elegir qué cauce se le da. El arte, que trabaja con lo irracional, es útil en este sentido. Mucho mejor que la política o la economía o la ciencia.

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