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Crónica de un abandono: cómo es tener coronavirus al inicio de la segunda ola en Madrid

«La sensación de abandono, tanto personal como general, permanece y, mientras, el virus continúa haciéndose fuerte. Otra vez»

Crónica de un abandono: cómo es tener coronavirus al inicio de la segunda ola en Madrid

Rodrigo Jimenez | EFE

Hace seis días que espero a que me den los resultados de una PCR y, por lo poco que sé, todavía tendré que esperar bastante más. Mi padre, con quien convivo, está ingresado con neumonía bilateral por COVID en un hospital público después de que le rechazaran en la sanidad privada. Yo, por el momento, no tengo síntomas graves, solo tos, pérdida de olfato y malestar general. Sé que tengo coronavirus pero no tengo la certeza absoluta porque en el laboratorio donde almacenan mis muestras no disponen, desde hace más de una semana, de reactivos para darme una respuesta.

Ese laboratorio es el del Hospital Clínico San Carlos de Madrid, uno de los más importantes de la capital. Es el asociado a mi centro de salud, en el que siguen realizando pruebas pero en el que llevan sin notificar ningún resultado, por lo menos, desde el pasado 17 de agosto. El Clínico recibe muestras de 14 centros de salud, donde se realizan entre 50 y 150 test diarios, por lo que el tapón se multiplica exponencialmente cada día.

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Fachada del Hospital Clínico San Carlos de Madrid. | Foto: Luis García | Wikimedia Commons

Las instrucciones que recibo son siempre confusas. Mientras que en el momento de la realización de la PCR me indican que espere a tener un resultado positivo de la misma para avisar a mis contactos estrechos, en el número de información de la Comunidad de Madrid me dicen que vaya avisando ya para que se pongan en cuarentena voluntaria. Lo que me dicen por teléfono me lo dicen porque yo me he preocupado por que me lo dijeran, no porque ellos hayan tenido la iniciativa de indicármelo. Yo, por supuesto, y aunque no se me ha confirmado el positivo, ya he avisado a mis contactos.

Pero vayamos hacia atrás. Todo empieza el viernes 21 de agosto, cuando empezamos a notar que cada uno de los que convivimos tenemos síntomas diferentes pero todos compatibles con el virus. Intentamos contactar con nuestro centro de salud, pero está cerrado. Y cuando está abierto ni siquiera hay nadie pendiente de coger el teléfono. Nos autoconfinamos, esperamos el fin de semana y ya el lunes, desesperados, nos acercamos al centro de salud en persona para ver si es posible que nos realicen una prueba PCR. Nuestro médico está todavía de vacaciones, nos dicen, pero conseguimos que aún así nos den cita para la prueba esa misma tarde.

Tras el pequeño momento doloroso –aunque no tanto– de la PCR, la enfermera nos indica que el resultado tardará «una semana o una semana y media». Nos quedamos atónitos. No sabemos qué decir y, una vez en casa, nos asaltan las dudas. Y no será la primera vez que lo hagan en este tiempo.

Todo lo que cuento es una experiencia personal vivida en primera persona, pero no es la única de estas características. En The Objective y en otros medios nacionales hemos dado cuenta de testimonios similares de personas que llevan más de 10 días esperando por unos resultados que no deberían tardar más de 48 o 72 horas. «¿Cómo no envían las pruebas a otros laboratorios o envían reactivos a este?», espetamos. «Eso digo yo», se sincera uno de los médicos de nuestro centro de salud.

Mi padre, que tenía fiebre desde hacía días, acudió a las urgencias de un pequeño hospital privado, el Hospital de Madrid, por indicación del médico de su seguro. Fue dos días después de hacernos la prueba en el centro de salud. Yo misma le acerqué hasta allí en coche, no era cuestión de poner en riesgo de contagio a un tercero. No nos ofrecieron un transporte seguro para ese traslado y, aunque yo debía permanecer confinada, no tuvimos alternativa.

Allí, en ese pequeño hospital privado, tuvo que esperar 12 horas sentado en una silla para conocer su destino. Sabía que lo ingresarían, pero no sabía dónde. El seguro, AEGON, alargaba la agonía durante horas para finalmente ofrecer un traslado a un hospital público. «No hay camas en nuestros hospitales», aseguraban. Insólito. Lo que no hay es personal y no lo hay en mitad de una pandemia.

Desde que mi padre ingresó en el hospital no ha habido ni rastro del rastreador. Nadie nos ha llamado para preguntar si tenemos síntomas, ni para preguntarnos por una lista de contactos estrechos. Nada. Convivimos con una persona diagnosticada de neumonía bilateral por COVID y nadie nos ha dicho nada. Eso sí, me consta que el trato en el hospital de La Princesa está siendo excelente por parte de los sanitarios.

Mientras espero a saber más sobre el estado de mi padre, y si los que convivimos con él estamos también contagiados, se impone la angustia. La angustia por no poder asegurarle a mis contactos que tengo el virus y que, por lo tanto, corran hacerse una PCR y se queden en sus casas mientras tanto. No pueden parar sus vidas por una mera sospecha, una que se alarga demasiado por la falta de reactivos.

La falta de coordinación entre centros es total. Es tal que, más de medio día después de que ingresaran a mi padre en La Princesa, me llama el médico para hacer un «chequeo rutinario». No sé quién es ese médico, no se identifica. En este chequeo, en el que solo recibo evasivas en la cuestión de la PCR pendiente, cuento que mi padre se encuentra ingresado en un hospital de su mismo servicio de salud –algo que debería ya saber–. «Lo anoto», dice. Lo anota de tal forma que, a los dos minutos, suena de nuevo el teléfono. Es el mismo médico preguntando si está mi padre en casa. «Cómo va a estar», respondo.

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Realización de una PCR en un centro de salud de Madrid. | Foto: Juan Medina | Reuters

No culpo al mensajero. Entiendo que están saturados, que no saben qué responder. Ellos son los que dan la cara ante los pacientes, más que nunca impacientes por unos resultados que no llegan. Su descoordinación y el abandono que sentimos es un reflejo de la pobre gestión sanitaria que se está haciendo desde arriba, sea «arriba» la consejería de Sanidad o el mismísimo Ministerio. Mientras espero en mi casa a una respuesta que no llega y mientras mi padre permanece ingresado en el hospital, todas las noticias que llegan a las páginas de este y otros medios son de una pugna constante por las competencias. Vemos, desde fuera, cómo se pasan la pelota de un lado a otro en cuestiones como la realización de pruebas, los confinamientos por barrios o la vuelta a las aulas. Nadie se hace responsable de nada.

En la espera, la incógnita continúa imponiéndose. La incógnita no solo de cuál será el resultado final, a un nivel personal, sino de cómo puede ser que me digan que, en un momento en que la curva vuelve a dispararse en Madrid, todavía hay personal de vacaciones. Cómo es posible que un gran laboratorio de Madrid se quede sin reactivos para dar respuesta a las PCR en el sexto mes de la pandemia. La incógnita de si podemos confiar en la sanidad pública y, sobre todo, en sus gestores. Cómo puede ser que un seguro médico de supuesto prestigio, AEGON, diga que no tiene una sola plaza en todos sus centros de Madrid para tratar a mi padre. La sensación de abandono, tanto personal como general, permanece y, mientras, el virus continúa haciéndose fuerte. Otra vez.

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