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Sociedad

Las bingueras

Hay un lugar en la tierra donde el tiempo pasa a toda velocidad. Ese lugar se llama bingo

Las bingueras

Peter Rimar | Wikipedia

Yo una vez fui binguera. Llevaba poco tiempo viviendo en Madrid, era en mi época universitaria, y un día que salí con dos amigas de la universidad, decidimos ir a un bingo para ver cómo era eso.

Lo primero que haces cuando entras en un bingo, aparte de recuperarte del olor a ambientador floral que te entra por la nariz y acabas sintiendo cómo lo masticas, es entregar tu DNI para que te cojan tus datos. Éramos tres, así que eso les llevó un rato. Hicimos el check-in y nos pasaron a una sala grande con moqueta y muchas mesas. Todas ocupadas por una o dos personas, la mayoría mujeres. La media de edad de aquella sala la bajábamos nosotras con nuestra lozanía a 89 años.

Vinieron a vendernos los cartones y nos preguntaron si queríamos algo de beber, pero teníamos poca sed y menos presupuesto, así que decidimos invertir toda nuestra fortuna en tres cartones. Entonces, una de nosotras, no recuerdo quién de las tres fue el cerebro de aquella jugada maestra, propuso jugarlos de uno en uno para alargar más la experiencia.

Nos pareció muy bien a todas y, poseídas por la ludopatía, juntamos mucho nuestras sillas para ponernos las tres a mirar el mismo cartón. Porque la suerte está para quien la busca. Y nosotras, con estos seis ojos como seis luceros sobre el mismo cartón, la estábamos buscando a conciencia.

La partida comenzó. Aquellas bolitas empezaron a salir a toda velocidad. Venga salir números a toda prisa. Estábamos flipando. Mirábamos a nuestro alrededor y las señoras iban tachando números sin dificultad. Y nosotras, juventud divino tesoro, no dábamos abasto. Las tres universitarias acostumbradas a tomar apuntes no podíamos seguir el ritmo de un cartón, mientras aquellas jubiladas manejaban los cartones de siete en siete y les sobraba cerebro para ir pegando tragos al DYC con limón.

En pocos minutos, que para mí pasaron como una milésima de segundo, se acabó la partida. Alguien cantó bingo. Nos ofrecieron más cartones, pero no cogimos ninguno porque teníamos aún dos por gastar.

La segunda partida dio comienzo.

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Foto: Dylan Nolte | Unsplash.

El veintinuno, dos uno. El treinta y siete, tres siete… En realidad, no era así. Decían el número y no había comprobación, aquí tonto el último. Veintiuno. Treinta y siete. Dos. Dieciocho. Setenta. A toda hostia. No había tiempo que perder. El tiempo es oro y más si estás en un bingo a los ciento ocho años.

La voz del micro seguía diciendo números. Si salía el quince, teníamos línea. Nervios. Temblor de manos. Ay, que nos toca. Ay, que me da. “Quince”, dice la voz del micrófono.

—¡Tenemos línea! —Dice bajito una de mis amigas.

—¿Estamos seguras? —Responde la otra.

—Línea, ¿no? —Digo yo, dejando abierta la posibilidad a que a lo mejor tan línea no será.

Mientras tanto, los números seguían saliendo. Y nosotras más nerviosas.

—Tías, hay que cantar línea, que nos la quitan.

—¿Esto cómo se hace, gritamos línea?

—Sí. Dilo tú, que tienes la voz más bonita.

Las señoras de nuestro alrededor se empezaron a molestar con nuestro murmullo. Una nos pregunta: “¿Pero tenéis línea o no?”. En realidad, lo que nos quería decir era: “Idos de una puta vez a dar por culo a Kapital, pero nos preguntó por la línea. En éstas, como el rumor de que nosotras teníamos línea ya se había extendido por la sala, desde el micrófono empiezan a preguntar: “¿Hay línea?”. Y nosotras diciendo muy bajito: “Sí”. La voz del micrófono no se enteró, así que volvió a preguntar: “¿Hay línea por ahí?”.

Una señora de nuestro lado se volvió hacia nosotras y nos gritó: “A VER, NIÑAS, ¿TENÉIS O NO TENÉIS LÍNEA?”. Así que, en ese momento, me levanté, como si yo fuera la alumna repelente miembro del Comité de Estudiantes de un telefilm de universitarios, o Andrea Zuckerman, la empollona de Sensación de Vivir, y dije solemne: “Sí, tenemos línea”. Me faltó rematar con un “lo reconozco”.

Llamaron a lo que sería el VAR del bingo y vino una mujer a nuestra mesa a comprobar nuestro cartón. Cuando lo tiene en la mano nos dice:

—Pero esto es de la partida anterior.

—Lo teníamos sin usar, lo hemos estrenado en ésta. –Apeló una de mis amigas.

—La línea no es válida. –Comunica en alto la del VAR a la mujer del micrófono, con toda la sala de testigo.

La señora que nos había gritado nos miró con todo su asco. Habíamos roto el flow de la partida para nada. Así que le dijo también en alto a la del micro: “Venga, que no es válida la línea”. Esta capitana binguera se hacía mucho la enfadada, pero para sus adentros sé que le estaba dando la vida nuestro fracaso. Su brillo en la mirada decía: “Hay partido”.

—Pues si estos cartones no nos valen, nos vamos. —Le dijo una de mis amigas a la mujer del VAR del bingo. No sé si esperábamos que nos suplicara o algo, ante la pérdida de ese dineral que dejaban de ingresar si nosotras nos íbamos.

—No podéis salir hasta que no acabe la partida. —Dijo el VAR.

Me sentí como cuando te castigaban en el colegio sin salir hasta que no terminases de copiar lo de la pizarra. Así que nos pusimos los abrigos y esperamos las tres calladas, con la cabeza un poco metida entre la bufanda para guardarnos la vergüenza que estábamos pasando.

En cuanto cantaron bingo, nos levantamos y nos fuimos corriendo de allí. Al salir, comprobamos que habían tardado más en meter nuestros datos en el fichero del bingo que nosotras en tirar a la basura tres cartones. Mientras tanto, allí dentro el juego siguió, diría Sabina, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

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