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Los misterios del sexo

‘A la busca del tiempo perdido’ ilustra con claridad que en el pasado la aventura erótica tenía mucho de invención personal

Los misterios del sexo

Retrato de Marcel Proust. | Archivo

Es arriesgado postular que el sexo es algo natural. Todos los animales enseñan la práctica del sexo. A menudo les basta con ver una vez algo para aprenderlo, pero sólo llegan a ser maestros en la materia si aprenden a través de tanteos, como las personas. Hay un aprendizaje cultural, de forma que bien podría decirse que cada especie es una cultura. El deseo sería una construcción de la cultura, y ese deseo tiene sus normas y sus límites. La gente desprecia la vida sexual de nuestros ancestros: la juzgan pobre y sofocante, pero se equivoca. Podía haber sujetos que practicaban el sexo de forma tosca y brutal, pero también los había que disfrutaban de una vida sexual gozosa e imaginativa. Pero no es el problema que me interesa; lo que me interesa es dilucidar con respeto cómo nuestros ancestros construían en sus vástagos el deseo sexual. Para estos acercamientos me dejo guiar por la antropología, que es la disciplina más comprensiva y que mejor me explica las cosas.

Nuestros ancestros hacían atractivo el sexo y los órganos sexuales a través del misterio. No llevaban a cabo la dialéctica del ocultamiento por represión, como creen los pensadores toscos, el ocultamiento servía para hacer más valioso el objeto velado, para que se convirtiese incluso en una obsesión, pues todo indica que lo oculto tiene muchas más posibilidades de convertirse en una obsesión que lo manifiesto. Además, lo oculto estimula la imaginación, empeñada en recrear ilusamente lo que no puede ver. Esta iniciación al sexo a través del misterio, era claramente una opción cultural que no tenía nada que ver con la opresión y que resultaba bastante eficaz. Y estaba claramente vinculada a los misterios de la antigüedad y usaba su misma gramática de ocultación- sacralización. No hablamos de opciones morales, hablamos de opciones antropológicas que cumplían perfectamente su función y que convertían al otro en un ser absolutamente deseable.

De este ámbito misterioso estaban excluidos los homosexuales, que se veían obligados a inventar misterios mucho más herméticos que los del universo heterosexual, y donde no mermaban ni el misterio ni la omisión. De hecho los homosexuales no tenían relato en el cuerpo social: eran los omitidos. También entre ellos había iniciaciones y ritos en pos de un arte más placentero. Y claro, todo eso era pura y simplemente trasmisión cultural. Que esa trasmisión tuviese muy en cuenta el cuerpo y su naturaleza no contradice lo que digo. Kroeber definía la cultura como una dimensión superorgánica, es decir, que estaba por encima de lo orgánico, y que se podía construir. Para él la cultura sería en realidad una supraestructura que nos organiza como animales sociales y que es una suerte de injerto en nuestro ser carnal. Más que lo innato, lo añadido.

«No podemos juzgar el pasado con el estúpido concepto de represión»

¿Y qué añadieron nuestros antepasados al universo sexual? Le añadieron misterio. Una relación amorosa se convertía en una explosión de emociones vinculadas a la creación artística. Imaginaban mucho, deseaban mucho, se contenían mucho, ocultaban mucho, temblaban mucho, deliraban mucho, cuidaban mucho el lenguaje, preparaban los parlamentos que le iban a decir al novio o a la novia, notaban las caricias con una intensidad perdida: el misterio y los enigmas los habían erotizado profundamente. No había educación sexual, pues toda forma de educación al respecto destruiría el misterio, y la aventura erótica de cada uno tenía mucho de invención personal: es algo que se observa con cierta claridad en A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust. A veces parece que fuera una sexualidad más libre e imaginativa que la de ahora, al no estar influida por los tosquísimos relatos de la pornografía.

No podemos juzgar el pasado con el estúpido concepto de represión. No se trata de represión, se trata de diferentes maneras de abordar el universo sexual. Cada cultura lo hace de una manera y en muchas de ellas se sigue la dialéctica del misterio.

Otra cosa que se olvida: las mujeres podían quedarse embarazadas. Si eran cuidadosas en sus elecciones y en la gestión de los momentos íntimos ¿eso quería decir que eran reprimidas o que simplemente eran prudentes? Prudencia y represión son dos estados que sólo se parecen en que los dos indican contención, pero la razón de esa contención es muy diferente en ambos. Asombrosamente, a menudo olvidamos que la revolución sexual se consagró con la llegada de la píldora, no antes, de lo cual se deriva que la píldora hizo más por la libertad sexual que todas las proclamas y todas las ideologías.

Hemos pasado de los misterios del sexo que casi parecían los misterios de Eleusis a la sociedad de la transparencia, ansiosa más que nunca de misterio, y condenada a no tenerlo, y obligada a buscarlo introduciendo en el sexo desconcertantes barroquismos. Todo el misterio que le hemos quitado al sexo se convierte en carencia y propicia relaciones que le devuelvan al sujeto la impresión de acercarse a un enigma, como por ejemplo las citas a ciegas. No es lo mismo que el misterio antiguo y como mucho consigue ser un simulacro. Pero es de sobra sabido que hemos huido de la realidad y que vivimos en la edad de los simulacros.

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