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Josep Maria Fradera: «Nación e imperio no son ideas incompatibles»

En su último libro, el historiador catalán investiga, sin prejuicios y con rigor, la culpabilidad moral de las tradiciones humanitarias del siglo XIX inglés

Josep Maria Fradera: «Nación e imperio no son ideas incompatibles»

J.M. Fradera | Ana Rodado-Editorial Anagrama

El reputado historiador y catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra Josep Maria Fradera (Mataró, 1952) recibió hace unos días el prestigioso Premio Anagrama de Ensayo por Antes del antiimperialismo, un libro que investiga «los estados de conciencia y repudio» que aparecieron en los imperios, particularmente en el británico, que es el que el historiador estudia con detenimiento en su libro, en la época anterior al período de entreguerras (entre 1780 y hasta 1918), punto de no retorno para la idea imperial clásica. Fradera propone un inédito mapa de sensibilidades que, partiendo de los sentimientos de culpa  religiosos de finales del siglo XVIII, llega hasta comienzos del siglo XX gracias a las discusiones que los grandes intelectuales de la época, preocupados por cuestiones éticas y con la voluntad de moralizar el Imperio liberal inglés, sostienen en sus cenáculos londinenses. THE OBJECTIVE conversa con el autor en las oficinas de su editorial barcelonesa. 

PREGUNTA.- ¿Qué ha significado para usted el Premio Anagrama de Ensayo?

RESPUESTA.- En primer lugar, es una sorpresa y, en segundo lugar, una satisfacción, porque yo he leído los libros de Anagrama desde siempre, y he tenido una gran admiración por esta editorial independiente. No es algo que esperes, pero es algo que se produce. Y, además, no escribí el libro pensando en ello, pues se trata de un libro totalmente pandémico. Estaba trabajando en Londres y tuve que regresar por razones personales y luego ya fue cuando se produjo el encierro en casa. Así que seguí trabajando, entregué el libro, aun sabiendo que es un libro de historia y no exactamente un ensayo, y me propusieron presentarlo al premio, y un buen día te comunican que lo has ganado.

Portada del libro

P.- ¿Afectó, de alguna manera, la reclusión a la delimitación del foco que presenta su libro, centrándose de manera prioritaria en la tradición humanista previa al antiimperialismo?

R.-No, porque es un libro que quería escribir como resultado de trabajos anteriores y lo quería escribir porque sé que va en sentido contrario a muchas cosas que se dicen hoy día. Es un libro que, de todas formas, no habla del triunfo de los humanitaristas, porque el triunfo de los humanitarios es imposible, pero habla de los esfuerzos humanitarios que dan algunos resultados. A mí no me gusta la historia para ganar batallas al pasado, porque el pasado no se puede cambiar. Los historiadores no deberíamos escribir para eso, cosa que, por otra parte, es muy frecuente: cambiar nombres de calles, subir y bajar estatuas, entretenerse con batallas que correspondían a nuestros antepasados pero que no son las nuestras… En eso siempre he sido muy taxativo y exigente. Pienso la historia como una ciencia social que tiene unas reglas que incluyen clarificar, comprender y razonar sobre un pasado histórico que es lo que es y fue lo que fue. Los historiadores escribimos desde el presente con preocupaciones actuales, pero cuando te vas al pasado, tienes que aceptar que hay unas reglas que uno no puede alterar, a las que uno tiene que sujetarse.

P.– ¿Qué es lo que más le interesaba de esa tradición humanista del siglo XIX?

R.- El libro habla de una cruzada moral que marca los límites de los deseos que determinados contemporáneos pudieron sentir durante un periodo muy largo de tiempo. Es un planteamiento, el mío, no obstante, muy aséptico. No se trataba de ponerse las manos en la cabeza, sino de entender que los imperios eran instituciones que se desarrollaron con su propia lógica, y que exigen respuestas dentro del mundo de sus contemporáneos, quienes consideran responsables a éstos de cambiar las estructuras sociales y económicas que han generado. Muchos de aquellos contemporáneos no tenían una actitud contraria al mundo en el que vivían ni a las estructuras políticas que lo sostenían, sino que desarrollaban sus alternativas dentro del orden existente. Consideraban a los propios imperios responsables de terminar con algunas de sus instituciones, particularmente con la esclavitud.

P.- ¿Diríamos entonces que en ese periodo que usted estudia estaba limitado el horizonte mental de los pensadores más reformistas, siendo incapaces estos de salirse de la idea de imperio?

R.- Ciertamente no estaba disponible otra idea que no partiera de un afán reformista. El Imperio español, por ejemplo, no quiebra porque Bolívar y San Martín tuviesen una idea contraria al imperio. En realidad, ellos quieren ser los continuadores en América del mundo que habían fabricado los españoles, pero sin los españoles. Pero hay que hacer una observación, y es que la quiebra del imperio sí podía producirse desde debajo, por la parte de los esclavos, y con sangre. Porque hacer trabajar a millones de personas reducidos en condiciones tan oprobiosas e infames, separando a familias y ejerciendo la violencia física desaforada, eso sí puede, en un momento determinado, conducir al precipicio. Esto siempre anduvo de la mano de la crítica moral. Lo que pasó en Haití, por ejemplo. Fue un primer gran aviso. 

Hemos de pensar que la esclavitud se dio desde siempre. Es herencia romana. Lo que es nuevo es la idea de la plantación: la esclavitud a gran escala. El capitalismo creciente es un gran mercado que tiene su centro en Europa y se expande por todos lados, y eso exige un trabajo de esclavos a gran escala. Esta situación crea un doble conflicto: uno de índole moral, de trato a los esclavos, y otro de miedo a la posibilidad también de la revuelta a gran escala. Las dos cosas van de la mano. Mi libro investiga fundamentalmente la tradición humanitaria, pero está la otra parte también.

P.- En su libro trata de establecer una genealogía distinta a la habitual, con unos límites capaces de explicar esa evolución desde los pensamientos humanitaristas de comienzos del siglo XIX  hasta su continuación eticista a comienzos del siglo XX. ¿Cuál es el riesgo que cree que corre al optar por esta vía? 

R.- Yo soy un historiador vanguardista y clásico, y creo que la historia es una ciencia social que, por lo tanto, no es para pegar discursos u homilías proyectadas en el presente. Más bien al contrario. Lo que quiere decir que estoy pendiente de la historiografía que se produce en estos países, la historiografía internacional, y la tengo en mi cabeza mientras escribo. Este libro trata sobre la tradición humanitaria que registra esta cuestión, que se plantea con dudas y sentido de la culpabilidad la bondad de ese mundo, un mundo fabricado porque existe el Imperio británico. Como historiador vanguardista, me interesa abrir nuevas vías, pero al mismo tiempo, como historiador clásico, tengo que trabajar sobre el montón enorme de literatura historiográfica de gran nivel que existe.

J.M. Fradera | Ana Rodado-Editorial Anagrama

P.-En su análisis de los debates humanitarios se centra en el Imperio Británico. ¿Por qué?

R.- El Imperio Británico es el mayor imperio en ese momento y es un imperio liberal, por lo tanto, las discusiones públicas se dejan manifestar de manera abierta. Otra cosa es que el mundo oficial, el establishment, el que gobierna de verdad, fuese receptivo, pero la incomodidad de toda una serie de personas se deja sentir.

Sucede, además, que yo estaba trabajando en Londres, con los papeles de John A. Hobson, en la South Place Ethical Society a la que perteneció. Ahora es una institución de menos peso, pero a principios del siglo XX y hasta la Segunda Guerra Mundial tenía un gran peso intelectual en el mundo británico, ya que ahí se reunían todos los que compartían ideas humanitarias. A mí me interesaba mucho la figura de Hobson, y su libro Imperialism. A study, de 1902, donde se plantea la lógica económica de los imperios. Y, para mi sorpresa, me di cuenta de lo que nadie hablaba, de que Hobson era el secretario de una de las sociedades éticas en Londres. Las sociedades éticas en Londres eran las herederas de la tradición humanitaria, así que me pregunté cómo era posible que un tipo que no habla para nada de religión ni humanitarismo, ni de ninguna de estas cosas en su libro era, sin embargo, secretario de una de estas sociedades, que era, a su vez, heredera de ese humanitarismo de principios del siglo XIX. Así, vi que había pasado un siglo desde aquello y que esa tradición había continuado. Así que me dije que había que escribir algo que pusiera orden en esa tradición. Pensé que era necesario establecer una conexión entre una cosa y la otra.

P.- En su libro es muy importante la idea del debate público y de la sociedad civil como semilla de cambio.

R.- Las causas son buenas si confluyen en ellas gentes de naciones diversas. Pensar que unos tienen la razón… Yo lo pensé cuando era más joven, que unos o un grupito tiene la razón y la va imponer, pero enseguida supe que eso no era así, que está condenado al fracaso. Aunque milité 10 años en un partido comunista, que inicialmente fue clandestino y luego dejo de serlo, que era el PSUC. Un partido bastante ecuménico entonces, bastante más que otros. Con los años, pensando y repensando las cosas, por este punto que tengo de vanguardista clásico y sentimental, me fui fijando en la antropología clásica, por escritos que hablaban de sociedades pequeñas que fueron absorbidas. Y en la figura de Hobson y en esa pequeña entidad inglesa encontré una confluencia de personas con distintos intereses que acaban coincidiendo en la defensa de causas humanitarias y que siempre gravitan sobre las condiciones en las que viven los seres humanos.

P.- Hay una primera parte en la que los imperios se mantienen por causa de un sentimiento de culpa y, después, eso evoluciona hacia la cuestión económica que, paradójicamente, sirve también para que el Imperio Británico se sostenga.

R.- La cruzada contra la esclavitud permite una nueva vida al Imperio Británico. Eso justifica al Imperio británico frente a los suyos y frente a los demás. Le da una superioridad. Y eso no conduce a la liquidación del imperio, más bien todo lo contrario. Eso conduce a considerar que el imperio es el instrumento de civilización en el mundo, desde la supremacía que ellos mismos se otorgan. Eso es una cara. 

De otro lado, no negaré que, como historiador, a pesar de haber dejado algunas cosas atrás, uno sigue siendo siempre un discípulo de Marx. Y así, en los imperios, veo que eso que conocemos vulgarmente como capitalismo, es la fabricación constante de situaciones en las que unos trabajan y otros se quedan con las ganancias. Y lo que nos hace sentir mal es saber que para producir mercancías para distribuirlas por todo el mundo eso implica la opresión sobre millones de seres humanos. Pero eso es inherente a la causa. El capitalismo funciona así. 

Nosotros somos los herederos de estas campañas humanitarias contra ese capitalismo desaforado que explico en mi libro, así que deberíamos tener algo que decir y por eso el conocimiento histórico nos ayuda a pensar mejor las cuestiones actuales. 

P.- Dice Vd. que la idea imperial no ha desaparecido en nuestro mundo, sino que ha mutado

R.- Los imperios son anteriores al capitalismo, porque el capitalismo no ha descubierto la economía en la organización social, sino que la ha heredado de mundos anteriores.  El presente está dominado por imperios. Los imperios mutan y se transforman. Solo hay que mirar a China o Estados Unidos. Los ideales de todo orden son compatibles con la relación del mundo a través de imperios. Y los imperios gobiernan el mundo, eso es un hecho. Evidentemente existen las naciones. La Unión Europea es un proyecto de imperio, por ejemplo, que se construye de modo lento y quizá diferente a los demás, pero, por ello, no deja de ser una idea de imperio supranacional, es una organización de naciones para construir de una estructura mayor que disponga de capacidad para actuar en la política internacional, por la pura y simple evidencia de que el mundo internacional está gobernado por otros que son imperios. Que existan naciones es lo de menos. Nación e imperio no son realidades incompatibles. Las 13 colonias británicas que se separan del Imperio británico para construir un nuevo imperio con influencia en todo el mundo son un ejemplo. Y la Segunda Guerra Mundial es el clímax de todo esto. Claro que son nacionales imperiales, se sienten naciones, pero al mismo tiempo son imperios. 

P.- ¿Es inevitable entonces eludir la idea de imperio?

R.- Eludir no. Racionalizarla y entenderla. Los imperios tienen vocación proselitista y de dominio mundial y de competencia mundial. Y la nación no es suficiente. Es el soporte fundamental del imperio, por supuesto. Hay proyectos exitosos y otros menos, pero lo que importa es la visión que los imperios tienen del mundo.

El historiador no tiene ningún interés en proyecciones hacia el futuro. No es nuestro trabajo, nuestro trabajo es mirar hacia atrás, pero una visión un poco liberada de tópicos sobre nación, imperio, nación-imperio, nacionalismo como contrario a imperialismo… todo eso que sea demostrado una pura falacia en términos interpretativos, nos permite ver que hay una continuidad histórica que no prefigura el futuro, pero que nos ayuda a entender que el futuro podría ser así o de otra manera. El historiador no especula, eso lo hace el ciudadano.

P.- El tema de la raza no tenía entonces en el siglo XIX la significación que habría de tener después.

R.- La palabra racismo es muy moderna. La palabra raza no, y se utilizaba sobre todo para los animales. La idea de raza es malévola, pero la idea de raza no está clarificada en ese mundo del siglo XIX. El problema es que la palabra raza en el siglo XIX definía cosas muy distintas, que no implicaban, además, una supremacía de unas sobre otras. Todos hablan de razas, pero sin saber muy bien a qué remiten, porque no pueden saber nada de genética y, por lo tanto, lo relacionan con situaciones sociales. El caso emblemático que siempre uso es el de Alexis de Tocqueville, un magistrado francés que hace un viaje larguísimo por Estados Unidos para estudiar el sistema judicial norteamericano y que escribe el libro La democracia en América. Ahí habla de las tres razas en América, pero no se atreve a dar el paso de decir que va a ser siempre así. Y le pasó lo mismo, por ejemplo, a Humboldt, que viajó por la América española y muchas otras partes del mundo. Lo que pasa en el siglo XX es que la Alemania nazi sí que se atreve a romper con todas las reglas que habían reprimido a los demás a cruzarlas y decide que hay unas personas que no son asimilables y que quieren destruir por entero, y se convierte en el momento de culminación de todas las dudas morales del siglo XIX. 

P.- ¿Por qué dice que su libro no le va a gustar a nadie?

R.- Porque yo no me atrevo a realizar este tipo de afirmaciones que son en realidad castigos retrospectivos de una realidad de fines del siglo XX que se proyecta invariablemente hacia el pasado. Y los historiadores no podemos, por definición, proyectar las cosas hacia el pasado.

Mi libro va a gustar a pocos, mejor dicho. Porque hay una presión en la academia muy grande para, por ejemplo, en el tema de la raza o el sexo o el tema de la nación, para que se utilicen esos conceptos como vara de medir. Y el historiador no puede comenzar un trabajo de reflexión con una vara de medir. Son conceptos o actitudes sociales que existen y reflejan situaciones complejas de una sociedad, cierto. Pero el trabajo intelectual no se puede regir por esas normas, ya que son las normas del prejuicio. Yo soy partidario del uso de la teoría y de lo conceptual, pero eso es algo que no será eterno, tiene que estar constantemente sometido a debate. 

P.- ¿Cómo ve usted la sociedad civil hoy y el espacio de debate del que nos hemos dotado?

R.- La sociedad civil sigue existiendo hoy, igual que en el siglo XIX, pero con la diferencia de que uno parece que deba pedir permiso para hablar, y eso no puede ser así. Ese es el hándicap en el mundo español en este momento, que rápidamente quedas colocado en un lugar o en otro. En el mundo catalán, por supuesto, también. Eso es lo que fastidia, que cosas que pueden ser fácilmente discutidas con calma para llegar a una mayor clarificación y producir un debate que resultase útil, pues uno no puede ni siquiera tocarlas.

P.- ¿Y usted como historiador catalán qué tal lo vive?

R.- Yo digo lo que me da la gana. Además, los historiadores, hoy, como cualquier comunidad científica, trabajamos a nivel internacional. Yo no escribo pensando en mis paisanos.

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