THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

La solución a los problemas del agua no es ni liberal ni socialista, sino todo lo contrario

Más que de la generosidad de la naturaleza, la disponibilidad de agua depende de que se administre sobre una base científica y productiva, sin absurdos apriorismos ideológicos

La solución a los problemas del agua no es ni liberal ni socialista, sino todo lo contrario

Vista general de las ruinas de la iglesia de Peñarrubia, que ha vuelto a resurgir del fondo del embalse de Guadalteba como consecuencia de la sequía. | Diputación de Málaga

Debido a una poderosa alquimia ideológica, las desaladoras son en España de izquierdas y los trasvases, de derechas. La trasmutación tuvo lugar a comienzos de este siglo. Gobernaba a la sazón José María Aznar con mayoría absoluta y al recién ungido líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, los sondeos lo situaban muy lejos de La Moncloa. Necesitaba hacer amigos donde fuera e incluso había ido a buscarlos al secesionismo, así que tampoco vio contradicción alguna en aliarse con la Plataforma en Defensa del Ebro, pese a que su correligionario Josep Borrell había defendido pocos años antes que «sin trasvases no hay solución». La alternativa de Zapatero al faraónico Plan Hidrológico Nacional de Aznar fue el igualmente faraónico proyecto de construir 51 desaladoras de gran capacidad, que en una reacción igual y de sentido contrario (conforme a la tercera ley de Newton y primera de la política), desde el PP calificaron como «centrales nucleares del mar».

Esto es un disparate. No podemos permitirnos el lujo de prescindir de ningún medio en un combate cada vez más encarnizado. El estrés hídrico se está transformando en una grave crisis que, directa o indirectamente, afecta a todo el planeta, y no solo a los sospechosos habituales de África y Asia. California encadena ya tres años de sequía severa y ha tenido que reducir la asignación de agua. Y en España este verano hubo que restringir el consumo en Galicia, Andalucía y Cataluña.

Muchas visiones y técnicas

En Israel, hasta hace relativamente poco, el nivel en el mar de Galilea era un tema habitual de conversación. Abría los telediarios y los periódicos y, si descendía más de la cuenta, la gente se ponía nerviosa. «Cuando era pequeña», nos recordó en Jerusalén hace unos días la exministra de Protección Ambiental Tamar Zandberg, «había constantes campañas publicitarias para que ahorráramos agua». Y en descargo de Zapatero debo señalar que añadió: «Dejaron de hacerse gracias a las desaladoras».

Esas «nucleares del mar» cubren hoy el 94% del consumo de los hogares, pero Seith Siegel advierte en Hágase el agua que sería un error «pensar que ellas solas han acabado con los problemas de agua de Israel». La seguridad hídrica ha sido el resultado de «muchas visiones y técnicas diferentes» y, en descargo del PP, debo señalar que la primera de ellas fue un gigantesco trasvase. Los principales recursos estaban en el norte y, para abastecer a la población que se apelotonaba en el secarral de Tel Aviv, se construyó el Acueducto Nacional, una red de tuberías subterráneas y canales abiertos que acarrean 1.700 millones de metros cúbicos al año.

Titularidad pública, criterios de mercado

Lo admirable de Israel no es, sin embargo, la parte de la ingeniería, sino la de la gestión. En 1959 aprobó una ley que (atentos los liberales) nacionalizaba el agua: toda el agua, incluida la de lluvia. Si pones un cubo en el tejado de tu casa para recoger la precipitación de una nube, serás dueño del cubo y de la casa, pero lo que recojas será del Estado. Sin la correspondiente licencia, estarás cometiendo una infracción.

Dicho esto, en 2006 el Gobierno delegó la administración en una Autoridad del Agua que (atentos los socialistas) decidió que iba a cobrar por ella lo que realmente costaba. «La gente ve caer la lluvia», dice un responsable del organismo, «y piensa que es gratis. Y tiene razón. Esa agua es gratis. Pero la potable […] no es gratis ni puede ser gratis. Tratarla cuesta dinero, lo mismo que mantener las infraestructuras que la llevan a los hogares […] o construir desaladoras».

Auditorios o fontanería

Las tarifas se elevaron un 40% y su consecuencia inmediata fue un gasto más moderado por parte de los particulares y más racional por parte de los agricultores. También se generó una avalancha de ingresos que, de haber acabado en manos de los alcaldes, se habría dilapidado en auditorios o pistas de pádel. Un político tiene, en efecto, escasos incentivos para gastarse el presupuesto en algo tan poco visible como la fontanería, pero eso fue precisamente lo que la Autoridad del Agua hizo. En algunas ciudades israelíes las fugas se han reducido hasta el 6% del volumen canalizado. En España, mientras, dilapidamos el 16,3%: unos 700.000 millones de litros anuales, equivalente a varios embalses o al uso doméstico de 13,8 millones de personas.

La última gran lección israelí es la agricultura. Allí emplean la técnica del gota a gota en aproximadamente el 75% de los cultivos, frente al 5% del resto del mundo. Y en un 85% el agua procede de los colectores. España, el segundo país que más recicla, apenas llega al 25%.

El recurso más importante

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos envió al edafólogo Walter Clay Lowdermilk a que analizara el suelo de Europa, África del Norte y Oriente Próximo. Quería ver qué podía aprenderse de esas civilizaciones milenarias y, en febrero de 1939, cuando Lowdermilk desembarcó en lo que iba a ser el estado de Israel, quedó horrorizado. Las antiguas terrazas y la capa superior del suelo habían sido erosionadas y arrastradas al Mediterráneo por siglos de abandono.

Pero también quedó «impresionado» por los esfuerzos de recuperación que estaban llevando a cabo los sionistas. De hecho, eso fue «lo más notable» de su expedición, como pondría de manifiesto en el libro que escribió a su vuelta y en el que rechazaba la idea entonces imperante de que la región tuviera un límite de población de dos millones debido a la falta de agua. «La capacidad de absorción de cualquier país», decía, «es una variable dinámica. Cambia con la capacidad de la gente para aprovechar su tierra y organizar su economía sobre una base científica y productiva».

Esa es la clave: la capacidad de la gente. Más que de la generosidad de la naturaleza, la disponibilidad de recursos depende de que se gestionen con talento y eficacia, sobre una base científica y productiva, sin absurdos apriorismos ideológicos.

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