THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Las enseñanzas actualísimas de Constant para defendernos de los populismos antiliberales

Como recuerda la biografía de Ángel Rivero sobre Constant, da igual que el poder lo ostenten uno o muchos. No basta con cambiarlo de manos; hay que limitarlo

Las enseñanzas actualísimas de Constant para defendernos de los populismos antiliberales

Tras la crisis de 2008 y el auge de los caudillos antiliberales como Pablo Iglesias, el pensamiento de Constant vuelve a ser relevante. | TO

Cuando redactaba en 1958 su famosa conferencia Dos conceptos de libertad, Isaiah Berlin confesó por carta a un amigo: «Mi inspiración es Benjamin Constant, un escritor muy infravalorado […] mil veces mejor que Mill e incluso que Tocqueville». Lo recuerda Ángel Rivero en su reciente y oportuna biografía y, sin embargo, es obvio que media un abismo entre la consideración que merecen John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville, por un lado, y Constant, por otro. ¿A qué se debe?

Aunque muy popular en vida, Rivero explica que Constant nunca fue «una figura respetada» por sus incesantes escándalos. Apuntó maneras muy temprano. En 1782, con 14 años, ingresó en la universidad bávara de Erlangen, donde «llevó una vida turbulenta y pendenciera» y «se inició en el juego». Escandalizado ante el montante de las pérdidas contraídas, el padre lo sacó de Alemania y lo mandó a Escocia, pensando que así lo alejaba de alguna mala compañía, pero la mala compañía era él. «Viví unos 18 meses en Edimburgo», contaría Constant en sus memorias, «me lo pasé estupendo, trabajando mucho», pero también apostando. «Jugué, perdí, me cargué de deudas a diestro y siniestro y eché a perder mi estancia».

Este vicio no lo abandonaría ya. En su época de diputado, salía del Parlamento para entrar en el casino, y «así siguió hasta su muerte», escribe Rivero. De hecho, no falleció en su casa, «sino en Le Tivoli, unas instalaciones en las que, además de tomar los baños que lo reconfortaban en su enfermedad, podía seguir jugando».

Constant el inconstante

Constant tampoco fue ejemplar en su vida sentimental, «una fatigosa sucesión de aventuras, compromisos y separaciones», caracterizados por el remordimiento y la volubilidad. De acuerdo con un patrón muy romántico, su pasión se exacerbaba cuando el deseo no se veía satisfecho y se desvanecía una vez consumado, para volver a alimentarse tras la separación. «Constant desea lo que no tiene y añora lo que ha rechazado», comenta Rivero.

De todos modos, lo que más ha pesado en el juicio de la posteridad es su oportunismo político. Sus inquebrantables principios liberales y su aversión a las revoluciones no le impidieron apoyar los golpes de Fructidor y Brumario. Durante el Consulado, formó parte del Tribunado. Luego regañó con Napoleón y se sumó con entusiasmo a la restauración de Luis XVIII, pero cuando el Corso se fugó de Elba e inauguró los Cien Días, no dudó en regresar a su lado y dar la espalda al rey.

Finalmente, en 1830, ya gravemente enfermo, Constant respaldó las Tres Jornadas Gloriosas que expulsaron a los borbones y entronizaron a Luis Felipe de Orleans. Esta última deserción no es en sí misma particularmente escandalosa, porque Carlos X se había convertido en un déspota despiadado. Lo censurable fueron los 200.000 francos que le entregó el nuevo monarca a cambio de su lealtad, y con los que pudo saldar sus deudas de juego.

Una poderosa corriente

Constant tuvo, en suma, «una existencia muy intensa», pero bajo la espuma de los naipes y las amantes corre siempre una poderosa corriente, una única obsesión. «Durante 40 años», se justifica en su Miscelánea de literatura y política, «he defendido el mismo principio: libertad en todo, en religión, en filosofía, en literatura, en industria, en política. Por libertad entiendo el triunfo de la individualidad tanto sobre la autoridad que quiere gobernar mediante el despotismo, como sobre las masas que reclaman el derecho de someter a la minoría».

Como señala Berlin, nadie vio mejor que Constant el conflicto suscitado por la Revolución francesa. Los ilustrados creían que al transferir la soberanía al pueblo imperarían la libertad, la igualdad y la fraternidad y se vieron sorprendidos (y en ocasiones devorados) por el Terror jacobino, pero desde un punto de vista estrictamente lógico, nada hay en el concepto de democracia que la comprometa con la libertad. Es más, a menudo ha dejado de protegerla, porque, como decía Constant, da igual que la soberanía la empuñen muchos hombres que uno solo. No basta con cambiarla de manos; hay que limitarla.

La libertad de los modernos…

En esta idea se encierra el germen del actual estado de derecho, que se basa en dos principios: el democrático y el liberal. El primero responde a la pregunta de quién debe gobernar; el segundo, a la de cómo se debe gobernar, y ambos se refuerzan mutuamente.

Constant ilustra esta dialéctica comparando la libertad de los modernos con la de los antiguos. ¿Qué entienden por libertad un inglés, un francés o un estadounidense del siglo XIX?, preguntaba retóricamente a su auditorio del Ateneo de París en 1819. Y respondía: «El derecho a no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. El derecho a dar su opinión, a escoger su industria y ejercerla; a disponer de su propiedad e incluso abusar de ella; a ir y venir, sin requerir permiso y sin dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones. El derecho a reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus intereses, sea para profesar el culto preferido, sea simplemente para colmar sus días y sus horas del modo más conforme a sus inclinaciones».

…la libertad de los antiguos…

Aunque estos derechos nos parecen hoy indiscutibles, nunca fueron reivindicados por los atenienses, los espartanos o los romanos. Los antiguos podían «deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar las leyes, pronunciar sentencias», pero sus «acciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia. […] La facultad de escoger el culto habría parecido un sacrilegio».

Este fue, sin embargo, el modelo que adoptaron los padres de la Revolución francesa. Constant no lo explica en su conferencia, pero muchos de ellos compartían la convicción de que todos los valores positivos eran compatibles. «La naturaleza», decía Condorcet, «une la verdad, la felicidad y la virtud mediante un lazo indisoluble». Si reinaba la virtud, debían hacerlo igualmente la felicidad y la verdad, porque los problemas sociales, como los matemáticos, tenían una y nada más que una solución y cualquier discrepancia de la voz de la razón expresada por la mayoría únicamente era atribuible a la ignorancia o la mala fe.

«La intención de los reformadores de 1789 fue noble y generosa», dice Constant. «Creyeron que todo debía ceder ante la voluntad colectiva». Por desgracia, ahora «sabemos lo que de ello resultó».

…y la síntesis final

Pese a su énfasis en «la independencia individual», Constant nunca pretendió sustituir la libertad de los antiguos por la de los modernos. Instaba a «combinar la una con la otra», algo que hoy sabemos indispensable. Porque el derecho a dar tu opinión, a ir y venir y a reunirte con otros ciudadanos, es decir, la libertad de los modernos solo puede garantizarse mediante la participación democrática. Y la participación, es decir, la libertad de los antiguos, solo es plenamente democrática cuando se respeta el derecho a dar tu opinión, a ir y venir y a reunirte con otros ciudadanos.

«Pareciera que el tiempo de Constant ha quedado muy atrás», escribe Rivero, «pero tras la crisis de 2008 y el auge de los populismos antiliberales y su apología del hombre fuerte, del caudillo que se legitima a través del plebiscito», su pensamiento ha vuelto «a ser relevante», y no exclusivamente por su defensa del principio liberal en el que se basan nuestros regímenes. También por el celo con que se opuso a la colonización de todas las esferas por los gobernantes. «Están», ironizaba, «dispuestos a evitarnos todo tipo de pena, excepto la de obedecer y pagar. Nos preguntan: «¿Cuál es en el fondo la finalidad de vuestros esfuerzos. ¿La felicidad? Dejadnos actuar y os la daremos. No, señores, no dejemos que actúen. Por muy conmovedor que sea ese interés tan tierno, rogamos a la autoridad que permanezca en sus límites. Que se circunscriba a ser justa y ya nos encargaremos nosotros de ser felices».

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