THE OBJECTIVE
José García Domínguez

La entrega de Puigdemont

«El fracaso del diálogo con Madrit se antoja fundamental para los antiguos convergentes, ahora tan irreconocibles»

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La entrega de Puigdemont

Quique García | EFE

«El Alguer es una ciudad tradicionalmente de lengua catalana situada en Cerdeña (Italia), al noroeste de la isla, en la provincia de Sásser, perteneciente a la región de Nurra. Con 43.831 habitantes, representa un 0,03% de la población de los Países Catalanes». Tal que que así se retrata en la edición catalana de la Wikipedia a esa pequeña localidad sarda donde hace unas horas acaba de ser detenido, y ya por tercera vez tras su nada heróica huída de la sede de la Presidencia de la República en la Plaza de San Jaime, el Payés Errante. Y es que el Alguer ocupa su pequeño rincón en el territorio mítico del imaginario romántico nacionalista desde que en tiempos de la Renaixença, allá por 1864, a los organizadores de los Juegos Florales se les ocurrió presentar al público barcelonés un texto escrito en catalán medieval remitido desde aquella antigua ( y olvidada)  posesión mediterránea del Reino de Aragón. Instante germinal a partir del cual la incorporación del Alguer a los Países ya solo podría ser una cuestión de tiempo. 

No debería atribuirse, pues, al mero azar que el final de la escapada de Puigdemont se haya producido en un escenario de tanta trascendencia simbólica para los independentistas. Igual que tampoco debería pasar desapercibido el hecho de que la semana pasada, muy poco antes de aterrizar en Cerdeña, el prófugo más célebre de la Unión Europea volviese a incurrir en un riesgo temerario al desplazarse junto con toda su corte de los milagros a otro marco legendario a ojos de la comunión nacionalista toda: Prats de Molló, el pequeño pueblo de los Pirineos dese donde el coronel Macià organizó su rocambolesco intento de invasión armada de Cataluña a fin de proclamar la independencia. La misma edición pedánea de la Wikipedia, más lacónica que en el caso del Alguer, define del siguiente modo a esa localidad gala sita a escasos kilómetros de la raya de la frontera española: «Capital de la comuna de Prats de Molló y la Presta, en la comarca de Vallespir, de la Cataluña Norte, bajo administración francesa». 

Un malpensado podría tener argumentos para concluir que que el Payés Errante estaba buscando en realidad localizaciones ideales para escenificar ante los medios de comunicación y la comunidad de los fieles el último plano de su personal martirologio por la patria a manos del poder colonial. Porque tampoco parece razonable atribuir también a la casualidad el que Puigdemont haya logrado recuperar el monopolio absoluto e indiscutible del protagonismo dentro del duopolio independentista, condenando a la invisibilidad a Aragonès y Junqueras, justo a seis días escasos de la celebración litúrgica del aniversario del 1 de Octubre, una efeméride ante la que la ANC tiene previsto ocupar las calles de Cataluña durante tres días consecutivos de movilizaciones. Demasiadas casualidades. La cada vez más difícil convivencia entre los apocalípticos de Puigdemont y los integrados de Junqueras dentro del Govern de la Generalitat encuentra su causa última en la muy descarnada competencia que mantienen los dos principales grupos independentistas por repartirse un electorado estanco, los dos millones escasos de catalanes que desean la ruptura con España, que ha devenido intercambiable entre ambos. 

Son dos partidos, pero un único espacio político. De ahí la guerra a muerte cotidiana. Y en medio de la batalla, esa mesa. Porque si de la mesa terminase  saliendo algo de posible venta ante esos dos millones de observadores locales, Puigdemont y sus montaraces irredentos podrían tener sus días políticos contados. Por tanto, el fracaso del diálogo con Madrit se antoja fundamental para los antiguos convergentes, ahora tan irreconocibles. En ese contexto tóxico, la estampa de un mesías Puigdemont preso en una celda mesetaria al tiempo que los líderes de la Esquerra se prodigan en coqueteos y arrumacos con los carceleros de La Moncloa, que no otro sería el relato canónico que se impondría entre las bases nacionalistas, resultaría demoledor para Aragonès. Pero no sólo para Aragonès, pues igual de incómodo se sentiría el Ejecutivo al verse obligado a gestionar políticamente la contradicción de mantener en la calle a Junqueras y preso al otro. Maquiavelo no hubiera obrado de modo distinto. Seguro.

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