THE OBJECTIVE
Esperanza Aguirre

El disparate de la Unión Europea

«No se sorprendan si, con decisiones como prohibir los vehículos de combustión a partir de 2035, el número de euroescépticos aumenta de forma exponencial»

Opinión
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El disparate de la Unión Europea

Pixabay.

El Pleno del Parlamento Europeo, reunido en Estrasburgo el pasado martes, ha aprobado, por 340 votos a favor, 279 en contra y 21 abstenciones, un acuerdo para que a partir de 2035 todos los turismos y furgonetas nuevos que se comercialicen en la UE sean «cero emisiones», lo que significa la prohibición de todos los vehículos de combustión, incluidos los de gasolina, diésel e híbridos. (Por cierto, en el Parlamento Europeo hay 705 diputados, lo que quiere decir que 65 diputados hicieron novillos el día de esta importante votación).

No me cabe la menor duda de que cualquier ciudadano europeo normal, al conocer esta noticia, ha pensado que no puede ser verdad, que se trata de una broma, aunque sea de dudoso gusto.

Pero, si, además de ser un ciudadano normal, tiene cierto interés por la política, se habrá cuestionado quiénes son esos diputados que han aprobado tal cosa y cuándo le han preguntado a él, pobre ciudadano, lo que piensa de un asunto de tanta importancia, trascendencia e influencia en la vida cotidiana de todos.

Efectivamente, los diputados son los que eligieron los ciudadanos europeos, país por país, en las últimas elecciones, en 2019. En listas cerradas y bloqueadas, de manera que es imposible saber exactamente a cuál de ellos hay que pedirle explicaciones por esta decisión que acaban de tomar.

Y efectivamente, ningún partido se presentó a las elecciones anunciando que en su programa llevaba la prohibición de todos los vehículos impulsados por combustión.

Entonces, sigue preguntándose el buen ciudadano europeo, ¿cómo es posible que hayan hecho esto? Contestar a esa ingenua, pero trascendental, pregunta, es el objeto de este artículo.

«La separación entre la clase política y los ciudadanos se convierte en abismal cuando se trata del Parlamento Europeo»

Si todos los analistas de la vida política española y, en general, de la vida política de los países occidentales, señalan una creciente y peligrosa separación entre la clase política y los ciudadanos, entre los representantes y los representados, esta separación hay que reconocer que se convierte en abismal cuando se trata del Parlamento Europeo, y consiguientemente, de todas las instituciones de la UE.

Lo que se cuece en los despachos de Bruselas –y en este caso de Estrasburgo- permanece no sólo lejano, sino incomprensible para el resto de ciudadanos europeos. La UE ha ido creando una inmensa burocracia, en la que se mueven como pez en el agua unos funcionarios, expertos en los tejemanejes internos de sus Instituciones, y que acaban siendo los que mandan en ellas. Funcionarios que han accedido a sus puestos por procedimientos que, en otro ejemplo más de endogamia, son ellos mismos los que controlan. Y que, como vemos constantemente, tienen una independencia relativa, porque en su inmensa mayoría son fieles seguidores de los dogmas de la corrección política.

Junto a esa inmensa y poderosa burocracia se encuentran las naciones de la UE, con unos gobiernos que, como en este caso, aprovechan la impunidad de que gozan las instituciones bruselenses para imponer medidas que nunca se atreverían a plantear en sus países respectivos.

Esto es lo que ha pasado ahora.

Al contemplar esa absoluta falta de respeto a los ciudadanos, se comprende perfectamente bien la postura de los euroescépticos. Más aún, se comprende a los británicos que acabaron por marcharse precisamente por eso, por haber experimentado en carne propia la infinita distancia que hay entre la burocracia de Bruselas y la realidad de su país.

Que la primera idea motriz de la UE está llena de buenas intenciones está fuera de toda duda. Después de dos guerras mundiales horrorosas, que tuvieron su origen en la civilizada Europa, fue muy plausible que una serie de políticos, despavoridos por lo que había ocurrido, se plantearan un «nunca más». De ahí que, empezando por el mismo Churchill, personalidades de la talla de Konrad Adenauer, Jean Monnet, Robert Schuman, Alcide de Gasperi o Paul-Henri Spaak tuvieran la idea de crear una superestructura para evitar que los europeos volvieran a las andadas de unas matanzas brutales.

«Acabamos de ver cómo la UE, sus diputados y sus burócratas, se atreven a invadir la soberanía de las naciones»

Con el antecedente de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), fundada en 1952, crearon en 1957 la Comunidad Económica Europea, conscientes de que el libre comercio y una actividad económica floreciente entre los países unidos en ese mercado común eran la mejor manera de asegurar la paz y la convivencia de todos los ciudadanos de Europa.

Pero, y este pero es la clave de lo que nos está pasando, aquella primera y estupenda idea, que tuvo un enorme éxito desde el primer momento, algunos han querido que no se quedara en una comunidad económica y que se convirtiera en una unión política, que, de hecho, limita la soberanía de las naciones miembros.

Lo que acabamos de ver es una magnífica demostración de cómo la UE, sus diputados y sus burócratas, se atreven a invadir la soberanía de las Naciones y legislan sobre un asunto tan sensible como el de los coches que pueden o no pueden circular por todo el territorio de sus países. Para cumplir con uno de los mandamientos de la siniestra ley no escrita de la corrección política y sin que los auténticos propietarios de la soberanía, que somos los ciudadanos, tengamos oportunidad de opinar y de decidir, porque ya ellos, desde sus distantes despachos, opinan y deciden por nosotros.

Que no se sorprendan si, con decisiones como ésta, el número de los euroescépticos aumenta de forma exponencial y cada vez haya más ciudadanos que, ante las preguntas que se hacen de buena fe acerca del funcionamiento de la UE, empiezan a considerar las ventajas de no pertenecer a ella, tal y como ahora es y funciona.

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