THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

El opio de nuestros progresistas

«En España tuvimos una generación de intelectuales izquierdistas que durante décadas puso en duda los fundamentos de la democracia liberal»

Zibaldone
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El opio de nuestros progresistas

Pablo Blazquez Dominguez | AP

El llamado «progresismo» siempre ha seguido a una religión secular, ya sea el socialismo o el democratismo. Unos convirtieron el paraíso socialista en una parusía a la que sacrificar la libertad de todos. Otros creyeron en la fuerza del número como valor supremo. Todos ellos empujaban en el mismo sentido: la democracia como un medio, no como un método, para lograr la transformación social. Esa generación fue el alma de la izquierda presente en la Transición española, que pensó, como los clásicos de la socialdemocracia, que la urna era un atajo revolucionario. Era aquello que sostuvieron sin ambages Lassalle, Kautsky y Bernstein, esos a los que Lenin tildó de infantiles, renegados y vendidos a la burguesía.

La fórmula de la socialdemocracia para llegar a su programa máximo, a su orden social dictado por la clase trabajadora —el pueblo, decían—, era el sistema de la mayoría. Lo llamaron «voluntad popular», que era un remedo de la voluntad general roussoniana. Esto significaba que la representación de la mayoría, un concepto numérico circunstancial, tenía el poder constituyente, una especie de «dictadura soberana» siguiendo la terminología de Carl Schmitt, para reformarlo todo y afirmar que «a España no la va a conocer ni la madre que la parió». Ya lo decían los comunistas Babeuf y Buonarrotti: cada asamblea tiene la potestad para cambiarlo todo.

El mecanismo es bien sencillo: como el proletariado, o el pueblo, es más numeroso, era cuestión de tiempo que el conteo de votos diera el poder para siempre a sus representantes. Una vez que el «partido» llegara al Gobierno podría colonizar el Estado, cambiar la infraestructura y la superestructura, controlar las mentalidades con la educación y la cultura, y, paso a paso, llegar a una «sociedad más justa». Eso no es fe en la democracia, a no ser que veamos la democracia como otra forma de llegar al socialismo.

En España tuvimos una generación de intelectuales izquierdistas que durante décadas puso en duda los fundamentos de la democracia liberal, que denunció la Transición como un «apaño franquista» y que dio la razón a los grupúsculos nacionalistas que cuestionaban la unidad nacional. Es más, esa generación, con un evidente complejo de superioridad moral, dictaminó que nuestro país había sido históricamente un fracaso, un retrasado y triste Estado a la cola de Europa. Además, tuvimos la desgracia de que esa generación acaparase cargos políticos, institucionales y académicos en detrimento del resto, lo que generó una pleitesía a su persona y obras.

Esa generación interpretaba la historia y la política por las intenciones, no por los hechos. De esta manera, mostraba su simpatía hacia aquellos que en un momento del pasado o del presente arrinconaban o liquidaban a grupos sociales y políticos, quemaban iglesias, instalaban guillotinas o checas, montaban golpes de Estado y revoluciones, por el simple hecho de que su fin era una «sociedad más justa». Difundieron que la legitimidad estaba en la intención, no en la coherencia del fin con las formas, ni siquiera en el respeto a los derechos humanos. Y todo eso lo transmitieron en las aulas y en la prensa a las nuevas generaciones. El daño está ahí.

Es contradictorio, como hizo esa generación, sostener que la democracia es el dictado de la mayoría y, al tiempo, hablar de respeto a los derechos individuales. Son aquellos que se lamentan del resultado de las urnas cuando gana el Brexit[contexto id=»381725″], Bolsonaro, Trump[contexto id=»381723″] o la derecha en Andalucía. Se trata de los que tienen como guía la vieja idea de Engels: el resultado del sufragio universal es una prueba de madurez de la «clase trabajadora», de manera que si gana la izquierda la democracia se ha cumplido, pero si vence la derecha encuentran que la democracia está en peligro.

La democracia no es una cuestión de fe, sino de respeto, porque la democracia es un método, no una religión. El problema es que esa generación de izquierdistas pensó que la democracia daría la victoria segura a su partido, lo que permitiría dictar normas para la transformación social, no para proteger al individuo de la arbitrariedad del Estado, de una mayoría circunstancial o de un tirano, y salvaguardar así la libertad. Cuando esos «progresistas» hablaban de fe en la democracia se referían a su esperanza de que la próxima mayoría fuera suya, y todavía lo dicen.

Esa generación se creyó heredera de la Ilustración. No es así. Son sucesores del despotismo ilustrado, que es muy diferente. Esos izquierdistas identificaron la razón, la propia, con el bien común, muy por encima de la opinión de un pueblo al que consideran ignorante, acostumbrado a vivir en una dictadura. ¿Cómo iba a saber el español del franquismo sociológico lo que era bueno para su vida? Imposible. Además, en un país «menor, fracasado y borreguil» como España, construido sobre la mentira y el latrocinio, no era factible que la gente supiera qué política había que seguir ni cuál era el «bien común».

Siguieron la idea roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza, y, en consecuencia, de que el pueblo lo es también. Así, la voluntad popular es sagrada, al tiempo que sus autoproclamados portavoces constituyen una nueva clerecía portadora de la verdad, la virtud y la moral. De ahí ese complejo de superioridad del «progresismo».

Difundieron un democratismo engañoso, o como diría Hans Kelsen, una «hipótesis religioso-metafísica» sobre las decisiones del pueblo: solamente el pueblo podía dictar la «verdad», y esa «verdad» debía ser enseñada a los españoles por la élite intelectual progresista. Ese grupo se creía con la función social de dictar al pueblo lo que al pueblo convenía, incluso a su pesar. Es más; para convencerlo había que hacer «pedagogía», lo que traducido significa el adoctrinamiento en las escuelas y en los medios, subvencionar a la cultura y conformar las mentes. Esos izquierdistas definieron el «bien común» y por oposición el «mal común», poniendo las bases de una religión secular. De aquellos polvos, estos lodos.

La responsabilidad de esa generación es completa y palmaria en el actual ambiente de confrontación social, de feligresías enfrentadas, y en la ausencia de costumbres públicas democráticas. Alimentaron a la bestia, su dogmatismo e intolerancia, y hoy se llevan las manos a la cabeza. No alentaron lo que Schumpeter llamó «autodisciplina democrática», el respeto a la victoria del adversario, y fomentaron discursos y formas de protesta para deslegitimar a los gobiernos de la derecha.

Esa generación funcionó con la categoría del «resentimiento» hacia la dictadura de Franco, que muchos de ellos pasaron sin problemas, y hacia todo lo que en su mente significaba. Ayudaron a crear una «democracia morbosa», en expresión de Ortega, en la que el Estado traspasaba las fronteras del derecho público para inmiscuirse en la vida privada. Por obra y gracia de la ingeniería social trataron de uniformizar, de convertir en iguales a los desiguales, a los ciudadanos en plebeyos.

Leer hoy los lamentos de esa generación resulta chocante. A la vejez, viruelas. Ni una palabra de arrepentimiento. Todo lo contrario. Una vez más señalan que el problema lo ha generado el pueblo, los políticos o los medios, que no han entendido «lo razonable» y se dejan llevar por los sentimientos. No asumen que como intelectuales con proyección en la vida universitaria y periodística, incluso en la política, les cabe una responsabilidad grande en este desaguisado. Va más allá de lo que escribió Raymond Aron. No es que se alimentaran del «opio», del dogma mesiánico y totalizador, es que lo difundían.

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