THE OBJECTIVE
Lo indefendible

A favor de la Tagliatella y en contra de la izquierda snob

«Estoy con los que hacen lo que pueden en esta vida y son dueños del verdadero secreto del ‘bon vivant’, que no consiste en acceder al local más cool de Malasaña»

A favor de la Tagliatella y en contra de la izquierda snob

Un restaurante de La Tagliatella.

Se ha montado un buen lío en las redes porque un conocido comentarista gastronómico hizo una crítica en contra del restaurante italiano low-cost La Tagliatella. El dolor proviene de que, al parecer, mucha gente celebra San Valentín en este restaurante entre globos rojos, camareros con un corazón pintado en el moflete y toneladas de confeti dorado esparcido por el suelo de los locales que esa noche se ponen de bote en bote pese a su pobre oferta gastronómica. Esta actitud despierta el recelo no solo de ese comentarista, sino de una izquierda pija, snob y desconectada de lo popular. Qué mayor infierno existe -se preguntan-, que San Valentín en este restaurante, ahí empeñados en la comida precongelada, la pizza que no es pizza, la sentimentalidad normativa, el yugo del amor romántico, el heteropatriarcado y la alienación a la que se expone aquel susceptible de formar una pareja. 

En realidad, el crítico denuncia lo incomprensible que resulta que la gente -naturalmente desprovista de criterio y por lo general hortera-, acude en masa a un local barato donde la carbonara no es carbonara. Que un crítico gastronómico diga que la comida es mala no debería ofender a nadie porque ese es justamente su trabajo. Habrá que ver por qué ha dolido tanto.

Ah, la Tagliatella. Fui una vez con los niños y unos amigos, y con que no nos echaran de allí por el ruido que metíamos y las veces que se derramaron los refrescos, tuvimos suficiente. Esta cosa de San Valentín me coge ya mayor e inmerso en un matrimonio en el que no tenemos tiempo para estas florituras y tampoco las necesitamos, o sí, quién sabe. Recuerdo que en nuestra pedida de mano tal día como mañana hace ya unos cuantos años, en la cena que celebramos en Cádiz los dos solos le regalé un anillo con una esmeralda de plástico que compré en la tienda de disfraces de El Millonario y después de la cena, en lugar de escuchar el sonido de nuestros corazones, nos cambiamos en el portal de casa y nos fuimos a escuchar chirigotas ilegales al barrio de La Viña en la trasera de la trasera de una calle en la que la gente hacía pipí. 

En todo caso, a mí me parece muy bien que un paisano se lleve a la mujer que le gusta -o al revés- a cenar a un italiano cutrón y mainstream, y que por un momento sueñe con la posibilidad siempre esquiva y descabellada del amor duradero, o acaso con no levantarse al día siguiente solo en la inmensidad de su cama, que es la inmensidad del mundo. Y que se permita todo eso por una cuenta de cuarenta pavos para los dos sin tener que reservar mesa en aquel restaurante en la carretera de Imperia en cuya puerta los niños te vendían hongos recién cogidos en el bosque y te recibía, alegre y sonrosado, el dueño del que ahora mismo no recuerdo el nombre. 

Digo que a mí todo eso me parece fantástico -como si me tuviera que parecer algo- y estoy a favor de la gente que por cinco euros se toma unas tapas en una cadena de locales de pinchos baratos, de los que aprovechan las ofertas del hipermercado y comen naranjas de otra parte del mundo porque es lo que hay y es lo que se pueden pagar. Me acuerdo de cuando Mónica García acusó a la presidenta de la Comunidad de Madrid de querer convertir a la capital en «Los Cien Montaditos de Europa» y yo me preguntaba qué problema había con Los Cien Montaditos.

Si me dan a elegir, estoy con los que en general hacen lo que pueden en esta vida y son dueños del verdadero secreto del bon vivant que no consiste en acceder al local más cool de Malasaña, sino en celebrar un pacto con la felicidad por el que esa pizza es la mejor pizza que han comido nunca y su novia, la mujer más bella del mundo siendo la pizza congelada y habiendo tantas mujeres en el mundo. Y tienen derecho a hacerlo sin que les venga la izquierda a ridiculizaren nombre del pueblo justamente lo que el pueblo hace: sus costumbres, sus canciones, las series que ve, sus fiestas populares que consideran horrendamente grotescas y, en general, esto que han venido a denominar la España de Pandereta en la etiquetas más cateta, clasista y torpe al mismo tiempo de todas los que se hayan visto.

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