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A machetazos con 16 años: el final de un fracaso social en los centros de acogida

El número de jóvenes que ingresan en estas agrupaciones preocupa a las autoridades, que ya cuentan con planes específicos

A machetazos con 16 años: el final de un fracaso social en los centros de acogida

Un agente de la Guardia Civil cachea a un joven en un control para prevenir la violencia entre bandas juveniles. | Alejandro Martínez Vélez (Europa Press)

Santiago socorrió el pasado lunes en su tienda de arreglos del sur de Madrid a su hijo Alexander, de 16 años, a quien le acababan de asestar dos machetazos, uno de ellos en la cabeza. El menor fue captado por una banda juvenil en un centro de acogida de la capital y su historia es la de un fracaso social que ha podido costarle la vida.

Son las seis de la tarde y en la plaza Rutilio Gaci, en el humilde barrio de Legazpi, hay muchos niños con sus padres jugando en un parque infantil. A pocos metros, dos patrullas de la Policía Nacional vigilan la zona, un punto de reunión de pandilleros donde hace menos de 48 horas tres encapuchados estuvieron a punto de matar a Alexander.

Su padre, dominicano de 66 años que lleva media vida en España, atiende a Efe en una pequeña tienda de arreglos textiles de la misma plaza mientras saca adelante los encargos de ese día. «De repente me tocó a la puerta y me dijo que llamase a la ambulancia porque estaba herido. Se sentó en el sillón -donde aún quedan restos de sangre- y le taponé la herida de la cabeza», relata.

Alexander, a quien la Policía relaciona con los Trinitarios, fue asaltado cuando estaba sentado junto a su novia en un banco en lo que pudo ser un ajuste de cuentas o una «caída» –ataques por sorpresa que premeditan las bandas– de sus principales oponentes en la capital, los Dominican Don’t Play (DDP). Aún no hay detenidos, según fuentes policiales.

El menor, tras ser operado en el hospital 12 de Octubre con una fractura de cráneo y cortes profundos en las manos, ya se encuentra recuperándose en el centro de acogida de Casa de Campo donde ingresó «con 11 o 12 años», recuerda Santiago.

Nacido en España, Alexander fue enviado cuando era un niño a República Dominicana, país de origen de sus progenitores, pero cuando decidieron que volviera a España ni su padre, en Madrid, ni su madre, en Italia, se hicieron cargo de él.

Santiago afirma que su hijo, el menor de los nueve que tiene, se mueve en el entorno de las bandas y asegura que comenzó a coquetear con ellas dentro del centro de acogida, en el que tiene total libertad para entrar y salir. «Ha sido peor el remedio que la enfermedad», lamenta.

«No puedo hacer nada»

El de Alexander es un caso paradigmático de un chico nacido en el seno de una familia desestructurada y al que los servicios sociales no han podido conducir hacia su integración en la sociedad, hasta que otros jóvenes con carencias similares lo engatusaron prometiéndole protección como parte de una banda.

Su padre duda de esa seguridad ya que ha sido él quien lo ha socorrido en varias ocasiones, la última el pasado lunes. Aunque le da «mucha pena», cree que ya no puede hacer «nada» por Alexander, ya que en los últimos tiempos le ha advertido «de mil maneras» de la peligrosidad del camino que ha tomado, pero no ha atendido a sus consejos.

Después del último ataque, Santiago no ha querido «negar la realidad» y ha admitido ante familiares, policías y periodistas que su hijo fue agredido por pertenecer a una banda, lo cual ha provocado que le caiga un «marrón».

Tras dar la cara en varias televisiones, algunos de los pandilleros que suelen acompañar a su hijo por la zona han irrumpido en su tienda con «amenazas» y le han recriminado que ahora hay más presencia policial en la zona y que ellos están «calientes». «Me ha traído un problema aquí», sentencia.

Una bomba de tiempo

No es la primera vez que Santiago ha tenido que dar la cara por su hijo. Una madrugada de hace escasos meses, los agentes de la Comisaría de Carabanchel lo despertaron con una llamada para solicitarle que acudiese a dependencias policiales para recoger a Alexander.

Su padre creía que, como otras veces, había sido detenido, pero nada más lejos de la realidad. «Se lo habían llevado porque estaba deambulando solo por la calle y temieron que pudiesen ir a por él. Le dije a mi hijo que le habían salvado la vida».

También suele recibir llamadas del instituto, al que el menor ha dejado de asistir. Santiago cree que desde que está en la banda se ha activado su propia «bomba del tiempo» y en cualquier momento, como le demostró el último «susto», puede explotar.

Como padre asume su «responsabilidad» en la deriva que ha tomado el menor, pero recalca que los servicios sociales y el propio Alexander «tienen que poner de su parte».

«Por ese camino hay tres finales: la cárcel, el hospital y el cementerio. También se puede ser un hombre útil para la sociedad, pero la vida no regala nada, aunque dentro de la banda le hagan pensar que sí», concluye.

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