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1923: la primavera en la que Hemingway descubrió los toros

El escritor estadounidense descubrió el arte de la tauromaquia en un viaje por el centro-sur de España antes de regresar en verano para los Sanfermines

1923: la primavera en la que Hemingway descubrió los toros

Hemingway, Rafael Pedrosa y la cuadrilla de Ordoñez en Los Vadillos (30 de junio de 1959). | Europa Press

En la primavera de 1923, Ernest Hemingway partió a España con idea de conocer un país, pero en su lugar encontró una vocación. «Era primavera en París y todo lucía demasiado hermoso», escribió. Henry Miller decía que, cuando llegaba la primavera a la capital del Sena, hasta el más humilde de los mortales se sentía en el paraíso. Demasiado bonito para un culo inquieto como el de Hemingway. De modo que tomó el tren a España en busca de algo más oscuro: «Así, pues, fui a España para ver los toros y para tratar de escribir sobre ellos por mi cuenta».

La imagen canónica que nos ha llegado del Hemingway amante de España y de su fiesta nacional pasa por una epifanía completa y súbita en el verano de aquel año de 1923, cuando Ernest llegó a Pamplona y conoció los Sanfermines. La realidad es que, antes de aquella visita sin duda reveladora, Hemingway ya había viajado por España y había frecuentado las corridas de toros. Eso fue justo hace 100 años. Un chupinazo previo al gran chupinazo en su vocación por el país y sus símbolos. 

El autor de El viejo y el mar, por entonces un soldado licenciado y periodista con aspiraciones literarias, ya había catado España por dos veces antes de 1923. En el año 19 hizo una pequeña escala en Algeciras, de regreso a Estados Unidos tras servir en Italia. En el 21, rumbo a El Havre, su trasatlántico paró en Vigo, una ciudad «que parece de cartón» y un entorno que asemeja Terranova. En Galicia, Hemingway columbró algo de su futura vocación española: «¡Jo, qué sitio! Vigo, España. Este es el lugar donde un macho puede vivir», escribió a un amigo.

Ernest Hemingway posa con un búfalo africano durante un safari en África, 1953-1954. | Wikimedia Commons

No tardó en volver. En París, donde residía junto a su primera esposa, Hadley Richardson, trabó amistad con artistas españoles como Picasso y, especialmente, Luis Quintanilla. Sin embargo, es la norteamericana Gertrude Stein, la madrina de la Generación Perdida, la que le dio el último empujón. Poco se ha hablado de las dotes de prescriptora de Stein en este sentido: ella, viajera incansable, encaminó a Robert Graves a Mallorca, a Paul Bowles a Tánger y a Hemingway a España.

«La visita a España esa primavera se formaliza en Rapallo, en un viaje que hace para ver a Ezra Pound, que vive allí y donde traba amistad con Robert McAlmon, editor de Contact y con quien se pone de acuerdo para editar su primer libro, Tres relatos y diez poemas», explica a THE OBJECTIVE Antonio Civantos, autor de Desmontando a Hemingway, de reciente publicación en Los libros del Mississippi.  

En su célebre artículo «Bullfighting is Not a Sport – It is a Tragedy» publicado en The Toronto Star Weekly el 20 de octubre de 1923, Hemingway recuerda que «Strater (Henry ‘Mike’ Strater) nos dibujó un buen mapa de España en el reverso de una carta del restaurante Strix. En la misma carta escribió el nombre de un restaurante de Madrid donde la especialidad es el cochinillo asado (Casa Botín), el nombre de la pensión de la vía San Jerónimo donde viven los toreros (Pensión Aguilar), y dibujó un plano donde se encuentran colgados los Grecos en el Prado».

Así pues, en mayo de 1923 ya tenemos al joven Ernest y a su futuro editor, Robert McAlmon en España. De Madrid bajan al sur: Ronda, Málaga, Granada y Sevilla. En la capital asisten a una corrida en la desaparecida plaza de la carretera de Aragón en la que torean Gitanillo de Ricla, Villalta y Chicuelo. Es la Feria de San Isidro. Ricardo Marín Ruiz, de la Universidad de Castilla-La Mancha señala a este diario que «el interés por los toros se lo inculca Gertrude Stein, que había estado en Pamplona con Alice Toklas, su pareja». Es aquí, añade, en mayo de 1923, cuando Ernest «se enamora de los toros». Sin embargo, no fue en Madrid sino en Sevilla, señala. Antonio Civantos no cree que fuera así y recuerda que «no está claro que estuviera en Sevilla» y que Hemingway «nunca la nombra». Su última biógrafa Mary V. Dearborn, señala Marín, sí lo sitúa en Sevilla en esas fechas. 

Ernest Hemingway y Robert McAlmon (izquierda) en Ronda, en una corrida. 1923. | Wikimedia Commons

No queda claro dónde y en qué medida se enamoró de los toros, pero sí que los conoció y los estimó antes de viajar con posterioridad a San Fermín. Edorta Jiménez en San Fermingway (Txalaparta) señala: «Digan lo que digan los fermingwayistas, aquel mismo año de 1923 Ernest Hemingway ya había visto corridas de toros en Madrid, Sevilla y Granada. Es más, la afición a los toros le venía de antes de haberlos siquiera visto en directo. En la Little Review había publicado una escena describiendo cómo un matador es corneado por el toro. Tenía, pues, predisposición por el tema, como lo demuestra, además, el hecho de que en Francia ya se había animado a suscribirse a alguna publicación taurina, en concreto al semanario El Toril, editado en Toulouse». 

Para José Luis Castillo-Puche es ante todo en Pamplona donde asiste con «ardiente emoción la a lucha del hombre con el toro, la sangre y la muerte pisando los talones de los mozos que corrían delante de las bestias astadas». La epifanía sería en Pamplona. Edward F. Stanton, en cambio, revaloriza el shock que supuso su primera estancia larga en España en la primavera del 23: «El choque que Hemingway experimentó en aquella primavera española de 1923 fue casi tan violento como el que había sufrido cinco años antes en el norte de Italia. Un día por la mañana estaba en París con su aire civilizado, y por la tarde del día siguiente ocupaba una barrera en la plaza de toros de Madrid. Ahí estaba ante sus ojos, a pleno sol, un extraño ritual de vida y muerte, más antiguo que ningún otro en Europa con la posible excepción de la liturgia católica». Y eso, a pesar de que hay testimonios de que a Hemingway no le gustó en especial el país. 

Con todo, como se suele decir, el daño ya estaba hecho. España se le había colado en las vísceras. Y aquello no haría sino empeorar hasta el punto de que se llegó a considerar «un escritor español que vive en América». En julio de 1923 vuelve a España y se dirige a Pamplona. El enamoramiento se consuma en verano. Según Ricardo Marín, «de España le enganchan dos cosas: una, que encuentra en la tauromaquia un tema con numerosas posibilidades literarias; otra, más profunda y existencial: Hemingway fue un escritor obsesionado con la muerte toda su vida y en España descubre una visión de la muerte que nada tenía que ver con la cultura anglosajona. Allí la muerte se trataba como un tabú, mientras que en España se ve como una prolongación de la vida. Esa relación tan estrecha entre vida y muerte es lo que le atrae de la corrida, que es una escenificación de esa delgada línea, con un público que lo acepta con total naturalidad». 

Ernest Hemingway con un toro, cerca de Pamplona. Hacia el verano de 1927. | Wikimedia Commons

En octubre del 23, tras sus dos intensas visitas a nuestro país, Hemingway escribe el conocido reportaje en The Toronto Star en el que detalla que la corrida de Madrid fue la primera que vio, «pero no la mejor. La mejor fue en el pequeño pueblo de Pamplona, ​​en lo alto de las colinas de Navarra, y llegó semanas después». En total vio 16 corridas ese año y, como señala desde el mismo título, rápidamente advierte que no está ante un deporte sino ante una tragedia. Posteriormente rememoró aquel chispazo: «Creí que encontraría un espectáculo simple, bárbaro, cruel y que no me gustaría; pero esperaba también encontrar en él una acción definida, capaz de darme ese sentimiento de la vida y de la muerte que yo buscaba con tanto ahínco». El escritor dedicó a partir de entonces numerosos libros al asunto, desde Fiesta (1926) a Muerte en la tarde (1932) o El verano peligroso (1985). Su pasión por los toros y por los encierros es bien conocida y será glosada ampliamente este verano, coincidiendo con el centenario de sus primeros Sanfermines. Pero ya antes, en mayo de 1923, Ernest conoció los toros, conoció España y supo que por ahí iban los tiros en su vida: cerca de la arena, en esa frontera porosa entre la vida y la muerte, en un país capaz de sublimar el peligro. 

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