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Arte

Gala, la eterna intrusa

Gala Dalí, una mujer compleja que no siempre encajó en el mundo en el que le tocó vivir; una mujer que rompió esquemas para encontrar un lugar propio.

Gala, la eterna intrusa

Monika Zgustova publica La intrusa (Galaxia Gutenberg), un relato biográfico sobre Gala Dalí, una mujer compleja que no siempre encajó en el mundo en el que le tocó vivir; una mujer que rompió esquemas para encontrar un lugar propio. Este mes, se inaugura una gran exposición dedicada a Gala en el Museo Nacional d’Art de Catalunya.

 

El 20 de noviembre de 1929, todo se vino abajo. En la parisina galería de los Goemans, donde estaba todo preparado, Salvador Dalí no apareció para inaugurar su exposición. Había regresado a Cadaqués y con él también se había ido Gala, dejando en la capital a su hija Cécile y a su marido Paul Éluard. Fue una sorpresa a medias: durante aquel verano en Cadaqués, junto a Luis Buñuel y a Éluard, Dalí se había enamorado de Gala: “Estaba destinada a ser mi Gradiva”, escribiría el pintor tiempo después en su autobiografía Vida secreta de Salvador Dalí, “la que avanza, mi victoria, mi esposa”. Y no se equivocaba Dalí; de poco sirvieron las cartas que Paul le escribió a lo largo del mes de septiembre a Gala, una mujer “nada sentimental”, que, sin embargo, tras su primer beso entre los acantilados, no dudó en declararse al pintor ampurdanés: “Niñito, tú y yo no nos separaremos nunca”.

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Salvador Dali, Gala, Paul Eluard, Nusch en Port Lligat, 1931. | Foto vía Fundació Gala-Salvador Dalí, Figueres ©

Con la excusa de que la pequeña Cécile no podía regresar a Francia al estar enferma, Gala decidió alargar su estancia en Cadaqués, mientras que Éluard regresaba a París. A lo largo de aquellos meses de separación, mientras la relación entre los dos amantes se afianzaba en la costa catalana, el poeta no dejó ni un momento de escribirle a su mujer y su amor por Gala parecía, una vez más, perdonarlo todo: “Vuelve, si quieres, hacia, el 22 o el 23. Me habría gustado no tener que ir a vivir al hotel, pero no tendremos más remedio. Ayer por la noche me masturbé magníficamente pensando en ti, imaginándote enamorada y desatada, como me has enseñado a verte. Te adoro y te deseo terriblemente”.

Gala regresará a París ese otoño de 1929, pasará unos días con su marido y su hija en un apartamento de Montparnasse, pero volverá a marcharse, acompañando a un Salvador Dalí “sumamente tímido” al que “la menor atención hacia él le hacía ruborizarse hasta las orejas”. Como cuenta Monika Zgustova en La intrusa, pocos días antes de la exposición, en París, Dalí no solo confesará a Gala su terrible timidez, sino también su incapacidad de “cruzar la calle solo”, pues “temía perderse, cualquier tensión le podía causar una crisis nerviosa”. Gala no solo lo entendió, sino que muy pronto comprendería “qué debía hacer para ayudar a su ‘pequeño’”.

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Dalí y Gala en Cadaqués. | Foto vía Fundació Gala-Salvador Dalí, Figueres ©

En poco tiempo, Gala y Salvador se convirtieron en los Dalí: en París los conocían así, como si fueran un binomio inseparable y, en gran medida, lo eran. Nada tenía que ver la vida de Gala junto al artista catalán con la que había tenido con Éluard, a quien había conocido en 1912 en el sanatorio de Clavadel; allí se habían enamorado y allí se habían prometido en matrimonio, que llegaría tiempo después en París, en 1917, en uno de los permisos de Paul, que estaba destinado como soldado en el sur de Francia: “Gala tenía veintidós años, Paul veintiuno. Se casaron primero en el ayuntamiento del barrio, luego en la iglesia parroquial de Paul, cuyos fundamentos databan del siglo V. Gala llevaba un vestido verde (…) con el cuello y los puños adornados con un encaje blanco que iluminaba la tez morena de la novia”.

En el París de los años 20, mientras Éluard se abría las puertas como poeta, Gala sobrellevaba el peso de una maternidad no deseada –“En una foto se la ve con el bebé en el regazo y en su cara se lee claramente que le gustaría estar en la otra orilla de la vida, en cualquier sitio menos allí, con su hija recién nacida sobre las rodillas”, escribe Zgustova-, encontrando refugio solamente en los libros y en los largos paseos por París: “Gala dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a la lectura, tanto que llegó a ser una mujer leída y culta y eso la convirtió en una crítica excelente y aguda de todo lo que había leído”, comenta Zgustova, para quien, gracias a aquellas lecturas, Gala se convirtió en la mejor lectora de Paul, a quien ayudaba “a la hora de elaborar la versión final de sus poemas. Mientras Éluard, si bien trabajaba en el despacho de su padre para ganar algo de dinero, comenzaba a labrarse un camino dentro de la poesía y se relacionaba con el grupo de poetas de la revista Littérature, con André Breton, Philippe Soupalt y Louis Aragon, en aquellos mismos cenáculos literarios, Gala era considerada una intrusa, pues, como escribe Monika Zgustova, “no sabía cómo ganarse a esos jóvenes intelectuales parisinos”, que “toleraban su presencia entre ellos por respeto a Paul. Pero no despertaba entusiasmo”.

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Portada del libro de Monika Zgustova vía Galaxia Gutemberg.

Gala parecía estar condenada a ser una intrusa y, en parte, lo fue siempre, porque nunca acabó de encontrar su lugar, ante todo, por una insatisfacción constante a la que hacía frente rompiendo los moldes en un tiempo en el que no encajaba. Su historia de amor con Max Ernst fue para ella algo fresco, «sí, aquella sensación de frescura me penetraba por entero, el aire, el olor, la mano de mi compañero y las palabras liberadas de las contradicciones, de las complicaciones, de los deseos aún ocultos, pero ya nacientes…”. Sin embargo, aquella frescura pronto desapareció; ¿cómo amar a dos hombres a la vez? Esta era la pregunta que atormentaba a Gala, que no podía dejar de amar ni a Max ni a Paul, que se aferraba a la posibilidad de recuperarla, de poder tenerla una vez más solo para él.

“Incapaz de decidirse por uno de los hombres, se mostraba desasosegada, irritable, agresiva e iracunda y empezó a montar escenas de histeria”, comenta Zgustova. Gala dejaría a Ernst y volvería con Paul, aunque por poco tiempo, su encuentro con Dalí no tardaría en llegar. A pesar de esto, el poeta nunca dejó de amarla: era un amor desesperado, un amor que sabe de su imposibilidad, pero que se niega a asumirla. Paul Éluard, que no dejó de escribirle hasta 1948, apenas cuatro años antes de morir. “Querida Galochka, como me gustaría volverte a ver”, así concluía su carta del 21 de febrero de 1948, palabras, aquellas, que el poeta no dejó de dedicarle nunca, tampoco durante los años que compartió con Nusch: “Nada cambiará en mi vida, salvo que, si quisiera abandonar a Nusch, sentiría menos escrúpulos estando casado, porque entonces su situación material se solventaría más fácilmente. Pero cada noche sueño contigo”.

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La eterna intrusa. | Foto vía Fundació Gala-Salvador Dalí, Figueres ©

Si bien la correspondencia duró años, Gala y Éluard no volvieron a estar juntos; él se deshizo de gran parte de las cartas que ella le enviaba. Gala, sin embargo, no sólo las conservó, sino que no dejó de exigirle a Paul un amor que él nunca dejó de mostrarle: “Gala mía, a decir verdad, no me parece oportuno en este momento que me reproches que no te amo y no me ocupo de ti (…) Mi niña pequeña, mi única, créeme que te adoro. Te siempre esa seguridad (…) Te amaré siempre, ten la seguridad. Te cubro de besos”, le escribía Éluard a Gala el 2 de febrero de 1931. Por entonces, ella estaba en Cadaqués junto a Dalí, con quien, tiempo después, pasaría largas temporadas en París, ciudad en la que, una vez más, Gala no parecía encontrar su sitio; en la ciudad anhelada en sus años de juventud, Gala parecía ser, una vez más, una intrusa: no se relacionaba con los exiliados rusos en un aparente intento de dejar atrás un pasado y un lugar, Rusia, al que no quería volver, pero tampoco encontraba consuelo entre el grupo de surrealistas amigos de Éluard, todos “ellos seducidos por el comunismo y por el régimen soviético”, del que ella siempre desconfió. “Gala observaba el dominio de Stalin: una cultura monolítica, contraria al espíritu cosmopolita que ella había conocido antes de la revolución y que la habían inculcado sus padres”. Ni tan siquiera consiguió mantener su amistad de infancia con Marina Tsvetáieva, que, al contrario que su hermana Asia, aseguraba que nunca volvería a la Unión Soviética. “Gala se dio cuenta de que las hermanas percibían la diferencia de condiciones de vida que las separaban de ella y se sintió desconcertada. Nunca después buscó un nuevo encuentro con Marina”, si bien viviera en París. Algo que se había quebrado en su relación y, una vez más, Gala se sentía extraña, ajena, frente a aquellas amigas de las que, pronto, dejó de tener noticias.

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Dali y Gala llegando a Nueva York en el S.S. America, el 21 de diciembre de 1949. | Foto: AP Photo | Rooney | Fundació Gala-Salvador Dalí, Figueres ©

Durante la Segunda Guerra Mundial, viajaría hasta Nueva York junto a Dalí, dejando en París a su hija, ya adulta, y a Éluard: “Sed buenos y fuertes. Si tú me faltaras, se vendría abajo mi formación. ¿Y sobreviviría mi esperanza?”, le escribiría a Paul en una de las pocas cartas que el poeta francés conservó. “Todo lo que es ligereza, frescor, liberación de la responsabilidad, quedaba muy lejos de mi alcance y me resultaba apenas imaginable. Yo sentía como si un muro me separase de todo aquello y sentía un gran malestar ante la mera idea de que pudieran rodearme, acercárseme. Permanecía hundida en el fondo de mí misma y sin darle a nadie la menor señal de vida…”, escribiría Gala durante su estancia en Estados Unidos y en sus palabras resuenan aquellas que había escrito durante los primeros años de matrimonio con Éluard, cuando caía en melancolía “entre las cuatro paredes de su casa”, sintiéndose “atrapada por su condición de ama de casa”.

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Salvador Dalí. Gala Placidia. Galatea de las esferas, 1952. | Fundació Gala-Salvador Dalí, Figueres © vía Museu Nacional D’Art de Catalunya.

La llegada de la vejez no fue fácil para Gala. En 1952 Paul Éluard había fallecido. Ella le sobreviviría 30, a lo largo de los cuales “en los momentos difíciles, releer sus cartas le daba fuerza”, aunque siempre acababa “cansada de ese pasado” y, en parte, del presente. No aceptaba el paso del tiempo, la juventud perdida y “luchaba contra la edad con uñas y dientes: se había hecho varias operaciones plásticas y llevaba una peluca con el peinado que la caracterizaba”; desde el castillo de Púbol, que le había regalado Dalí, Gala vivía sus últimos años alejada de su “niñito”, un alejamiento que, sin embargo, no era del todo nuevo. Gala necesitaba libertad y la buscaba: si, años atrás, había creído encontrarla en los brazos de Ernst, ahora, ya mayor, la buscaba en los brazos de jóvenes gracias a los cuales volvía a sentirse amada, volvía a sentir ese frescor que, de joven, había sentido por el artista alemán.

Gala se enamoró de William Rothlein, un joven norteamericano de 22 con el cual viajó por Italia y por el sur de Francia, un viaje a lo largo del cual Dalí, como en su día había hecho Éluard, no dejó de escribirle cartas, pidiéndole que regresara: “Te necesito, mi pequeña Oliveta. No sabes cuánto. Por favor vuelve pronto, Galuchka querida mía”. Todavía pasarían unas semanas antes de que Gala diera por acabada la relación y pidiera al “matrimonio Reynolds-Morse que llevaran al joven al aeropuerto y lo pudieran en un avión con destino de nueva York”. Después de Rothlein, apareció Michel Pastore y, por último, Jeff Fenholt, un joven actor protagonista de Jesucristo Superstar del que se enamoró cuando ella estaba a punto de cumplir los ochenta años. En una de las últimas cartas, el 10 de junio de 1982, una anciana Gala le expresa al joven actor el deseo de que él la acompañe en esos días, de que la visite en el Castillo de Púbol, que se había convertido en su refugio, en el lugar en el que se encontraba con sus amantes, pero también donde pasaba sus días leyendo, escribiendo sus memorias y escuchando música. Dalí solo acudía si antes recibía una invitación de Gala y así fue hasta que murió, el 10 de junio de 1982. El castillo de Púbol fue su último refugio, fue esa habitación propia que siempre había anhelado, aunque la insatisfacción y la melancolía nunca la abandonaron.

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