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Jordi Corominas y el elogio del caminar

Jordi Corominas y el elogio del caminar

El último libro de la vieja Europa (Sílex) es el título del nuevo libro del escritor y periodista barcelonés Jordi Corominas. Se trata de un libro de paseos por París y Florencia, de un libro que rescata el espíritu del grand tour del XIX para convertirse en un elogio del caminar libre, ocioso, sin límites ni fronteras. Corominas camina y al caminar escribe un relato que, partiendo de la experiencia autobiográfica, evoca rescatándolos a los referentes culturales que constituyen el origen de una Europa sin fronteras, a la que el autor dedica su libro.

¿Cuál es esta vieja Europa a la que se refiere el título?

En un principio no tenía ningún título para el libro, la idea de El último libro de la vieja Europa surgió cuándo me di cuenta de cómo había cambiado Europa después de realizar el viaje. Yo viajé a París y a Florencia a finales del 2014 y en enero del 2015 hubo el atentado a Charlie Hebdo y, a partir de ahí, se sucedieron una serie de atentados terroristas que todos conocemos. Los atentados del Charlie Hebdo, del Bataclán y de Niza han cambiado nuestras ideas sobre la libertad de viajar y de recorrer el continente; ya no viajamos como antes: se incrementó la seguridad y, consecuentemente, el turismo mutó. Cuando yo realizaba mi viaje, no sabía que, en poco tiempo, iban a cambiar tantas cosas que iban a hacer posible hablar de una vieja Europa, que quedaba atrás.

En esa vieja Europa que evocas, recuperas una forma de caminar, de practicar las ciudades, que parece haberse perdido.

Desde hace ya diez años, nuestra manera de caminar ha mutado mucho, por el teléfono, por la masificación del turismo, por nuestras prisas… Barcelona, por ejemplo, es una ciudad en la que, actualmente, se camina peor que nunca, pero la culpa no es solo de las ciudades, sino también de nosotros mismos:  se camina para ir de un sitio a otro, pero no para ver la ciudad. Además, son muchas las personas que caminan pendientes de la pantalla del móvil, ajenas al entorno y al propio acto de caminar.

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Portada de El último libro de la vieja Europa | Imagen: Sílex

Caminamos para ir a un lugar, no por el simple placer de caminar.

Sí, se ha impuesto la lógica clásica de casa-trabajo-trabajo-casa. Con este libro de paseos quiero poner en práctica la idea real del flanear: caminar sin ningún objetivo en concreto. En mi viaje a París y a Florencia intento llevar a cabo de flânerie y, de hecho, viajé a estas dos ciudades con el propósito de caminar en ellas sin prisas, algo muy complicado actualmente, pues nos hemos convertido en una cofradía de seres anónimos que vamos de un lugar a otro sin pausa y sin percatarnos de lo que nos rodea.

¿Es el tiempo y la economía la que no nos permite la ociosidad del caminar o es que hemos cambiando nosotros y nuestra relación con la ciudad?

Yo creo que el motivo principal es que hemos cambiado nosotros. Evidentemente, influye la economía, que ha convertido el ocio en una experiencia intensa, momentánea y rápida. No buscamos un ocio tranquilo, sino que buscamos descargas, experiencias intensas distintas en cada momento. Por el contrario, el caminar lento implica un ejercicio de reflexión, donde es posible detenerse sin tener que avanzar rápidamente. Esta no es la lógica que impera en nuestra sociedad, donde la velocidad que se nos impone nos lleva a actuar sin pensar.

Vuelvo a la pregunta de antes: ¿acaso el flâneur no es un privilegiado?

No y sí en el sentido en que yo soy un privilegiado que puede caminar porque me estructuro horarios para poder hacerlo y lo cierto es que el viaje que relato en el libro fue todo un experimento, pues me obligaba a pasar el día caminando, divagando, por la ciudad, algo que ahora ya no podría hacer, al menos, no tal y como lo hice.

¿Por qué?

Ante todo, porque ahora hay roaming gratuito en toda Europa. Cuando fui a París, recorría la ciudad sin móvil, vivía desconectado de ese anexo que es hoy la tecnología. Caminaba sin tener un mapa que me guiaba ni tampoco pendiente de las notificaciones del móvil. Además, cuando decidí hacer este viaje, mi intención era no hablar con nadie o con casi nadie, lo único que quería hacer era convertirme en un paseante para descubrirme a mí mismo a partir de las ciudades que conozco muy bien y que hacía tiempo que no visitaba.

Una de las ciudades que visitas es la muy turística Florencia. ¿Es verdaderamente posible pasear por la abarrotada Florencia?

Aunque es difícil, se puede pasear por Florencia. Eso sí, es necesario conocerla para sortear la parte turística. Por esto, en el libro cuento como, llegado un determinado momento, tras bastante caminar por el centro, decido cruzar el Ponte Vecchio e ir por la parte de ultra-Arno, porque es una zona más tranquila. Allí me refugio en el Palazzo Pitti o en el cementerio de San Miniato. Hablamos de Florencia, pero no hay que olvidar que París es también una ciudad muy turística.

Seguramente por sus dimensiones, la sensación de libertad en París es mayor.

Sí, al ser una ciudad más grande, puedes no tanto elegir, pero sí encontrar espacios más tranquilos, donde no hay turistas. Piensa, por ejemplo, en la rive nord de Vila-Matas y Gide, nadie va a visitar esa zona de París. Al tener dimensiones más pequeñas, Florencia no tiene la suerte de París de contar con determinados espacios y el turismo se masifica, dejando pocos espacios libres. En Florencia, se aprecia perfectamente, pero también en París y en cualquier ciudad turística, cómo el turismo es un fenómeno que convierte a las personas en ovejas que se dirigen todas en grupos a determinados espacios predeterminados. En este sentido, mi paseo por Florencia tiene algo de subversivo y mi viaje por estas dos ciudades europeas quiere evocar los grandes tours del XIX, quiere recuperar una forma de viajar, sin estar teledirigido, siendo completamente libre.

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Jordi Corominas | Fotografía cedida por el autor

No sólo las dos ciudades te exigen prosas diferentes, sino que mientras en París te enfrentas a los referentes de la flânerie, en Florencia te encuentras ante una ciudad sin tradición de flânerie.

Es cierto, las dos ciudades requieren dos prosas distintas, en gran parte, porque en Florencia camino más libre, mientras que en París la tradición y los referentes se me imponen continuamente. En la parte dedicada a París, la densidad narrativa es muy fuerte porque la propia ciudad te lo requiere, mientras que el relato de Florencia, precisamente por carecer de una tradición de flânerie, es más ligero.  Florencia me descargaba y me permitía caminar sin referentes, que se concentran en París, que es la ciudad a la que siempre recurres a la hora de pensar la figura del paseante. En París está Baudelaire, está Benjamin, está Jean-Paul Fargue… es imposible recorrer la capital francesa sin pensar en ellos. Esto no implica que no se pueda construir la figura de un flâneur en otras ciudades, dotándola además de otras connotaciones: Baudelaire es el flâneur, pero también es el dandi y el detective.

Y en París también está el flâneur barcelonés Vila-Matas

Sí, Vila-Matas está muy presente en París, porque es el único escrito contemporáneo transnacional que nos ha dado a los lectores una imagen de la París moderna. Cuando con 25 años, fui por primera vez a la rive nord lo hice motivado por mi lectura de Vila-Matas, quería ver el Hotel de Suede y recorrer el París de París no se acaba nunca. En 2014, por el contrario, volví a esas mismas calles movido por Gide, aunque volví a encontrarme con Vila-Matas, que indudablemente ha marcado nuestra percepción de París, siendo él un paseante anómalo, que encaja muy bien con la idea de flâneur: lleva su abrigo elegante, es distinguido y, a la vez, pasa completamente desapercibido.

¿Podríamos decir que tu libro es un homenaje a una manera de relacionarse con la ciudad?

Sí, es así y precisamente por esto hago hincapié en el acto de ver, de observar y de apreciar los matices en los pequeños detalles de los que normalmente la gente prescinde. Nuestra mirada de la ciudad es unilateral, nos perdemos todos los detalles que están a nuestro alrededor, en los márgenes; no hacemos ni el más mínimo esfuerzo para mirar hacia arriba mientras caminamos, para dirigir la mirada a nuestro alrededor o para detenernos y ralentizar nuestro caminar. Nuestra nueva manera de relacionarnos con la ciudad conllevará nuevos modelos urbanos y, de hecho, ya se habla de las smart city, un concepto que me horroriza, pero que no está muy lejos. En efecto, si quieres ya puedes recurrir a un dispositivo móvil que te va narrando la ciudad mientras caminas y te marca el recorrido. Habrá gente que estará encantada con estos avances, pero para mí son horribles, porque la ciudad la tienes que descubrir tú, sin artilugios que te guíen.

Nos relacionamos con la ciudad a través de filtros.

De filtros y también de imposiciones que aceptamos. La gente acata los reglamentos de la ciudad y se muestra muy pavorosa ante ella. En cierta manera, diría que la gente se conforma con la ciudad y con sus imposiciones. En este sentido, en un momento en el que todo está muy reglamentado, aunque nos vendan lo contrario, caminar solo con la consciencia de hacerlo y con la voluntad de ir más allá de lo impuesto es una forma de transgresión. Uno tiene que imaginar que el mapa de la ciudad es un mundo de oportunidades y que no tiene que seguir las indicaciones que te señalan una determinada ruta, sino que tienes que crear su propio recorrido. A fin de cuentas, la ciudad es una metáfora de la escritura: cuando empiezas a escribir, tienes un mapa en blanco y le empezarás a dar forma cuando decidas hacia dónde quieres dirigirte. Si te indican hacia dónde tiene que ir tu escritura, entonces tú como escritor habrás fracasado.

Dedicas el libro a Pasqual Maragall, “un europeísta”. ¿Toda una declaración de intenciones?

Sin duda, es toda una declaración. Seguramente, la dedicatoria a Pasqual Maragall es muy difícil de entender para alguien que no sea de Barcelona. Lo que puedo decir es que, con todo lo que ha pasado en Cataluña en los últimos años, he entendido que no me siento ni catalán ni español, pero sí me siento barcelonés. No me puedo identificar ni con esta Cataluña ni con esta España, pero sí que me identifico con la idea de Europa, que no tiene nada que ver con la Unión Europea. Para mí Europa implica y debe implicar, como ya decía Zweig, la libertad de viajar sin pasaporte por un continente muy amplio donde no existen fronteras. Mi formación, además, es europea: me influye tanto Pirandello como Cocteau, como Vila-Matas y Oscar Wilde.

¿No te crees la idea de nación?

El concepto de nacionalismo es execrable y lo único que produce son guerras y resentimientos. En este sentido, es ir muy a contracorriente, sobre todo si eres catalán, tener un deseo y una voluntad de expansión para pensar y de pensarme más allá de las fronteras. Lo que se ha visto en los últimos años en Cataluña es precisamente lo contrario a esta idea de apertura: hemos visto cómo el nacionalismo es endógeno. Con este libro, yo quería abrir todas las puertas para que entrara mucho aire, mientras que el nacionalismo lo que hace es cerrar las ventanas y llenar la casa de polvo.

¿Te has sentido encerrado en una casa con poco aire?

¡A mí siempre me falta aire! Afortunadamente, cuando viajas, el contexto desaparece, porque, en verdad, fuera, a nadie le importa lo que sucede en Cataluña. Dicho esto, por desgracia, el contexto determina un cierto tipo de convivencia, pero depende de uno hacer que la convivencia sea tensa o no. A mí lo único que me ha podido crear tensión es que raramente me callo y puede que, en estos años, no me he callado como otros sí han hecho.

¿Es mejor no decir siempre lo que se piensa?

El decir lo que se piensa es algo que se practica muy poco y, ahora mismo, además, vivimos en una época en la que la mayoría de escritores muestra una absoluta falta de compromiso con su tiempo. El intelectual tiene que comprometerse y tiene que molestar.

El problema es que, si piensas en nombres como Vargas Llosa, no molesta al poder, más bien pertenece al poder.

Vargas Llosa es del siglo XX y nosotros estamos en el XXI. Es mi generación la que debe criticar el siglo XXI para mejorarlo. Sin embargo, no hay voluntad para ello, todo lo contrario, hay deseo de encontrar un asiento. Ahora mismo, parece que es más importante encontrar un asiento que cambiar la sociedad y puede que, en parte, sea lógico, pues los escritores actuales han aceptado que a nivel social son cada vez más irrelevantes. Sin embargo, esta percepción podría cambiarse. ¿Cómo? Implicándose socialmente, ante todo, desde la escritura. Se ha asumido desafortunadamente que el escribir tiene como único objetivo el ocio y se ha vaciado la escritura de contenido político.

Para ti, por tanto, la implicación social no pasa por entrar en política.

No, en absoluto, pasa por asumir que todo es político y, por tanto, que el escribir tiene una dimensión política también. Además, no hay que olvidar que el intelectual tiene que ser libre, no puede estar sujeto a unas siglas, puesto que su finalidad es criticar a los que mandan y a su propio sector. La imagen del caminar es metáfora del comprometerse y del implicarse: caminar no es simplemente ir hacia adelante, ante todo, es renunciar al estatismo.

Rebecca Solnit subraya precisamente el carácter subversivo del caminar.

Caminar es totalmente revolucionario y caminar fuera de la zona de confort es fundamental: aventurarse a sitios que no te pertenecen es mostrar una voluntad de intervención y de coparticipación, no tanto porque tu presencia vaya a cambiar la realidad, sino porque la realidad te va a cambiar a ti.

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