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El duelo que perdió Caracol y convirtió en rey del flamenco a Camarón

Manolo Caracol cuestionó la pureza del cante de Camarón y lo pagó con sus desplantes. Al final las cuentas quedaron saldadas en un duelo en la Venta de Vargas.

El duelo que perdió Caracol y convirtió en rey del flamenco a Camarón

“Que cante el rubillo, que cante el rubillo”. No se podrán contar las veces que Camarón escuchó esto a lo largo de su vida. Siendo él un gitanito rubio en una Andalucía de gitanos artistas y morenos, su voz y su pelo llamaban la atención. El calor de su voz le dio la fama, el color de su pelo el apodo, Camarón. Pero lo que te hace distinto lo mismo te lleva al cielo que te cierra las puertas de él.

Tenía Camarón, entonces conocido como José, doce años. Venía de una familia humilde de muchos hermanos y, aunque en su casa no se pasaba hambre, sí había necesidad. Así que Juan Vargas, el dueño de la Venta de Vargas, quiso presentar al niño a Manolo Caracol que aquel día paraba por la venta. “Que cante el rubillo, que cante el rubillo”, volvieron a decirle a José para que le cantara a un consagrado Caracol. Y el rubillo, poco dado a obedecer, cantó. El talento del niño era indiscutible, pero a Caracol no le vino bien reconocérselo. “No está mal”, dijo. “Pero un gitano rubio no va a llegar a mucho en el cante”.

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La famosa Venta de Vargas en San Fernando, Cádiz. | Foto: Xemenendura vía Wikipedia bajo Licencia Creative Commons.

Durante seis años esas palabras resonaron en la cabeza de Camarón. Era solo un niño, pero su orgullo era grande como el de un adulto. Así que seis años estuvo haciéndole a Caracol que se las tragara una a una. Sílaba a sílaba. Letra a letra. Hasta en tres ocasiones.

La primera se la dio con 16 años. Camarón dejó su San Fernando del alma y se fue a Madrid para ganarse la vida como cantaor. Después de estar un tiempo en una compañía, acabó en Torres Bermejas, el tablao competencia de Los Canasteros de Manolo Caracol. Camarón comenzó a revolucionar el panorama flamenco madrileño y Caracol fue a la Venta de Vargas para que le pidieran al gitanito rubio que se fuera a trabajar con él. Lo que obtuvo Caracol de Camarón fue un no como la catedral de Cádiz. Prefería comerse las astillas del tablao antes que cantar profesionalmente para quien le había despreciado hacía cuatro años.

La segunda vino un poco más tarde, durante la luna de miel de Joselito y Lela, amigos íntimos de Camarón e hijo y nuera de los propietarios de la Venta de Vargas. Aprovechando el viaje de novios, decidieron ir a ver a Camarón a Madrid, a quien una noche se lo llevaron a Los Canasteros. Caracol entendió, muy mal entendido, que aquella era una visita en son de paz, así que anunció la presencia del artista a bombo y platillo y lo único que pudo sacar de él fue que le cantase algo desde la mesa, no desde el escenario. 

La tercera fue el remate y a degüello. Era finales de agosto de 1969 y Caracol asistió con otros artistas al homenaje que le rendían en Cádiz a Pericón. Juan Vargas le pidió a Camarón que se pasara por la venta aquella noche, que seguro que habría juerga. Habían pasado ya seis años desde que Manolo Caracol y él se habían encontrado en aquel mismo lugar, pero Camarón seguía sin tener ganas de fiesta con quien le había despreciado.

Aquella noche Camarón fue a la venta de su amigo no para una juerga sino para un duelo. Entró en el cuarto de cabales de la venta de Vargas y allí estaba Caracol bebiendo whisky rodeado de amigos. Caracol estaba retirado profesionalmente del cante y tenía sesenta años. Aún así, le gustaban las fiestas y se arrancaba cuando se encontraba a gusto. Era el rey del flamenco. Nadie le podía contestar. Camarón tenía dieciocho años, quería el trono y esa noche se lo iba a arrebatar. Él, tan gitano, tan rubillo, delante de todos sus amigos. Entró en el cuarto de cabales y no se sentó. Se quedó de pie, esperando que el maestro lo viese. Y lo vio. Y la eminencia del flamenco se arrancó a cantar pidiéndole al Niño de los Rizos que pusiera la cejilla al tres. Una posición cómoda para los dos. Cantó. Remató y cedió el turno a Camarón, que la pidió al cuatro. Ni venía de compadreo ni estaba dispuesto a aceptar que Caracol le marcase el tono. Cantó. Llegó sobrado y remató. Quien quiera entender, que entienda. Y Caracol entendió y pidió la cejilla al cinco. Demasiado para él. Cuentan quienes estaban allí que cerraba los puños con tanta fuerza que se clavaba las uñas. Remató el fandango y se sentó exhausto, aún en su trono, un trono que sabía que estaba a punto de perder ante aquel gitanito rubio que lo esperaba de pie. Camarón subió la apuesta y pidió un seis. Juan Vargas no daba crédito. Otros disfrutaban con el espectáculo. Y quienes querían a los dos, como era María Picardo, sufrió y disfrutó a partes iguales. Con la esquizofrenia que te da sentir nostalgia al ver que algo se acaba y gratitud cuando ves que algo que has visto nacer se consagra. Cantó Camarón al seis. Y, no contento, pidió un siete y ésta se la dedicó a Manolo Caracol. Cuando terminó, cuenta Antonio Lagares en su libro Venta de Vargas, apretó el hombro del maestro y se fue. La cuenta quedaba saldada.

Quien iba a decirle al maestro que el carnet de flamenco que aquella noche hacía seis años le había quitado a Camarón por el color de su pelo le costaría, en aquel mismo lugar, el trono.

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