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Gabriela Consuegra: «Yo trato de ser un lugar confortable para mis muertos»

La joven escritora venezolana radicada en España nos brinda una conmovedora novela para aprender a despedirse y reconciliarse con el futuro

Gabriela Consuegra: «Yo trato de ser un lugar confortable para mis muertos»

Andrés Martínez Morado | Cedida por la editorial

En un año donde la muerte nos ha perseguido a todos por culpa de un virus, Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) publica su primera novela Ha pasado un minuto y queda una vida, un libro que narra la muerte de su padre desde el dolor y la esperanza para ver a los ojos otra enfermedad: el cáncer.

La novel escritora desvela en Ha pasado un minuto y queda una vida (Temas de hoy, 2021), los designios de una enfermedad que aún no tiene una vacuna, pero sobre todo es una reflexión sobre la delgada línea que es la vida, cómo la recorremos y dejamos rastros de amor, tristeza y aprendizaje en los otros. Una novela donde se homenajea la vida a través de nuestra gran capacidad de amar a pesar de nuestra finitud corpórea.

Consuegra tuvo tiempo para escribir esta novela durante el duelo, editarla y conectarse por fin a un tema que la mantuviera en eso que quería ser desde niña: ser escritora. «A los 10 ó 12 años yo sentía que era Gabriela Mistral y que a mí me habían puesto Consuegra por error» afirma entre risas.

Entre sus estudios de periodismo entre Venezuela y España junto algunos talleres de crónica, la autora se iba adentrando en el mundo de la ficción con asiduidad. Primero lectora y luego escritora, reconoce que al principio le costaba vincularse, sentir esa pulsión que quema el teclado hasta que llegó el tema. «No sabía muy bien cómo conectar con la emoción de un personaje todo el tiempo. Pero claro, cuando me sobrecoge la muerte de mi padre y estoy 100% conectada con ese tema, surge lo que yo creo que me faltaba, ese escribir por necesidad, porque cuando lo haces por necesidad te olvidas un poco del miedo de si está bien o no. Escribes con naturalidad y te olvidas de estructuras y de lo que realmente puede entorpecer el trabajo».

Gabriela Consuegra: «Yo trato de ser un lugar confortable para mis muertos»

A pesar de la conexión y la naturalidad de la que habla Consuegra, Ha pasado un minuto y queda una vida no deja de tener estructura, la novela está hilada por rupturas temporales. La narración es una mirada nostálgica hacia algo que ya no está pero que se revive como quien ve unas polaroids. Estas fotografías de la memoria nos remiten a los años 80 en Venezuela y a la juventud de su padre, luego al padecimiento de la enfermedad y a la reflexiones de ella junto a su familia. Una estructura donde se va y viene del presente, se vuelve al pasado y, por supuesto, se hacen muchas preguntas sobre el futuro a partir de la inmediatez de un diagnóstico.

¿Cómo se reconstruye a un padre desde los recuerdos?

Querer tener presente a su padre y no olvidarlo para mantenerlo vivo fue la reflexión clave de Consuegra al enfrentarse a la hoja en blanco. «Mi padre ya había muerto y yo ya había escrito todo y me dije ‘quiero darle una estructura a esto de cómo funciona mi memoria’, y así que comencé a armarlo según lo que yo recordaba». Es así como la memoria de una hija se refleja en la novela como estructura: desde un primer capítulo como premonición de lo que podía pasar, luego adentrándose en el centro de la enfermedad, «de todo el dolor y los procesos que conlleva» y, finalmente un desenlace que no sólo sucede con el fallecimiento del padre, «sino en la parte de ti que se va con esa persona y la reconstrucción que queda después».

Un país, una enfermedad

Si algo no es la novela de Gabriela Consuegra es un relato sobre la situación de la Venezuela actual[contexto id=»381721″], sin embargo, la crisis política, social y estructural del país atraviesan todo y varias anécdotas son lanzadas en el relato con naturalidad. «Yo nunca quise articular un discurso sobre Venezuela porque es algo sobrenatural» afirma la autora, pero cuando leyó el libro se dio cuenta que lo había hecho sin saber cómo lo había podido articular.

Aunque la novela podría verse como una analogía entre la enfermedad y la situación del país, Consuegra confirma que nunca existió esa necesidad narrativa aunque sí señala que la situación del país precipitó la muerte de su padre. «Dentro de todo fuimos muy afortunados porque tuvimos muchos medios pero hay personas que no tienen esa oportunidad. Sin embargo, para nosotros tampoco fue una sorpresa, porque como mi hermana fue médico en Venezuela, sí sabía a qué nos enfrentábamos. Entonces no solo es ese miedo a la muerte y a la pérdida del padre, sino que también se suma que sucede en ese contexto y te preguntas: ¿por qué tanta crueldad en una sola historia? No es justo».

«No solo es ese miedo a la muerte y a la pérdida del padre, sino que también se suma que sucede en ese contexto y te preguntas: ¿por qué tanta crueldad en una sola historia?»

A pesar de entender que el contexto te atraviesa como arma punzante lo quieras o no, Consuegra asume que las cosas pasan en los contextos que pasan y no se victimiza por el lugar en el que le tocó vivir la enfermedad de su padre. «Independientemente de que mi padre hubiese muerto en Caracas, en Buenos Aires, en Bogotá, en París o en Madrid, la historia habría sido la misma. La historia es el relato de la enfermedad, la muerte y, sobre todo, la vida de mi padre. Al final Venezuela es solo un contexto y quizás, en ese sentido, sí hubiese sido diferente la historia si cambiara el lugar pero la esencia es la misma: una carta de amor a mi padre y a todo lo que vivimos».

Desde sus inicios como estudiante de periodismo en Venezuela, Gabriela Consuegra vio como la política consumía el relato del país, como el periodismo era sólo político y todos tomaban una postura radical. Sin embargo, el contexto del país «es tan complejo que es muy fácil equivocarse», por lo que cree que su novela es el relato de una experiencia, no una opinión, por lo «no puede ser correcta o incorrecta».

Dios, ese extraño ser en el que creer.

Si algo tiene Ha pasado un minuto y queda una vida es una dosis importante de creencia y religiosidad. Álvaro Consuegra, el padre de Gabriela, fue un hombre profundamente creyente, que bendecía a sus hijas al salir de casa. Ese reconocimiento religioso impregna gran parte de la novela.

«Yo creo que tengo una relación compleja con Dios» afirma Consuegra, «porque las cosas buenas que le pasan a mi familia o a la gente se las agradezco mucho a Dios. Pero tengo una relación que no se basa en la fe ni en el amor, sino en el miedo. Yo creo que yo le tengo mucho miedo a Dios».

Aunque quizás su padre le reprobaría esos comentarios, pero como ya no está físicamente para reprenderla, ese juicio es elástico y puede decir con seguridad que le tiene mucho miedo a la figura de un ser todopoderoso. La autora prefiere no meterse en líos por las dudas: «Yo no pierdo la esperanza en Dios. Mi padre siempre decía ‘Dios nunca pierde la esperanza en ti’ y yo pienso: ‘no, no, perdona, yo no pierdo la esperanza en Dios’, pero cuando me pasa algo malo sí pienso que me está castigando y es por eso que me pongo a buscarlo. Pero cuando me pasa algo bueno, no es que Dios me recompense, es Dios siendo muy bueno con los demás».

«Yo soy como una no creyente con intención de que la vida me convierta»

Esa búsqueda y esa dualidad acerca de la creencia en Dios quizás tengan que ver con la unión y el afecto que le profesa a la figura de su padre, ese hombre creyente que fue a un colegio de jesuitas y, al mismo tiempo, se convirtió en un científico. Es a partir de esas contradicciones humanas que nace el pacto del amor entre padre e hija. «Yo soy como la hija no querida de Dios, pero bueno, creo que prefiero pensar que está ahí, sin duda, porque tanto me insistió mi padre que ¡imagínate, no puedo darle ese disgusto! Yo soy como una no creyente con intención de que la vida me convierta».

Más allá de Dios. La fe, la pasión y la muerte como signos de la vida

El padre de Gabriela Consuegra siempre se burlaba de la frase «la vida son los momentos que te roban el aliento» porque le parecía un lugar común. En Ha pasado un minuto y queda una vida se desvela que él respetaba el equilibrio de las pasiones más que el desorden de las mismas.

«Yo he cambiado lo que interpreto por pasiones y creo que él me decía esa frase porque no quería que dejara la universidad y me fuese hacer artesanías en los Pirineos. Actualmente vivo con muchísima pasión y con mucha entrega. Salir a tomarme una cerveza o un café, leer, mojar los pies en el mar, las cosas del día a día las vivo de otra forma. Tampoco he encontrado nunca la pasión estudiando para un examen de derecho, pero creo que ahora entiendo y estoy más de acuerdo con lo que me quería decir», afirma la autora.

«Yo no he encontrado la forma de saber lidiar con el dolor. Así como no estás preparado para la muerte, y no puedes estarlo nunca, tampoco estás preparado y te sorprende mucho, la forma en la que tus muertos te habitan»

Al encontrar en las cosas sencillas las pasiones de la vida, la autora refleja esa máxima que tanto nos grita el título de la novela, todavía nos queda mucho por vivir a pesar de que no estemos preparados para afrontar la muerte, el duelo y su dolor. «Yo no he encontrado la forma de saber lidiar con el dolor. Así como no estás preparado para la muerte, y no puedes estarlo nunca, tampoco estás preparado y te sorprende mucho, la forma en la que tus muertos te habitan. Esa parte es la única que realmente les hace justicia a su vida porque los llevas contigo de verdad, donde uno se vuelve receptor. Es una experiencia de la que tampoco se habla demasiado. Perder a tus padres o a las personas que quieres y llevarlas contigo y ser tú la causa vital de esas personas que ya no están» afirma.

El relato de Ha pasado un minuto y queda una vida es ese proceso de introspección para conocerse a sí mismo. Un camino para entender su propia vida y la de los otros, la creación de una consciencia única sobre la finitud del cuerpo y la necesidad de vivir el presente. También es el reflejo de cómo formamos vínculos con los demás, pero sobre todo, el valor de la memoria ante el olvido que conlleva la presencia física. «Yo tengo pocas relaciones pero me interesó mucho en ellas porque entiendo que se que se van a acabar. Entonces trato de pensar menos en la muerte y en el dolor, que es inevitable, y me centro más en ser un buen hotel para que, cuando ellos ya no estén, estén cómodos, que sepan que tienen su espacio. Yo trato de ser un lugar confortable para mis muertos, qué puedo decir».

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