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Tove Ditlevsen, una vida de sombras iluminada por la palabra

‘Trilogía de Copenhague’ (Seix Barral) reúne en español las tres novelas biográficas de esta poeta, voz fundamental de Dinamarca, que abordó con honestidad infranqueable su experiencia e identidad femenina, y cuya vida se vio truncada por una sobredosis a los 59 años de edad, dejando tras de sí una treintena de libros y cuatro divorcios.

Tove Ditlevsen, una vida de sombras iluminada por la palabra

Scanpix Ritzau | TopFoto. Cordon Press

«¡No te hagas ilusiones! Las chicas no pueden ser poetas», le advirtió su padre cuando Tove Ditlevsen era apenas una niña. Considerada hoy como una de las voces fundamentales de la literatura danesa, aquellas palabras atormentaron a la escritora durante su infancia de tal manera que, cuando en 1976 murió por una sobredosis de somníferos, a la edad de 59 años, dejó tras de sí una exitosa carrera literaria con casi treinta libros publicados, entre cuentos, novelas, memorias y, por supuesto, poesía. 

La suya era una de las voces más originales y auténticas de las letras del país escandinavo. Atormentada por una fuerte adicción a las drogas —hasta el punto de llegar a provocarse la sordera de un oído a propósito—, casada y divorciada hasta en cuatro ocasiones, ella misma se encargó de narrar su vida en varias novelas biográficas: Infancia, Juventud y Dependencia. Ahora, Seix Barral las reúne y publica por primera vez en España, con traducción de Blanca Ortiz, en Trilogía de Copenhague, donde la propia Ditlevsen se desnuda con una honestidad desmedida que no escatima en detalles sobre sus recovecos más oscuros.  

Las costuras de una vida

Marcada en su infancia por el final de la Primera Guerra Mundial, el desempleo de su padre y la crisis económica mundial del periodo de entreguerras, Ditlevsen nació el 14 de diciembre de 1918 en el cuarto piso de un apartamento interior del barrio obrero de Vesterbro en Copenhague. «No es que pasáramos hambre y no tuviéramos nada que llevarnos a la boca —rememora en sus escritos—, pero sí conocí ese apetito permanente que despierta el aroma a comida que sale de los hogares acomodados, después de varios días viviendo a base de café y bollos secos». 

Con una gran vocación literaria desde niña, algo que de alguna manera alentó su padre, gran aficionado a la lectura, en aquellos primeros años la escritora solía componer su poesía por las noches, sentada en el alféizar de la ventana. «Tenía la sensación de que mis versos cubrían los descosidos de mi infancia —escribe— como la piel fina y nueva que crece bajo una costra aún a medio caer. ¿Serían ellos los llamados a componer mi yo adulto? Por entonces, casi siempre estaba triste».

«Tenía la sensación de que mis versos cubrían los descosidos de mi infancia»

Inquieta e inteligente, aunque era buena estudiante, Ditlevsen no pudo matricularse en la escuela secundaria por los problemas económicos de la familia y antes de publicar su primer poemario, a los 22 años, ya había trabajado desde los 15 como asistenta en una casa —aunque solo duró un día—, en el servicio de limpieza de una pensión, como ayudante de almacén en una firma farmacéutica, en la oficina de un taller de litografía o en la Oficina Estatal del Grano. Durante algún tiempo, incluso, también se dedicó a escribir letras de canciones por encargo. Pero fue a los 18 años cuando publicó su primer poema en la revista literaria Vild Hvede cuando su carrera cultural empezó a despegar. «Uno solo de sus poemas, A mi hijo muerto, de Tove Ditlevesen, basta para justificar la existencia de esta pequeña publicación», opinó la crítica sobre sus versos. 

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Imagen vía Editorial Seix Barral.

Ingrávida como una cosmonauta

Fue precisamente en Vild Hvede en 1940, donde conoció a su primer marido, el editor Viggo F. Moller, quien le abrió las puertas de los círculos académicos y le asesoró para publicar su primer poemario, Alma de muchacha. Sin embargo, aquel matrimonio no duró demasiado y pronto la escritora mantuvo un idilio secreto con el también poeta Piet Hein. «Dicen que utilicé a Viggo por algún tiempo para luego rechazarlo cuando ya podía salir adelante sola. No andan del todo desencaminados, pero aun así me duele un poco, porque tampoco es toda la verdad», confiesa en sus escritos. 

Sin embargo, aquella doble vida, sumió a la escritora en una crisis nerviosa que la llevó a internarse en un sanatorio. «Los días pasan en calma y mi corazón se sosiega por completo —recuerda sobre su estancia—. He alquilado una máquina de escribir en Bagsvaerd y escribo un poema: Los tres eternos. ‘Dos hombres hay en el mundo, / con quienes tropiezo sin fin, / el uno es el que yo amo, / el otro el que me ama a mí’». Fruto de ese periodo fue también su primera novela, Han hecho daño a una niña.

A su salida del centro, se trasladó a vivir con Hein, que pronto la abandonó por otra mujer. Son años de grandes turbulencias en la vida sentimental de Ditlevsen que también hace y deshace a su antojo y a quien nadie parece bastarle. «Ingrávida como / un cosmonauta / andas flotando / por habitaciones vacías / y esperas / la libertad / de poder hacer / lo que / ya no tienes ganas / de hacer», compuso tiempo después en uno de sus versos sobre la soledad.

Arrebatadora, entre sus páginas se muestra siempre como una mujer libre y directa, que hace las cosas sin pensar demasiado en las consecuencias. En septiembre de 1942, se casó con Ebbe Munk. Sin embargo, las complicaciones del parto y del posparto de su primera hija hicieron que las relaciones se deterioraran tanto entre la pareja que cuando ella se quedó embarazada por segunda vez, decidió abortar. 

Mientras tanto Ditlevsen, que acababa de enviar a la editorial un nuevo poemario, Pequeño mundo, continuaba escribiendo. «Cada vez soy más consciente de que lo único para lo que sirvo, lo único que me absorbe y me apasiona, es construir frases, formar grupos de palabras o escribir sencillas estrofas de cuatro líneas (…). Para hacerlo, también he de leer de una manera especial y asimilar por todos los poros eso que, de una forma nebulosa, necesito, si no para ahora mismo, sí para más adelante. Para hacerlo, no he de tener demasiadas relaciones, ni salir demasiado, ni beber alcohol, o de lo contrario no puedo trabajar al día siguiente», afirma.

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Foto: Klaus Møller vía Facebook.

Una adicción por otra

Pero esta fingida estabilidad saltó por los aires cuando en 1945, la poeta conoció en una fiesta a Carl Theodor Ryberg, el médico que le practicó su segundo aborto y le inyectó por primera vez un narcótico analgésico que le provocó «una sensación de gozo extremo» que «nunca» antes había experimentado. «Petidina, pienso, y su solo nombre es como un trino de pájaro. Resuelvo no dejar ir jamás al hombre que puede procurarme un placer tan indescriptible, tan gozoso», confiesa en lo que son, sin duda, las páginas más crudas de su Trilogía.

Aislada en su casa familiar, dio a luz a su segundo hijo y adoptó a una niña recién nacida, solo por el interés, según ella misma confiesa sin tapujos, de afianzar aún más la unión con aquel hombre, única fuente de sus adicciones. «Duermo y estoy despierta, me siento bien o estoy enferma. Lejos, muy lejos de mí, está la máquina de escribir, tan distante como si la viese a través de un catalejo del revés. De la planta de abajo, donde se vive la vida de los vivos, me llegan las voces de los niños como a través de capas de mantas de lana», describe.

Aunque la escritura no dejó nunca de estar presente, por primera vez parecía no alcanzarle y, durante cinco años, Ditlevsen se convirtió en una drogadicta, como ella misma asevera entre sus textos, con aspecto enfermizo y 30 kilos de peso, rendida ante los abusos de su pareja. «Después me repito sus palabras. ¿No voy a volver a escribir? —se cuestiona—. Recuerdo aquellos lejanos tiempos en que siempre me pasaban por la mente frases y versos cuando la petidina empezaba a surtir efecto, pero ya no ocurre nunca», lamenta.

Sin embargo, uno de los episodios más oscuros que narra en Dependencia ocurre cuando, tras fingir una molestia en un oído para recibir su dosis diaria de petidina y cloral, fue operada sin necesidad y perdió parte de la audición de uno de sus oídos. «En realidad –le dijo Ryberg mientras se la llevaban en una camilla- nunca estuve muy seguro de ese dolor de oídos». Ditlevsen había tocado fondo y fue internada entonces en un hospital para su rehabilitación en 1949. Un año después, se divorció de su tercer marido —que ya con anterioridad había vivido un año en un psiquiátrico tras sufrir una psicosis— y poco más tarde, en 1951, contrajo su cuarto y último matrimonio con el político Victor Johannes Andreasen, con quien mantuvo su relación más estable hasta 1973. 

A lo largo de su vida, la poeta, que siguió publicando poesía, novelas y memorias, tuvo que luchar contra su fuerte adicción a las drogas y reponerse a algún que otro intento de suicidio. En 1976 finalmente acabó con su vida, dejando tras de sí toda una leyenda, pues aún hoy continúa siendo una de las escritoras más leídas en Dinamarca. Pero quizás las palabras que mejor definen a Ditlevsen sea las que ella misma escribió en uno de sus poemas:

Yo no sé:
cocinar
usar sombrero
ser acogedora
llevar joyas
arreglar flores
recordar citas
agradecer regalos
dar la propina adecuada
retener a un hombre
mostrar interés
en las reuniones de padres.

No puedo
dejar de:
fumar
beber
comer chocolate
robar paraguas
quedarme dormida por la mañana
olvidarme de recordar cumpleaños
y limpiarme las uñas.
Hablar
por boca de otros
revelar secretos
amar
lugares extraños
y psicópatas.

Puedo:
estar sola
fregar platos
leer libros
construir frases
escuchar
y ser feliz

sin remordimientos.

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