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Cultura

Alejandro Simón Partal: «Para ser un buen profesor se tiene que ser capaz de dudar»

En ‘La parcela’, Partal nos presenta con mirada crítica la crisis humanitaria, el interés y el morbo mediático, la precariedad de la universidad y el deseo de sobrevivir en un escenario gris

Alejandro Simón Partal: «Para ser un buen profesor se tiene que ser capaz de dudar»

Cedida por la editorial

Hasta ahora, a Alejandro Simón Partal lo conocíamos como poeta y dramaturgo. En 2017 ganaba el XXXVIII Premio de Poesía Arcipreste de Hita por La fuerza viva, si bien su fama como poeta venía de antes, desde que publicara su primer poemario, El guiño de la chatarra, en 2008. Ahora, en Caballo de Troya, cuyo editor invitado es actualmente el cineasta Jonás Trueba, Partal se estrena como novelista con La parcela.

A partir de su propia experiencia como docente cerca de la población de Calais durante la crisis migratoria, Partal narra el encuentro de un joven profesor que llega a esta localidad al norte de Francia dejando atrás más de una herida por sanar con un inmigrante sirio, que huye de su país. Este encuentro fortuito redefine sus existencias que comienzan a tomar un nuevo rumbo.

Como escenario de fondo, Partal nos presenta con mirada crítica la crisis humanitaria, el interés y el morbo mediático, la precariedad de la universidad y el deseo de sobrevivir en un escenario gris. 

 

«Nizar y yo nos conocimos de igual a igual en una parada de autobús a las afueras de Calais», cuenta el protagonista. ¿Es tan difícil conocerse como iguales?

Yo quería ver de qué manera el amor, el deseo y los desgarros vitales que todos padecemos nos igualan más allá de las situaciones que vivimos. El amor consigue que nos igualemos a las otras personas independientemente de la realidad que vivimos y que, antes o después, termina por imponerse. Sin embargo, en un inicio, las cosas que, como el amor o el deseo, nos amparan y justifican nuestra existencia nacen despojadas de todo aquello que posteriormente y de forma inevitable las termina contaminando: nuestro pasado, las sombras que arrastramos, las toxicidades de la convivencia… Yo quería, sin embargo, destacar esa inocencia inicial de cuando dos personas se encuentran y se entregan sin todas esas capas que después la vida nos acaba imponiendo. 

Como dices, la realidad se impone. ¿Es imposible huir de las propias circunstancias?

Efectivamente. La realidad se impone y, sobre todo, se impone la no resistencia, el abandono de los personajes a la situación que están viviendo. En nuestro tiempo, se habla mucho de resistencia, pero cada vez tengo más claro que la resistencia no es el resultado de una decisión voluntaria, sino un acto reflejo que el cuerpo asume, sin que necesariamente conlleve unos resultados. Al final, resistimos a través de lo que te decía antes, a través del amor, del deseo o de la esperanza, es decir, a través de sentimientos espontáneos y no por una decisión tomada a priori. Para resistir, no se requiere fortaleza. Creo que para ser resistentes es más importante ser amado antes que ser fuertes, porque es el sentirse amado lo que nos da fortaleza. La única existencia que yo reconozco es aquella que se basa en amar y ser amado. Es nuestra pareja, nuestros amigos, nuestra familia… Son nuestros seres queridos los que nos impulsan hacia adelante. Y es la esperanza de un encuentro la que nos hace resistir frente al contexto. Esto es lo que viven los protagonistas, un precario profesor universitario con una situación familiar problemática y un inmigrante apostado en Calais. Gracias a su encuentro, ambos terminan ofreciéndose respuestas el uno al otro. 

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Imagen vía Editorial Caballo de Troya.

Uno de los temas centrales es la relación del protagonista con sus padres, una relación que parece necesitar de la distancia para ser retomada. 

Yo creo que la distancia, ante todo, geográfica que mantiene el protagonista con los padres es el primer paso del proceso de sanación de las heridas de su relación. Además, la circunstancia difícil que vive en su casa le hace reconciliarse con su memoria a partir de un reajuste de los conflictos que cualquier familia tiene. Siempre he desconfiado de esas familias que dicen carecer de conflictos, donde todo es templado. Para mí la relación del protagonista con sus padres no es un ajuste de cuentas, más bien hablaría del redescubrimiento que hace el hijo de sus padres en tanto que personas. Muchas veces, los problemas que nacen dentro del ámbito familiar son fruto de la incapacidad de ver a nuestros padres como individuos con sus nombres y apellidos y con sus necesidades más allá del rol que tienen. Cuando conseguimos verlos más allá del hecho de ser progenitores, nos damos cuenta de que son como nosotros, seres necesitados que lo que buscan es comprensión y amor. 

El título La parcela alude a distintos espacios, todos ellos diferentes, pero todos ellos susceptibles de ser definidos precisamente como «parcelas».

Cuando comencé a escribir la novela, una de las cosas que tenía más clara era el título y que quería ahondar en el concepto de parcela, puesto que me parecía muy sugerente y creía que me permitía abordar la historia que, de una manera u otra, yo ya tenía en la cabeza. Yo vivía cerca de Calais cuando se produjo la gran crisis humanitaria y quería contar lo que había vivido, pero quería hacerlo desde la ficción. No quería escribir un ensayo social o político ni tampoco un reportaje. Lo que quería era contar lo que yo sentí y experimenté en aquel momento, pero no conseguí comenzar la novela hasta hace un par de años, si bien, como digo, estaba rumiando la historia desde hace mucho antes. Y, por lo que se refiere al título, «parcela» es un concepto que se fue ampliando en la medida que escribía. Se puede hablar, principalmente de dos tipos, la exterior, que es donde sucede la acción y donde también el protagonista mantiene el pulso con su familia, y la interior, donde están todos nuestros secretos, conflictos y deseos. Pero también están las parcelas de terreno que posee la familia del protagonista o la parcela del refugiado, que ese campo de inmigrantes en el que vive.

Y las parcelas exteriores terminan por colisionar con las interiores.

Sí, esto sucede a través del encuentro o, mejor dicho, del enamoramiento entre el protagonista y el migrante, un enamoramiento que, dicho sea de paso, no se sustenta en la fidelidad, sino en ese compartir la propia interioridad con el otro. De hecho, una de las cosas que me interesaba abordar era la manera en que, en este tiempo de compartirlo todo y de apología de todo sentimiento, lidiamos con nuestros secretos. Creo que deberíamos recuperar la idea de interioridad y reivindicar la intimidad como respuesta a esta vida tan volcada hacia fuera y basada casi exclusivamente en la repercusión. 

A propósito de repercusión, usted se muestra muy crítico con el espectáculo mediático que se formó en Calais, motivado en parte por ese deseo muy actual de querer mostrar que uno ha estado ahí, en el lugar de los hechos.

Esto que comentas se vio de forma muy evidente durante todo ese tiempo. Como te decía antes, yo vivía ahí y veía como cada día llegaban grupos de personas supuestamente a recorrer la jungla, donde estaban hacinados todos los migrantes. En mi opinión, el libro que escribió Emmanuel Carrère (Calais, publicado por Anagrama) era muy honesto, ante todo porque él mismo reconoce que, estando ahí, formó parte de esa dictadura de la actualidad. No se trata solamente de que haya gente que quiera mostrar que ha estado ahí y que ha sido testigo de determinados hechos, sino y sobre todo de que vivimos en un sistema que nos intenta convencer constantemente de que si no podemos decir que hemos estado ahí o allá no existimos. Esto se ve muy claramente en gestos cotidianos: compartimos constantemente fotos para demostrar dónde hemos estado y qué hemos hecho. Lo importante es decir «yo he estado allí» y nada más. Y lo peor es que está actitud ha invadido también el periodismo de tal manera que la noticia pasa a un segundo plano, pues lo relevante es la presencia física de los medios. Y esto es terrible. El periodismo que es tan esencial para la sociedad ha sido invadido por muchas voces que lo único que hacen es desorientar y olvidar lo más básico: la obligación de informar. Ahora, la información se ha convertido en un reality continuo, como se vio perfectamente en Calais durante aquellos meses. 

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Partal. | Foto cedida por la editorial.

Y usted, asimismo, refleja la distinta percepción que tienen del drama migratorio quien viene de fuera y los habitantes de Calais y de los pueblos circundantes.

Esto es algo que se repite siempre. Cuando este año, comenzaron las protestas en Cuba por la miseria que ahí se vive, hablando con personas que habían visitado el país, quedaba muy clara la diferencia de percepciones. Para quien ha estado simplemente como turista durante una semana, Cuba es un sitio idílico. Sin embargo, quien vive ahí sabe que no tiene nada de idílico; para él estar en Cuba no es salir del hotel e ir a dar un paseo, sino enfrentarse al paro, a la falta de comida… Incluso aquel que va a Cuba como periodista para contar lo que sucede no va a ser capaz de ver las cosas como las ve el cubano que vive en la isla. El periodista llega ahí con un sueldo y sabiendo que, una vez que termine el trabajo, regresará a casa. Y, volviendo a Calais, el problema que ahí se vivió durante la crisis migratoria fue la deshumanización. Una de las consecuencias de la precariedad es precisamente la pérdida de empatía con respecto al otro, la deshumanización. 

Hablando de precariedad, usted pone el acento en la precariedad de la vida universitaria.

Para los nacidos en los ochenta y los noventa, la universidad era el camino para sentirse reconocido, para labrarse un futuro y, en definitiva, para ser alguien. La FP, durante muchas décadas, fue algo que nadie quería hacer. Era para los últimos. Cualquier otra opción era mejor que la FP. Por suerte, la situación ha cambiado radicalmente y, actualmente, la FP no tiene la mala reputación que tenía años atrás. Y lo que yo quería mostrar en la novela es la decepción con la docencia y, más en general, la decepción con la universidad, que no es aquello que teóricamente debía ser. Quería mostrar las vicisitudes que muchas veces se producen en la docencia, cómo enseñamos a competir a los alumnos y cómo los profesores estamos sometidos a las dinámicas y las reglas académicas. Y quería mostrar todo esto a través de la relación que mantiene el protagonista con los alumnos, una relación de comprensión mutua. Para mí, los buenos profesores son aquellos que son capaces de comprender al otro, pero, para ello, no se puede ser un sabelotodo, sino que se tiene que ser capaz de dudar. Y el buen profesor es, precisamente, aquel que duda, aquel que trata a los demás de igual a igual y que aprende de los alumnos. 

Pero también encontramos la profesora que roba los trabajos de sus alumnos y se los firma…

Es una crítica velada al sistema educativo, que nos lleva a competir sin límite. Vivimos agobiados en esta búsqueda constante de repercusión académica, que nos obliga a fabricar artículos como churros y, por tanto, a dejar de lado la docencia, que es, sin embargo, por lo que muchos de nosotros quisimos seguir la vía académica. 

Y el protagonista, que es un profesor vocacional, les hace leer a Montaigne a sus alumnos.

Yo recurro mucho a él en mis clases y es que me parece que es uno de los autores que mejor conecta la modernidad con la tradición. Ya en Montaigne encontramos alegatos éticos y morales que, en el presente, damos por hecho, pero cuya formulación es su momento supusieron toda una revolución. Y, además, sus ensayos siguen siendo guías imprescindibles, nos enseñan a vivir en la bondad, en la renuncia, en la empatía o en la tolerancia. Me parece esencial seguir la línea de su ética, basada en una investigación general en torno a lo bueno y la bondad, un valor que no está en boga. Desde hace algunos años, muy erróneamente hemos considerado la bondad como falta de carácter o de fuerza, cuando no es así. Si perdemos un valor como la bondad perdemos la empatía, la capacidad de comprender al otro, de tratarlo de igual a igual. Por esto, si algo quería destacar en la novela era precisamente la bondad. 

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