THE OBJECTIVE
Opinión

Memorias de una gorda

«Al Ministerio de Igualdad, que quede claro, ni le preocupan mis problemas ni me representa»

Memorias de una gorda

Año 1992: después de pasar una noche no particularmente memorable con un chico que se había pasado meses persiguiéndome, me dispongo a vestirme y a marcharme. Él se queda contemplando largamente cómo me visto y de repente me suelta : «Con lo guapa que eres, si perdieras cinco kilos estarías estupenda, parecerías una modelo».

Yo no lo sabía entonces, pero lo cierto es que en realidad yo estaba en ligero sobrepeso. Pesaba dos kilos más de lo que se suponía que debía pesar según las tablas. Y a él yo le había gustado lo suficiente como para haberme perseguido y haberse querido apostar conmigo. Entonces ¿por qué soltó esa barbaridad justo cuando yo me disponía a irme? Pues porque yo tenía otro novio y él lo sabía, y por lo visto él pensaba que sus habilidades amatorias harían que me levantase, me dirigiese al teléfono y abandonase inmediatamente al legítimo. Como no lo hice, proyectó la rabia que sentía sobre mí. Eso lo sé ahora. Pero entonces no lo sabía.

Entonces solo sentí que me sobraban cinco kilos.

Por entonces yo ganaba ciento ochenta mil pesetas y mi apartamento costaba 80.000. Había que añadir gastos de luz, de agua y de comida. Normalmente cuando llegaba el día 22 me había quedado sin dinero. Entonces compraba en el supermercado cuatro paquetes de pasta y diez latas de atún en aceite, y confiaba en  sobrevivir esos cinco días a base de espaguetis con atún. A veces,  cambiaba la pasta por arroz.

Los que me conocen bien saben que jamás pido en un restaurante pasta o arroz porque la mera visión de cualquiera de esos dos platos me recuerda inmediatamente a los aquellos días de juventud en los que era pobre.

El problema es que, si sobrevives una semana con una dieta basada exclusivamente en pasta y atún en aceite, puedes engordar dos kilos, como he comprobado en carne propia. Y como yo estaba convencida de que me sobraban cinco kilos, decidí cambiar de estrategia. Sencillamente, a partir del día 22 dejaba de comer y durante una semana solo bebía café de la máquina de la oficina – gratuito, por entonces-, y tomaba efedrina que me habían recomendado para el asma, pero que también elimina el hambre. (A día de hoy la venta de efedrina en farmacias está prohibida). No fue el inicio de mi trastorno alimentario porque en realidad yo arrastraba un TCA desde la adolescencia.  Si hubiera sido el 2023 en lugar de 1993 habría sido diagnosticada, pero that was then and this is now.

Año 2022. Yo estoy en Italia, en una cena con otras ocho personas. Cuando llegan los postres alguien me pregunta si quiero helado y digo que no, porque estoy demasiado llena. Entonces una de las comensales me dice «si lo que quieres es adelgazar, yo conozco un médico estupendo en Milán». Ni tengo ninguna intención de adelgazar ni mucho menos de ir a Milán este año y no sé por qué ella lo ha dado por sentado. Pero ella no se queda ahí , y añade: «Con la cara tan bella que tienes, si perdieras unos kilos estarías divina». La señora ni siquiera es consciente de la barbaridad que acaba de soltarme o del hecho de que esa barbaridad la ha soltado delante de otras ocho personas.

Sospecho que me pongo roja y que se me nota la indignación porque el hombre que está sentado a mi lado, un famoso artista milanés incontestablemente guapo, y que arrastra una merecida fama de mujeriego, acude rápidamente en mi rescate: «A mí las mujeres me gustan exactamente como Lucía», dice. Y luego, dirigiéndose a mí: «No adelgaces, no te hace ninguna falta». Se lo agradezco muchísimo, pero sé de sobra que no le gustan las mujeres como yo porque tanto su mujer como su larga caterva de amantes conocidas son delgadas. Delgadas son también todas las mujeres que están sentadas a la mesa. Soy la única que no tiene una talla 38-40.

Y, atención, que yo no soy una mujer obesa. Que no me puedo quejar de lo que se quejan otras. Que no tengo problemas para acomodarme en los asientos del autobús o para encontrar ropa de mi talla. Y, sin embargo, si me hubieran dado un euro por cada vez que me han dicho el ritornello ese de «con lo guapa que eres de cara que bien te vendría adelgazar cinco kilos», hoy sería millonaria.

«Las mujeres que no somos delgadas estamos constantemente escuchando críticas a nuestro cuerpo y esas críticas se disfrazan de buenas intenciones»

De hecho, antes de verano, dos amigas muy bien intencionadas me sugirieron dietistas para poder irme de vacaciones. Se suponía que no me atrevería a ponerme un bikini con el cuerpo que tengo.

Por eso mi crítica a la campaña del Ministerio de Igualdad no viene porque una campaña así no sea necesaria. Lo es. 

Las mujeres que no somos delgadas estamos constantemente escuchando críticas a nuestro cuerpo y esas críticas se disfrazan de buenas intenciones. Se supone que nos lo dicen por nuestro bien. Nadie puede concebir que en realidad nos importa un pito tener un tipo de cuerpo u otro. Y lo peor de todo, nadie puede concebir que en realidad somos mujeres deseadas y amadas. Yo lo soy. Les juro que no tengo el más mínimo problema para encontrar sexo a pesar de mis kilos. Pero sí que les puedo decir que durante años he tenido un complejo espantoso por no amoldarme a un estándar determinado.

Lo peor es que durante estos años he dado muchísimas conferencias en institutos y he visto los mismos problemas que yo he tenido repetidos en mujeres adolescentes y jóvenes. Niñas a las que constantemente se les dice y repite que deben adelgazar o que deben ir al gimnasio, o se le recuerda lo guapas que estarían si perdieran cinco kilos.

Pero es que estar delgada es de pija. Por eso en esa cena en el Salento italiano las mujeres estaban delgadas, porque todas tenían mucho dinero y mucho tiempo libre. Dígale usted a una mujer que trabaja ocho horas al día en una oficina más la hora de ida al centro de trabajo, más la hora de vuelta a casa , y que llega a su piso derrengada y aún tiene que preparar baños y organizar cenas, que se levante dos horas antes para ir al gimnasio antes de trabajar. Dígaselo a la mujer que limpia pisos o habitaciones de hotel, o a la que cuida de ancianos, o la que pone cafés en un bar. Dígaselo a las mujeres que tienen jornadas laborales extenuantes y que no tendrían fuerzas para ir a un gimnasio después de trabajar.

Por no hablar de que esas mujeres necesitan comer porque no aguantarían el ritmo de trabajo si no lo hicieran. No se pueden permitir dietas de pechuga de pollo y verduritas hervidas. La pechuga de pollo está 12 euros el kilo y el kilo de manzanas Fuji a cuatro. Sí, hay otras manzanas cuyo precio está por debajo de los dos euros. Pero saben a cartón.

Si se trata de una de esas mujeres que tiene que mantener a su familia porque el marido se fue o porque está en el paro, lo más barato siempre es comer pasta y arroz. Repito, esta mujer no se puede permitir hacer la salvajada que yo hacía de vivir a base de café y anfetaminas, porque la efedrina ahora es ilegal, y porque yo trabajaba en una oficina no hacía ningún tipo de trabajo físico. No puedes dejar de comer. Pero la comida barata engorda.

Lo que quiero dejar claro es que solo las mujeres con tiempo y dinero se pueden permitir estar delgadas a partir de cierta edad. A no ser que la naturaleza les haya bendecido con un metabolismo especialmente alto. 

Las demás, engordamos.

Y es mentira que podamos ir a la playa tranquilamente. Vivimos constantemente bombardeadas por la frasecita de marras: con lo guapa que eres si adelgazaras un poco… Se lo puede contar cualquier mujer gorda que ustedes conozcan, a poco que se paren ustedes a escucharla.

Y duele. Duele mucho. Cada vez que te sueltan esa frase te hacen sentir culpa, vergüenza,  rabia, frustración… Si ya tienes una edad, llega un momento en que te la sopla bastante, pero sé que cuando eres adolescente esas palabras se te clavan muy dentro y son como si te estuvieran inoculando un virus que destruye la autoestima.

Por eso me habría encantado, de verdad, me habría encantado, una campaña de concienciación. Concienciación no para las mujeres gordas, sino para las personas que nos rodean y nos están machacando con la dichosa frasecita. Quizá sí un buen equipo de profesionales hubiera diseñado una buena campaña y yo la habría aplaudido a dos manos.

Pero no. Porque aquí llegó la metedura de pata. A nadie se le ocurrió hacer un concurso para el cartel o buscar a una diseñadora de prestigio. Para qué. Tiraron de una jovencita recién salida de la BAU. Una chica que había colaborado en algún que otro proyecto, pero que no dejaba de ser una chica joven que vendía ilustraciones en una web creada por ella misma. Una chica sin mucha experiencia y, a lo que parece, sin mucha sensatez también.

Pero, oiga, que Gisela colaboraba con el centre LGTBI de Barcelona y tenía particular y estrecha relación con el colectivo «parole de queer»  y ya sabemos que el Ministerio de Igualdad y el Instituto de las Mujeres nada tienen que ver con la mujer o las mujeres sino con la secta LGTBI y que ni en el uno ni en el otro va a entrar nadie que no jure sobre Judith Butler, y que no crea que la ideología queer (hay quien lo llama ideología de género) es el faro que ilumina su vida. 

Así que se eligió a dedo a una chica sin experiencia que nunca había trabajado para una agencia y que por lo tanto no tenía ni puñetera idea de que un verdadero artista no coge imágenes y las tunea con una paleta gráfica, sino que trabaja directamente del natural o desde su imaginación. En la BAU no ofrecen cursos sobre propiedad intelectual, así que entra dentro de lo probable que esta chica ni siquiera supiera que estaba cometiendo un delito.

Pero ahora sabemos que en ese cartel nada era obra de un artista. La tipografía era pirateada y las imágenes de mujeres que aparecían en el cartel se habían descargado desde perfiles de Instagram. Con tal mala fortuna que Gisela escogió a modelos más o menos famosas y que para colmo ya tienen contratos con marcas, de forma que todo no se arregla sencillamente pagando derechos a posteriori. Vamos ya por cinco mujeres que se han reconocido en las imágenes, y por otra que ha reconocido una de sus fotografías artísticas en el cuerpo de una de las imágenes del cartel. Una imagen que tenía la cabeza de una influencer y el cuerpo de otra foto.  Supongo que a estas alturas ustedes también saben que a una de las modelos le añadieron una pierna. La modelo original tenía una pierna protésica.

¿De dónde viene la chapuza ? Pues la chapuza viene de encargar a dedo un proyecto a una coleguita solo porque pertenece a tu misma secta y se mueve en tus mismos círculos.

La segunda chapuza viene de que nadie dentro del Instituto de las Mujeres supervisó el cartel. Creo que cualquier profesional se hubiera dado cuenta muy pronto de que las fotos eran robadas y de que la tipografía no se había pagado. Un profesional habría preguntado quiénes eran las modelos.

Y luego viene la temeridad de no pedir disculpas. Si, vale, ha habido unos tuits. Pero no basta con un tuit. Cuando un cartel lanzado por el Gobierno español se ha hecho a base de robarles fotos a influencers y de manipular su imagen mediante un programa de diseño gráfico, cuando la historia aparece en la BBC, en Euronews, en el Daily Mail .. . ¡Y hasta en las noticias de Arabia Saudí!  No, un tweet no basta.

Pero es que ya nos hemos acostumbrado en España a que nadie dé explicaciones y a que la culpa no sea de nadie.

Griñán era un hombre honesto y bueno, y si desvió setecientos millones de euros era porque es un santo y cómo lo vamos a dudar. Laura Borrás es la víctima de una campaña que intenta desacreditar la imagen de Cataluña ante el mundo. Y por supuesto Mónica Oltra no tenía ni idea de que toda una cadena de personas dependientes directamente de ella, de Mónica, habían intentado ocultar el hecho de que el marido de ella, de Mónica, que vivía en la casa de ella, de Mónica,  había mantenido relaciones con una menor tutelada a su cargo, al cargo de él pero también de ella. 

No. No hace falta pedir disculpas.

El narcisista casi intratable

En un artículo de referencia, publicado en 2007 , el psicoanalista Otto Kernberg hablaba del «paciente narcisista casi intratable»  y contaba que una de sus características era la «Patología del self» : «estos pacientes muestran un egocentrismo excesivo, excesiva dependencia de la admiración de los otros, predominio de fantasías de éxito y grandiosidad, evitación de realidades que sean contrarias a la imagen inflada que tienen que sí mismos, y episodios de inseguridad que perturban su sentimiento de grandiosidad o de ser especiales». Para que ustedes lo entiendan mejor: estos pacientes nunca admiten que han cometido un error. Nunca.

El sociólogo estadounidense Richard Sennett cree que en una sociedad neoliberal globalizada y férreamente capitalista el narcisismo se premia. «El neoliberalismo hace de las personas productores privados aislados que únicamente se vinculan entre sí mediante el dinero y las mercancías, al tiempo que las otras relaciones se suprimen» dice. Por eso la red de afectos que proponía ,por ejemplo, el catolicismo o el hecho de que se impusiera dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo o acoger al forastero, eso está completamente pasado de moda. No digamos ya la idea de la culpa. Es netamente judeocristiana y en esta nueva sociedad descreída se nos enseña a aborrecerla. Pero una parte de la culpa es la responsabilidad y si hemos educado a una generación que reniega de la culpa como del coronavirus ¿Como vamos a esperar que asuman responsabilidades?

“Estar bien adaptado a una sociedad enferma no puede ser un signo de buena salud mental» nos dice otro sociólogo estadounidense, Peter Samol. Pero en una sociedad como la nuestra, el que no es narcisista no prospera. Porque una forma de vida al margen de la sociedad narcisista exige  dejar de lado la auto-promoción,  continúa y la autoafirmación constante. Mientras prevalezcan estas ideas de «yo, yo, yo y por encima de todo yo » no existirán individuos que asuman responsabilidades.  
Y nos dice Peter Samol que no existe garantía de revertir la destrucción de este proceso y reemplazarlo por formas de socialización más humanas.

Gorda, pobre e infeliz

Hace poco hice un experimento. Me encontré en el bolso un ticket de compra del supermercado de debajo de mi casa con fecha de hace un año. Así que, por probar, bajé al supermercado y compré exactamente lo mismo que había comprado un año antes. Los productos venían reseñados en el ticket. Hace un año, esa compra costó 37 euros. Hace dos semanas, 52 euros.

A precio al que está la comida muchísimas familias tendrán que sobrevivir con pasta, arroz, garbanzos y patatas. Muchísimas mujeres tendrán que doblar sus turnos de trabajo. Cada día tendremos más gordas. Y yo les aseguro que todas esas gordas estarán sufriendo con los comentarios -a veces bienintencionados y a veces no tanto- de esas personas que les dicen y repiten que con la cara tan bonita que tienen que por qué no adelgazan cinco kilos.

La vinculación del sobrepeso con la baja autoestima está tan probada en numerosos estudios transversales y longitudinales que ni siquiera voy a citar uno. Nadie, por muy resistente que sea, sobrevive a que constantemente le recuerden que hay algo malo en su cuerpo, algo mal visto, algo que se debería quitar de encima. Y como esto va haciendo mella , al final se convierte en la pescadilla que se muerde la cola. Porque en muchas ocasiones te sientes sola, deprimida y ansiosa, y te refugias en la comida. Te sientes mal porque te dicen que estás gorda y entonces te tiras al helado de chocolate porque te sientes mal y entonces te pones más gorda… y vuelves a la casilla de salida.

Yo habría agradecido al Ministerio de Igualdad una campaña seria. Quizá una campaña de concienciación en institutos. Quizá habría agradecido que se sentaran a escuchar a profesionales. A psicólogos, psiquiatras y médicos especializados en el tratamiento de trastornos alimentarios. Quizá habría agradecido un cartel bien hecho, pero algo más allá de un cartel. Un interés serio más allá de apuntarse al carro de una moda que viene desde los Estados Unidos.

Entre tanto yo soy una de las muchas gordas en España que lucha con sus problemas de autoestima, y que este verano no se ha atrevido a colgar una foto en bikini en las redes sociales porque sabía que podría correr y que recibiría cientos de miles de tuits y de comentarios llamándome lo de siempre: gorda.   

Pero al Ministerio de Igualdad, que quede claro, ni le preocupan mis problemas ni me representa. Qué importa una gorda más sin autoestima, otra gorda infeliz.

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