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Opinión

Los hombres duros sí lloran

«Si Federer y Nadal lloran no están haciendo gala de ninguna nueva masculinidad. Derramar lágrimas es tan masculino y tan antiguo como aguantarlas»

Los hombres duros sí lloran

Roger Federer, emocionado, en su despedida del tenis | Reuters

Ser un hombre, más a más heterosexual, comienza a convertirse en una prueba de valía constante. Si la intelectual norteamericana Camille Paglia ya reconocía en el género masculino una carga de responsabilidad antropológica, en tanto en cuanto el macho de la especie tiene la obligación de pasar por peligrosos y arriesgados rituales para elevarse a la condición de hombre frente a las hembras que lo logran desde su primera regla. Ahora esa clase de ritos han descarrilado entre contradicciones y paradojas, en construcciones artificiales que pretenden vendernos la moto de una masculinidad ejemplar, cosida a actos que son de una vejez atávica.

Llorar es tan masculino que lo practicaba el más fiero de los guerreros, Aquiles, ante la muerte de Patroclo en los cantos de Homero. Llorar es parte de una derrota, de un final, de una pérdida, como Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo o Bogart en La legión negra. Las lágrimas prendieron el rostro de Hemingway cuando intentaba salvar a sus camaradas eviscerados en la guerra. El llanto fue uno con Pepe Blanco, como nos recordó C. Tangana, oyendo cantar a artistas españoles por el mundo. Llorar para un hombre es un símbolo, véase el videoclip de Territory, de The Blaze, representación de la cultura árabe, donde se reconoce en el llanto masculino la catarsis de un deseo o la aniquilación de una esperanza.

Y no es distinto en nuestra cultura. Derramar lágrimas es tan parte de la masculinidad como aguantarlas. Una represión, dicho sea, que no me suena tan indigesta. Tapiar los ojos de su limpiabrisas no es sólo una prueba de fuerza, ¡un gancho contra la vulnerabilidad!, es también, y sobre todo, síntoma de aplomo. Quien evita el llanto templa como los toreros, porque sabe que no debe bajar la guardia, que ha de mantenerse fuerte en el cara a cara que la vida le está retando y llorar sería abrir demasiado la guardia dejando entrar la guadaña del dolor. Esquivar, con todas las fuerzas, la catarata de lágrimas es una forma de mantenerse en pie, de levantar al herido, de arropar al desconsolado o de reservar el instinto asesino para el adversario. A la masculinidad se le ha asociado esta carga protectora y el problema no es que la posea, sino que sea el único género que deba cargarla sobre sus hombros. El feminismo, legítima lucha donde las haya, no debería reivindicar a los hombres bañando su rostro, sino la capacidad de la mujer de no hacerlo. 

«En el imaginario de la masculinidad, llorar no es territorio prohibido»

He llorado infinidad de veces. En el colegio, no era tan relevante quien llorase, cosa que hacíamos todos, sino quien más supiera regular sus emociones. Una admiración que surgía de una tradición estoica en la que se nos enseñaba a cultivar la serenidad y a ser dueños de nuestros impulsos antes que someterse a su dominación. En el imaginario de la masculinidad, llorar no es territorio prohibido, sino un extraordinario escenario que da valor a un momento tan catártico que nos desarma. Algo reservado. Algo especial. Algo con significado. Si Federer y Nadal lloran y se dan la mano, no están haciendo gala de ninguna nueva masculinidad. Simple y llanamente, construyen a su alrededor, en compañía el uno del otro, un perímetro de seguridad donde se rinden al desmoronamiento, a bajar la guardia, a ser vulnerables. Sólo que su llanto queda reservado para los momentos adecuados, no yendo por la vida como una plañidera a jornada completa. Una actitud de lo más insoportable, da igual lo que haya en la entrepierna.

Hay una demonización de la testosterona que se nos está yendo de las manos. No por reconocer en los llantos de dos tipos un ejercicio de ejemplaridad analgésica, sino por pensar que es novedad. Porque, si como decía Norman Mailer, Los tipos duros no bailan, lo cierto es que sí lloran. Lo han hecho siempre. Solo que su llanto queda reservado para los momentos adecuados. Tíos llorando por algo relacionado con el deporte es una imagen de lo más corriente. Su uso oportunista e interesado sólo traduce la obsesión de algunos por llevarlo todo al filtro ideológico. Y eso sí que es para llorar.

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