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Lo Indefendible

En defensa del tendido 7

«El 7 mantiene la exigencia en Occidente, la verdadera meritocracia frente a una sociedad en la que, si un chaval no sabe sumar, es culpa de todos menos de él»

En defensa del tendido 7

Salir por la puerta grande de Las Ventas es de los mayores reconocimientos. | Europa Press

Andaba un novillero por el ruedo de Las Ventas, angelical, infantil y correcto «como si lo acabara de peinar su madre» que decía mi abuela. Se mostraba un tanto perdido como andamos todos en la vida, mirando al callejón en el que Edouard Limonov recordó cuando fue «a la guerra por placer». Estaba el chaval naufragando ante el novillón que le había caído en suerte, desproporcionado, violento y entrópico como el registro de la policía en la vivienda de un narco, cuando en esas alguien desde el 7, en lugar de animarle, le gritó: «¡No dejes de estudiar!».

Por vociferar guasas como esta, parte de la tauromaquia y de la plaza sueña con mandarles a los GEOS, al Batallón Wagner o algo. Consideran al 7 una parte censurable de la afición por injusta, molesta, caprichosa, cruel y maleducada, y eso es lo que la hace justamente imprescindible.

Hoy vengo a escribir en defensa del Tendido 7 de Las Ventas porque mantiene el esquema ético de la fiesta de los toros por el que un hombre se pone delante de una bestia que le triangula las femorales mientras el que le ha pagado come pipas como un guacamayo. Sin esa distancia empática, la tauromaquia sería imposible y tantas otras cosas. El 7 mantiene la exigencia despiadada en Occidente, la verdadera meritocracia frente a una sociedad en la que, si un chaval no sabe cuántos son dos más dos, es culpa de todos menos del chaval. 

Digo que el 7 defiende un mundo en el que el héroe se enfrenta a una exigencia de estándares éticos que no soportaríamos los demás, y eso es justamente lo que le confiere la posibilidad de ser un héroe. El 7 protege a la sociedad -sin mesura- de la amenaza de la mentira, del conformismo, de la estética vacía que aborrece a gritos entre el humo de un Farias, de los atajos y de las metas que se alcanzan sin el sacrificio correspondiente. Así se muestra despiadada con el ganador al que exige lo inalcanzable, y comprensiva con el perdedor que ha luchado, con el pequeño, con el que tropieza, con el feo y con el tieso al que idolatran, al que apoyan y al que consienten a la espera de que su triunfo haga, al fin, justicia en el mundo. Claro que el 7 tiene corazón: uno así de grande, pero mantiene el andamiaje de una comunidad en la que la supervivencia tomada por sí sola es una virtud que debilita, que envilece, que nos hace peores, desde el tipo que hace trampas a las cartas hasta el presidente del Gobierno.  

Ah, el 7, rebelde moral, cree que hay que dejarse matar y en esa frontera es donde surge la magia. El arte solo es posible en la verdad, por eso idolatra a Morante. Entre botas de vino, meriendas humildes y sombreros para las tardes de sol, inasequibles al desaliento, van a los toros tarde tras tarde, fugitivos de todos los recursos acomodaticios, escapando de un jolgorio odiosamente obligatorio al que pretenden obligarles los de enfrente. 

Por eso estoy con ellos, porque son el pueblo de una fiesta del pueblo, Roma con abono y parpusa, una comunidad extraña y salvaje que te recuerda cada día que hay que hacer las cosas bien, darle ventaja a la desgracia, mostrar tener respeto por el enemigo y colgarse de un pitón si hace falta. Que hay derrotas gloriosas y victorias miserables. Lo saben muchos toreros que rajan de Madrid salvo cuando salen a hombros y en la Puerta Grande sienten que están tocando a Dios con las manos y esto pasa por algo, porque están ellos, porque no hay ‘ole’ sin un ‘ay’. 

Todo es comprensible: el dolor, el miedo, el cansancio, los nervios, el peso de la responsabilidad… Que ante la oportunidad de tu vida te falte corazón se entiende, claro, pero es que la mitología -y los toros son una forma de mitología-, narra las historias de seres sobrenaturales, no de tipos que van por ahí pegándose oles por la primera mamandurria que acometen y de pronto se sientan un martes en un bordillo de la ciudad lamentándose de que disponen de poco tiempo para ellos mismos y que la vida no les corresponde con la gloria que merecen.

«El 7 es incómodo porque representa la conciencia de la exigencia despiadada sin la que en la vida no llegas a nada o llegas de mentira»

El 7 es incómodo porque representa la conciencia de la exigencia despiadada sin la que en la vida no llegas a nada o llegas de mentira. Diego Urdiales, que un día de octubre hizo llorar al 7 de emoción, contaba que, cuando iba a torear a Madrid, entrenaba de salón y en ese silencio de uno con uno mismo, escuchaba a los del 7 gritándole: «¡Arrímate!».

De todas las cosas que se dicen del 7, la que más aborrezco es cuando los mandan a otros espectáculos pues por sus gritos y ademanes, se diría que no les gustan los toros. La afición tiene que sentir que existen mecanismos de expresión del dolor -por brutales que resulten- que no sean irse a ver un musical. Porque esto no es el ‘Rey León’, ni es Arco. Porque se ha intentado expulsar a la molesta afición de las plazas, convenciéndoles de que esto de los toros era un espectáculo, decían, un producto cultural entre muchos otros que podían elegir en lugar de este. Porque les insultaron, les invitaron a irse y les dijeron que esto no era suyo, como si te dijeran que tu corazón no es tuyo, como si pudieran reservar el derecho de admisión, como si esto fuera una fiesta y no un rito del que ellos mismos forman parte, allí pegados a la piedra de Madrid como estatuas de otro tiempo. Porque no se dan cuenta de que lo que defienden es su vida, su abuelo, su padre, su hija y ahí nos están defendiendo a todos.

Si el 7 no existiera, habría que inventarlo. 

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