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Alucinógenos contra la depresión

Investigaciones médicas recientes han revelado la eficacia del LSD, hongos y éxtasis para tratar, bajo supervisión terapéutica, algunas enfermedades mentales

Alucinógenos contra la depresión

Ilustración de Erich Gordon.

La bicentenaria revista médica New England Journal of Medicine publicó en su edición del 3 de noviembre las conclusiones de la primera parte de un estudio más amplio sobre el uso de la psilocibina, componente activo de los hongos alucinógenos, para la depresión profunda en pacientes con los que la batería de antidepresivos de la prescripción estándar había dejado de ser efectiva.

El estudio se llevó a cabo por la escuela de medicina de la Universidad de Harvard. Las conclusiones, aún preliminares, son que, en un número elevado de esos pacientes, cerca del 70%, una sola dosis (alta) de esta droga, ingerida bajo supervisión terapéutica estricta, ha resultado ser una ayuda eficaz para ver la luz al final del túnel de la depresión.

Este ensayo clínico se desarrolla en paralelo con otros ejercicios similares con la psilocibina y también con las drogas psicotrópicas como el LSD, para tratar desórdenes como las adicciones y manías, y el uso de el MDMA (éxtasis) como terapia para el estrés postraumático. Hay razones para el optimismo, aunque el reparo del psiquiatra Jeffrey Lieberman, experto mundial en esquizofrenia, ve un problema irresoluble en los resultados: los pacientes explican su cura por haber experimentado visiones místicas o trascendentes durante la terapia y esto, piensa Lieberman, es incompatible con una explicación científica.

Michael Pollan, escritor estadounidense que ha desarrollado su carrera estudiando la nutrición humana, su impacto a lo largo del tiempo y la vinculación con la salud, la longevidad y la felicidad, decidió, tardíamente en su carrera, explorar seriamente un tema que había tocado tangencialmente en su obra. Los efectos, no médicos, sino vitales (recreativos) de las drogas alucinógenas. Probó y relató sus experiencias con el peyote, los hongos alucinógenos, el LSD y el MDMA. Sus conclusiones las recoge en el libro Cómo cambiar tu mente (Debate) y, edulcorado para evitar problemas legales, en el documental homónimo de Netflix. El libro es muy importante por la investigación científica y cultural que acompaña las crónicas de estos viajes, que son inevitablemente menos interesantes, como si la naturaleza de un trance psicodélico fuera incompatible con la capacidad de la mente para retenerlo con precisión y relatarlo con interés. Ese es el problema incluso del clásico sobre la materia, Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley.

«El sistema neuronal por defecto disminuye su actividad cuando la mente se concentra en una tarea concreta»

El sistema neuronal por defecto, siempre activo, explica Pollan, no solo tiene que ver con las funciones estrictamente biológicas de la mente, sino también con el flujo de conciencia que nos permite reconocernos como individuos, con un yo particular. Este sistema, se ha descubierto recientemente, disminuye su actividad cuando la mente se concentra en una tarea concreta, por ejemplo, durante una partida de ajedrez, una sesión de meditación, un paseo por la naturaleza o el ejercicio físico. Y cuando se practica el sexo, que es todo esto reunido. También durante un viaje psicodélico, el sistema neuronal por defecto baja su actividad.

Las neuronas, cuando se comunican entre sí, de una manera necesariamente repetitiva, van produciendo surcos que hacen más fácil establecer esa sinapsis concreta. Esto tiene ventajas evolutivas obvias, no solo para mantener sin esfuerzo aparente el ritmo cardiaco o la respiración, sino para poder responder velozmente ante cualquier situación predecible. Así, la mente ahorra tiempo y energía. Puede anticipar una respuesta correcta ante una información repetida. Tanto del mundo físico (no tenemos que detenernos a pensar por qué no nos gusta el café con azúcar) como en el simbólico (ya sabemos lo que va a decir la portada de El País del día siguiente). Y, desde luego, sobre lo que hemos construido lo que llamamos nuestra personalidad, aunque sea sobre una arquitectura fisiológica tan frágil.

Cuando uno tiene una vida sana e interesante, le bastan esas desconexiones del yo para mantener la cordura: música, arte, paseos, meditación, ejercicio, sexo, lectura. Desconexiones que no son evasiones. Al regresar a la conciencia del yo, volvemos más fuertes. Pero a veces esos surcos neuronales se vuelven opresivos. Nos ensimisman. Por eso muchas enfermedades mentales, dice Pollan, estas interconectadas; la depresión, las manías, los traumas y las adicciones no son sino surcos neuronales exacerbados.

Eso explica también la decadencia mental, más allá del desgaste físico, que toda vida conlleva. Los viejos no se sorprenden ante nada y, por lo tanto, van perdiendo interés en las cosas, a diferencia de los niños, para los que todo es maravillosa novedad. Por ejemplo, el sabor a gloria del primer helado de mango. Por eso, mantener abiertas las puertas del conocimiento a través de la curiosidad es la mejor forma de envejecer con dignidad. Los poetas, se dice, mantiene la capacidad de asombro de los niños. Ven el mundo con ojos frescos. El presente es perpetuo.

Si esta capacidad de predictibilidad del cerebro es una virtud, entonces un cerebro adicto es un cerebro potente evolutivamente, pero no preparado para creadores de surcos neuronales no naturales. El alcohol, la cocaína, la heroína, que no existían en el prehistórico Valle del Rift, jardín evolutivo de la humanidad antes de su dispersión por el mundo, pueden producir, en personas con cierta predisposición, surcos neuronales tan potentes que los atrapen, con consecuencias muchas veces fatales. Lo mismo puede suceder con un evento traumático, o con una pequeña obsesión que crece hasta volverse una manía paralizante.

«Pueden ser la piedra Rosetta de las nuevas terapias para ciertas enfermedades mentales»

Así pues, unas drogas que bajan la red neuronal por defecto de estos pacientes, sin poner en riesgo las constantes vitales –nadie ha muerto por sobredosis de LSD o de psilocibina–, y que establecen nuevas y distintas conexiones neuronales, les otorgan un sentido de trascendencia a la vida y los hacen salir del canal en el que están insertos. Pueden ser la piedra Rosetta de las nuevas terapias para ciertas enfermedades mentales. 

Si los cerebros a los que ayuda son cerebros que tienden al orden, atrapados en sus propios patrones, nada más contraproducente que usarla para combatir las enfermedades mentales entrópicas, como la psicosis, ya sea esquizofrénica o paranoide. Estas enfermedades no necesitan que nadie desintegre su yo, sino la contrario; no requieren romper surcos rígidos, sino crearlos para ser fiables, desde la consciencia de uno mismo, para establecer patrones de conocimiento seguros sobre la realidad.

Las drogas alucinógenas están presentes en todas las culturas tradicionales y han acompañado a la humanidad en su tránsito por el mundo como auxiliar en ritos de paso. Para Wasson y Hofmann, son la solución al mito griego de Eleusis. Lo que todo griego tenía que hacer una vez en la vida en esa gruta ateniense era un viaje psicodélico, cuya revelación costaba la vida.

Fue justamente Hofmann, bioquímico de profesión, mientras trabajaba para el laboratorio Sandoz, quien logró sintetizar las moléculas responsables de los efectos de las drogas rituales, más allá de su envoltorio fungi. Del cornezuelo de centeno obtuvo el LSD en 1938 (aunque sus efectos los descubrió años después, al consumirlo por accidente, antes de su ya mítico viaje en bicicleta) y, de los hongos mexicanos, la psilocibina. Mientras fueron legales estos psicotrópicos se avanzó mucho en su conocimiento, tanto de manera académica como terapéutica. Lo que pasa es que dejaron los laboratorios muy pronto. De la mano de Timothy Leary, pasaron del matraz de Erlenmeyer al campus universitario y de ahí a las calles y los conciertos, popularizándose su uso recreativo de manera masiva y veloz. Lo ritual se volvió mercancía. Lo sagrado, utilitario, y la excepción, norma.

«Había nacido la guerra contra las drogas, que tanto dolor absurdo ha provocado al mundo»

La contracultura de los años sesenta y setenta es indistinguible de este uso. Los años lisérgicos. La música, la moda, las actitudes vitales y no pocos adelantes científicos y tecnológicos (del ratón al módem) están vinculados a sus efectos. Sin embargo, los malos viajes, frecuentes en la gente con tendencias psicóticas –como Charles Manson y sus crímenes teledirigidos–, junto con la erosión que estaban provocando en los valores tradicionales (familia, monogamia, trabajo jerarquizado, servicio militar) llevaron a la administración Nixon, en 1973, a prohibirlos. Y al resto del mundo seguir la estela de los Estados Unidos poco después. Había nacido la guerra contra las drogas, que tanto dolor absurdo ha provocado al mundo. 

El trabajo científico se detuvo en seco. Su comercio, al ilegalizarse, pasó a manos del crimen organizado, cuya dimensión y poder suplanta abiertamente al Estado en muchos países. Su consumo, además de incrementar el poder del crimen, se marginalizó, con los riesgos de toda actividad proscrita. Efectivamente, no se puede hacer una hoja de reclamación por la mala calidad de mi tripi.  

Lo deseable –y los buenos resultados del equipo médico de la Universidad de Harvard van en ese sentido– es que su uso se legalice para todo investigador que así lo requiere. Que su percepción pública se separe definitivamente de aquellas otras drogas que sí son neurotóxicas y adictivas, como la cocaína, la morfina, el crack o la heroína. Y que una vez con un corpus de conocimiento estable y poderoso, confirmados mil veces sus efectos y verdades, despejados sus mitos y aminorados sus riesgos, vuelvan libres y puras a las calles de las ciudades. Así, quien lo desee, podrá derrumbar, con un consumo adulto y responsable, cercano al ritual, los gruesos muros de sus convicciones y certezas que, muchas veces, no son sino zanjas obsesivas, máscaras del ego.

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