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Cultura

El filósofo que sostiene que la belleza ha fracasado

Pablo Caldera publica en La Caja Books ‘El fracaso de lo bello’, un ensayo en el que reflexiona sobre la vigencia de este concepto

El filósofo que sostiene que la belleza ha fracasado

Asis Ayerbe

«Lo bello y lo feo no dicen nada por sí mismos, son conceptos-fracaso en su intento de dar cuenta de la realidad estética», sostiene Pablo Caldera con la contundencia de quien lleva ya mucho tiempo investigando en torno a la relación entre la mirada y el sistema cultural que, como él mismo dice, siempre está en frente, siendo imposible dejarlo de lado. No hay experiencia estética sin mirada, pero ¿sabemos mirar? ¿Qué placer estético encontramos en lo que miramos? Y, sobre todo, ¿a partir de qué categorías estéticas miramos y, consecuentemente, juzgamos y somos juzgados?

Todas estas cuestiones son objeto de reflexión en El fracaso de lo bello (ed. La Caja Books), el primer ensayo de Caldera, graduado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y, actualmente, realizando un doctorado dentro del Programa de Estudios Artísticos, Literarios y de la Cultura. Preguntas todas ellas relevantes en un momento en que, como señala Eloy Fernández Porta en la introducción del libro, «la disciplina de la estética suele ser considerada cosa del pasado y el juicio parece haber quedado disuelto, o más bien suspendido, en la miríada de franjas del mercado cultural, en las subjetividades de nuevo cuño, en el vaivén de las tendencias».

Y, sin embargo, por muy suspendido que quede el juicio, este sigue ahí, pues, como recuerda Caldera, el juicio es una herramienta de categorización social. No hay nada de ingenuo en los juicios estéticos, nunca lo hubo, pero quizás ahora todavía menos, puesto que, si bien es cierto que «la apelación discursiva en la esfera pública al buen gusto o al mal gusto ha desaparecido», la disolución del gusto no ha abierto ninguna nueva etapa estética, más bien todo lo contrario. La estética de siempre «sigue siendo una baza elemental en el discurso capitalista, acompañada siempre de lo sofisticado, lo solemne o incluso lo subversivo».

Imagen vía Editorial La Caja Books.

Hace ya algunos años, Frederic Jamenson sostenía que la estética ofrecía a la clase media el modelo ideológico de subjetividad para su actividad material o, dicho de otra manera, la estética era el modelo sobre el cual se asentaban las reglas del consumo. Y es precisamente en el acto de consumir cuando precisamente se activa la experiencia estética, cuando aquello que observamos en esa ciudad de imágenes sobrepuestas y que ya en su día supo captar perfectamente Apollinaire en su Lundi rue Christine deja de pasarnos desapercibido: sí, nuestra mirada estética, lejos de ser desinteresada, se activa, acrítica y en parte inconscientemente, vinculada al consumo y sus lugares. 

«La experiencia característica del consumismo, apuntaba Fernández Porta en su ensayo Afterpop (ed. Anagrama), no es estar en la tienda y comprar, sino estar viendo un anuncio y haber perdido de vista que se trata de la compra». Esta asunción acrítica o, como dice Caldera, este «no darse cuenta» es la misma actitud que nos hace sentirnos libres en los centros comerciales, donde, señaló ya hace casi dos décadas Beatriz Sarlo, ningún movimiento es aleatorio, todo está previsto. Si los dados ya han sido lanzados y el azar ya ha sido abolido, ¿cuál es nuestro papel? 

Lo antiestético, ¿una alternativa?

«La pátina que ofrece la belleza es una coartada», comenta Caldera, pero de inmediato matiza que la antiestética no es la respuesta. De hecho, a lo largo de todo el ensayo y sobre todo en la parte final el autor hace hincapié en que «el propósito del libro no es ni mucho menos acabar con la estética, sino mostrar sus espacios vacíos y sus relaciones con la articulación de toda crítica que se pretenda futura» y, para ello, el concepto de lo bello es solo un vehículo. En ningún momento Caldera reniega de lo bello – ¿cómo negar la belleza? -, sino que presta atención a cómo dicho valor se instrumentaliza, convirtiéndose en el puente que une la crítica estética con los fenómenos culturales. Dicho con otras palabras: lo bello es una coartada avalada por una crítica acrítica o, en parafraseando al comisario Peio Aguirre, una crítica que acepta las dinámicas publicitarias y promueve ese capital simbólico exigido por toda operación material. Precisamente por esto, puntualiza Caldera, hoy más que nunca es necesario «pensar no tanto lo bello sino los usos de lo bello en lo publicitario, en los discursos políticos (algunos diputados de VOX vuelven a esa tríada clásica de Verdad, Bien y Belleza) y en el espacio público». 

No hay discurso político que no contenga su estética y el ensayista lo sabe. De ahí que no caiga en indulgencia alguna, poniendo el foco tanto en la estética que rodea los discursos más reaccionarios, desde «los neofascistas carroñeros» hasta «los conservadores de toda la vida», como también en esa izquierda nostálgica capaz de estetizar el mono azul del obrero. Si, por un lado, el ensayista señala que «el discurso reaccionario se caracteriza por presentar una Arcadia pasada que nunca existió, cimentada en elementos que nos son a todos reconocibles, y eludiendo los antagonismos, esquivando las excepciones», por el otro, alerta de que «no hay nada peor para la emancipación de la clase trabajadora que el esteticismo, porque anula la pluralidad, estanca y congela la realidad. Lo estético, además, cuando trabaja bienintencionadamente en torno a la subalternidad, corre el riesgo de ser también exotizante, como le ocurre a Mapplethorpe en su Black Book, que sustituye la dominación racial por la dominación estética». 

El teddy bear de Urs Fisher se vendió por más de 6 millones de dólares. | Foto cedida por el entrevistado.

Los osos de peluche y esa maldita nostalgia

En uno de los capítulos finales, a partir de la filósofa norteamericana Wendy Brown, Caldera subraya la capacidad del neoliberalismo de «monetizar las luchas culturales –lo LGTBIQ+, el feminismo mainstream–», primer paso hacia su desactivación política. Y si hay un concepto que ha sido hábilmente monetizado, tanto por el mercado como por determinados discursos conservadores, pero también por parte de la que Caldera llama la «nueva izquierda reaccionaria», es la nostalgia.

Por un lado, tenemos los discursos reaccionarios que presentan esa falsa Arcadia pasada y así «el poder persuasivo y creativo de la estética se vincula con la imagen congelada de un pasado añorado. Pero como dice Paolo Virno, el concepto de clase es un útil analítico, no una foto en blanco y negro». Por otro lado, leemos en el ensayo, está la nueva izquierda reaccionaria que actúa «como si la posmodernidad fuese una excepción vanguardista que amenazase con destrozar su singularidad estética, conformada por todas esas características que los sujetos excepcionales, los contextos excepcionales son incapaces de asimilar». 

Paradójicamente, en ambas posiciones, mucho más cercanas entre sí de lo que ellas misma creen, la nostalgia juega un papel clave. Es evidente que se trata de un sentimiento inherente a todos nosotros, pero, de la misma manera que hace Caldera con lo «bello», de lo que se trata es de observar de qué manera se usa la nostalgia y, en primer lugar, de dónde nace y cuál es el motivo primero por el cual se considera un sentimiento útil para ser monetizado.

Imagen de la exposición de Pedro G. Romero en el Museo Reina Sofía. | Cedida por el entrevistado.

La nostalgia «es fruto de un malestar social más que evidente, por eso creo necesario desarticular su retórica, evidenciar sus puntos ciegos», comenta Caldera que presta particular atención a dicho sentimiento en un capítulo dedicado al oso de peluche. ¿Quién no asocia, no sin algo de morriña, que dirían los gallegos, este objeto con los años de infancia? Y, al mismo tiempo, ¿quién no ha temido ser agraciado ya de adulto con uno de estos muñecos como prueba de amor? Sí, porque el peluche implica nostalgia, afecto, protección, ternura… pero, ¿qué esconde? Caldera presta atención al osito Teddy, que «destaca por su aparente imparcialidad y su versatilidad social: que tanto un millonario como Andy Warhol como un obrero de Detroit tuvieran uno en su habitación, como se tiene una televisión, evidencia su importancia». Es precisamente sobre esta aparente imparcialidad sobre la que se detiene Caldera, una imparcialidad fruto de una estetización que borra los matices y que, como señala pocas páginas después, terminan por anular, entre otras cosas, la vinculación del famoso oso Teddy con Roosevelt o los elementos socio-económicos que separan al peluche que uno puede tener en su habitación del disfraz de Winnie the Pooh que un individuo precario debe usar para ganarse la vida en la Puerta del Sol como modelo fotográfico.

«Casi todas las pinacotecas olvidan su papel esencial en la construcción del imaginario histórico, que presentan como definitivo, muchas veces tapando con el velo de la belleza su discurso expositivo»

Esta misma borradura es la que provoca la estetización de un valor como la nostalgia, que nos lleva a mirar hacia atrás, sin ver grieta alguna. Por ello, al respecto, Caldera señala que «la institución museo tiene que repensar el papel que le concede a sus imágenes congeladas, casi todas las pinacotecas olvidan su papel esencial en la construcción del imaginario histórico, que presentan como definitivo, muchas veces tapando con el velo de la belleza su discurso expositivo». Prueba de que el museo debe repensarse, algo que señalaba también hace apenas unos años Iván de la Nuez en Teoría de la retaguardia, es la exposición de Pedro G. Romero (actualmente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) que permite «comprender las fricciones entre un discurso marcadamente político y el entorno museístico, también cómo lo popular es inclasificable para la institución acaparadora e irreductible a la mente pensante que articula a partir de ello un discurso estético». 

El ninot de Felipe VI de Eugenio Merino y Santiago Sierra. | Foto cedida por el entrevistado.

El arte crítico… ¿Es posible?

«Artistas como Tania Bruguera, Rogelio López Cuenca o Esther Ferrer demuestran que sí, que es posible exponer en galerías y aparecer en famosas ferias de arte y seguir teniendo una actitud radical, contestataria», responde Caldera, aunque de inmediato señala que los artistas son excepciones «que conocen el mercado y que han asumido que la autonomía, que en su tiempo fue el concepto a perseguir, es ahora una entelequia». En el libro, el ensayista dedica varias páginas a Santiago Sierra y Eugenio Merino, dos artistas a través de los cuales es posible observar de qué manera el componente político queda no solo neutralizado, sino canibalizado por el mercado.

«Lo que me sorprende del arte crítico es el ejercicio de autodenominación que lo suele acompañar: un artista se suele vender a sí mismo como crítico porque sabe que es un nicho de mercado. En ese sentido, el mercado no neutraliza la crítica, sino que ciertamente la potencia, pero es un tipo de crítica literal, inane, en cierta medida publicitaria». Y, ¿qué papel juega la precariedad? Más allá de las grandes subastas, el artista comparte con el crítico la precariedad, que, en palabras de Caldera, «actúa como un líquido corrosivo que acaba destruyendo la estructura misma de la crítica: la precariedad no es en este caso solo económica, aunque lo monetario sea su base: es algo que modifica la estructura de pensamiento, que mina la subjetividad, que cansa, que fatiga el intelecto. Es, desde luego, uno de los grandes males de nuestro tiempo». 

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