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Cultura

Élisabeth Roudinesco, una psicoanalista en el laberinto de la identidad

Inquieta ante las nuevas ideologías de la pertenencia, Élisabeth Roudinesco aborda la evolución de conceptos como el género o la raza en ‘El yo soberano’

Élisabeth Roudinesco, una psicoanalista en el laberinto de la identidad

Élisabeth Roudinesco. | Beckford (Wikimedia Commons)

En la fecunda carrera de la historiadora Élisabeth Roudinesco (París, 1944) fue decisivo su interés por la literatura, la filosofía y el psicoanálisis. Alumna de Gilles Deleuze, Michel de Certeau y Michel Foucault, en 1969 ingresó a la Escuela Freudiana de París, fundada por Jacques Lacan, donde aprendió a escudriñar en los secretos pasadizos de la mente. Gracias a esta experiencia, el diván psicoanalítico puede verse como el epicentro de su trayectoria intelectual y, de hecho, en las páginas de sus principales ensayos reaparecen, aquí y allá, las ideas de Freud y Lacan. Como no podría ser de otro modo, su nuevo libro, El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias (Debate), es un buen destilado de las tres especialidades de la autora: el psicoanálisis, la historia y la filosofía. Con un gran sentido de la oportunidad, Roudinesco se aproxima ahora a una de las principales cuestiones de nuestra época, la asignación de identidades y la atomización del tejido social

Su reflexión parte de una evidencia: ese fetichismo de la identidad nos lleva a deconstruir la categoría de lo universal. A comienzos del siglo XXI, parece que solo es posible contemplar el mundo a través de una perspectiva individualista, ajena a las causas transversales. La búsqueda de visibilidad y de un marco de referencia exclusivo, adaptado al propio deseo, conlleva una intolerancia y una endogamia difícilmente compatibles con el pensamiento complejo o con cualquier consanguinidad de espíritu. «Cada neurosis, cada particularidad, cada vestido que se lleva puesto», leemos en El yo soberano, «remite a una asignación de identidad, según el principio generalizado de uno mismo y los demás».

Ello nos impide mantener visiones matizadas o propuestas con múltiples significados. ¿El resultado? Todo se simplifica. Casi cualquier discusión está cerrada de antemano. Decae el espíritu de consenso y también se nota un progresivo desgaste de la noción clásica de comunidad. 

Portada del libro.

Conscientes de que las consignas identitarias son un arma arrojadiza muy efectiva, los censores, los fanáticos y los fabricantes de falsedades toman la cultura universal como terreno de juego. Unos y otros participan en esa guerra entablada, sin ir más lejos, a través de la cancelación en las redes sociales. «Como ya no se admite ninguna dinámica conflictiva», escribe Roudinesco, «cada cual se refugia en su pequeño territorio para pelear contra su vecino».

Decía Octavio Paz (y Roudinesco lo aprobaría) que «no se puede defender a la libertad con las armas de la tiranía ni combatir a la inquisición con otra inquisición». Sin embargo, parece que ya somos incapaces de perdernos a nosotros mismos para encontrarnos en el otro. Al mismo tiempo, algunos pretenden descubrir ese momento preciso en que las cosas fueron mal, borrando de su realidad ‒y de nuestra memoria‒ a los supuestos culpables. Esta generalización de dogmas, delirios y rencores apenas sería digna de mención si no fuera vivida, en el sentido más pleno y militante, por sectores muy amplios de la sociedad.

¿Cuál es el trasfondo histórico de este patrón de conducta? En opinión de Roudinesco, esta fijeza identitaria parte de una pésima interpretación de las teorías de Simone de Beauvoir, Sartre, Derrida o Freud. Al distorsionar ese legado, la construcción social de la identidad ha acabado anteponiéndose a los grandes avances de la cultura moderna, a la biología o a las complejidades del destino humano. Frente a cualquier abordaje unitario, sosegado y científico, triunfa una chirriante multiplicación de tipologías. Y eso abre una grieta en la base de la conciencia social, despojada de referentes sólidos y convertida en una trama caleidoscópica que, de forma inevitable, también genera monstruos. 

«El estudio de las representaciones identitarias parece un pozo sin fondo, pues induce a quienes se proclaman sus adeptos a reproducir discriminaciones que ya fueron combatidas»

Élisabeth Roudinesco

Con un formidable acopio de datos, Roudinesco cuenta la historia de esta locura inquisitorial. Comienza por desmontar los estudios de género que pulverizaron las categorías de la ciencia biológica «en nombre de un ideal de emancipación basado en una contabilidad identitaria como mínimo discutible». Luego analiza el furor punitivo que surgió de los llamados estudios poscoloniales, que a la hora de dar voz a los subalternos de la historia, acabaron desatando una pelea entre dos memorias: la de las víctimas de una «continuidad colonial» imaginaria y la de los neorreaccionarios, con su terror a la alteridad y su «mitificación de un pasado fantaseado». 

Con una libertad de criterio extraordinaria, implacable frente a cualquier extremismo, la autora fiscaliza las derivas identitarias de todos los colores: desde aquellas ligadas al oscurantismo religioso, como el islamismo radical, hasta las que se fundamentan en una segregación de la idea de raza o en la abolición de las diferencias anatómicas y biológicas de los sexos. 

A la hora de devolver estas pulsiones a su órbita más razonable, Roudinesco opta siempre por el sentido común: «Cada cual puede cultivar libremente su identidad siempre que no pretenda convertirla en un principio de dominación». En todo caso, el interés del libro reside en la audacia que demuestra la ensayista a la hora de descorrer la cortina académica y proclamar verdades incómodas. ¿Un ejemplo? Aquí lo tienen: «El estudio de las representaciones identitarias parece un pozo sin fondo, pues induce a quienes se proclaman sus adeptos a reproducir discriminaciones que ya fueron combatidas para, a renglón seguido, inventar categorías que enfrentan a unos con otros, creando así una cultura de la denuncia perpetua que cataloga a cada cual en virtud de identidades cada vez más estrechas».

En este punto, sus conclusiones acaban produciendo el mismo efecto que aquella reflexión con la que Unamuno se dirigía a los jóvenes de su época: nunca es bueno encerrarse en «capullos casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes». Con una verdadera exhibición de poderío intelectual, Roudinesco profundiza con sagacidad en las múltiples facetas de esta idea. El resultado es un libro profundo y revelador.

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