THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

«Todo es posible en la bolsa, hasta lo más lógico»

En ‘El arte de reflexionar sobre el dinero’, André Kostolany desvela las fórmulas que lo convirtieron en el rey de la especulación

«Todo es posible en la bolsa, hasta lo más lógico»

Imagen del barrio financiero de París. | Zuma Press

André Kostolany acababa de cumplir los 18 cuando en 1924 se bajó del Orient Express en la Gare de l’Est de París. Su padre tenía allí un amigo que operaba con materias primas y le había convencido para que el niño dejara los estudios de historia del arte y filosofía que había iniciado en Budapest y se dedicara a la bolsa. Había probablemente pocos lugares mejores que Francia para iniciarse en la especulación. El Gobierno de Raymond Poincaré había conseguido contener la inflación y estabilizar la moneda y «las acciones y los bonos no paraban de subir», recuerda Kostolany en su ameno e interesantísimo El arte de reflexionar sobre el dinero. Un «mundo de lujo, placer y celebraciones» se abrió a sus ojos. Las damas lucían sus elegantes creaciones de alta costura en los hipódromos de Longchamp y Auteuil y los caballeros «quedaban en el café Weber para hablar del último modelo de coche o de las piernas de Mistinguett, la gran vedete de la época, descubridora y gran amor de Maurice Chevalier». 

«Como un niño que aprieta la nariz contra el escaparate de una pastelería», Kostolany solo pensaba en «encontrar los medios para participar en todo aquello» y rápidamente se dio cuenta de que había tres modos principales: casarse con una millonaria, montar una empresa de éxito o especular. Lo primero estaba fuera del alcance de un anónimo y modesto inmigrante húngaro. Lo segundo llevaba mucho tiempo y era incompatible con su vocación de bon vivant. No quedaba, por tanto, más remedio que especular y ya digo que el París de los Locos Veinte no era mal sitio. «El olor a dinero flotaba en el aire. Estaba por todas partes». Según su primer amigo, «en la bolsa no era difícil. Bastaba con nadar hábilmente a favor de la corriente».

Zoología básica

De toda la fauna bursátil, el animal más majestuoso es el especulador. Los brókeres y los agentes ramonean comisiones. Kostolany no oculta su desprecio por ellos. «La mayoría son estúpidos, aunque necesarios», porque «ponen en contacto a compradores y vendedores».

El inversor convencional es, por su parte, un pacífico herbívoro que toma posiciones largas y espera pacientemente a que rindan frutos. A Kostolany le parece lo más apropiado si lo que se pretende es preservar el capital o garantizarse una jubilación tranquila. Uno de sus consejos más celebrados es adquirir acciones de empresas sólidas y echarse luego a dormir unos años, ignorando las tormentas que regularmente sacuden los mercados.

Pero si se quiere ganar dinero de verdad, hay que convertirse en un especulador. Este depredador domina la pirámide alimentaria. Su especialidad son las grandes piezas, y esas no se cobran nadando «a favor de la corriente», como le sugirió aquel primer amigo. Hay que ir a la contra. Se lo dijo un anciano nada más pisar el parqué de París. «Voy a enseñarle algo de vital importancia», le confió. «Mire a su alrededor. Aquí todo depende de una sola cosa: si hay más tontos que títulos o más títulos que tontos».

No importa que las compañías presenten buenos o malos resultados, que haya guerra o paz, que gobierne la derecha o la izquierda. Cuando la demanda supera a la oferta, las acciones suben. Y cuando suben mucho, es que hay más tontos que títulos. A Kostolany nunca le costó identificarlos: el piloto que le invitaba a pasar a la cabina para que le diera un par de soplos, el camarero que le preguntaba si le gustaba más Daimler que IBM… «Para mí eran señales de que el mercado se estaba sobrecalentando».

El París en el que desembarcó a mediados de los años 20 vivía decididamente una de esas epidemias de estupidez. «Todos decían tener la información más fiable, se jactaban de haber ganado con cada giro bursátil, de que sus clientes siempre estaban correctamente asesorados, de conocer un chivatazo infalible, etcétera». Aquello no podía durar. Kostolany se puso corto, es decir, apostó por una caída y los hados le regalaron la madre de todas las caídas: el crack de 1929. «La actividad bursátil en Europa experimentó un notable deterioro» y él se forró. Obscenamente. «Hoteles y restaurantes elegantes, un coche con chófer vestido con librea, todo estaba a mi alcance», rememora. Y a quien le preguntaba cómo había anticipado aquella debacle, le respondía simplemente: «Todo es posible en la bolsa, hasta lo más lógico».

El sistema nervioso del capitalismo

Muchos abrigan reparos contra este modo de enriquecerse. Para ser legítima, una fortuna debe tener alguna contrapartida social. Steve Jobs, Henry Ford y Thomas Alva Edison nos brindaron ordenadores, coches y bombillas que han hecho nuestras existencias más cómodas o productivas, pero ¿qué aporta el especulador?

Pues esos mismos avances, argumenta Kostolany. «Sin la especulación, nunca habrían surgido las industrias revolucionarias». La informática, el automóvil o la electricidad fueron en su momento aventuras de alto riesgo y lo único que podría inducir a alguien a sufragar algo semejante es «la expectativa de un incremento especulativo de los precios», no la mera rentabilidad por intereses o dividendos. 

Minusvaloramos el papel del especulador porque los manuales de historia solo hablan de los que triunfan. Este sesgo del superviviente alimenta la ficción de que cualquiera podría hacerlo, pero la inmensa mayoría de los visionarios fracasan y arrastran en su caída a los capitalistas que los financiaron. El propio Kostolany solía decir que él «se equivocaba 51 veces de cada 100». En los años 50, por ejemplo, se endeudó para participar en el incipiente auge de la electrónica. «Por aquel entonces», cuenta, «el presidente era Dwight D. Eisenhower, un héroe de guerra que, aparte de eso, carecía de cualquier talento especial. Sin embargo, […] gozaba de un enorme prestigio. Ni siquiera los rumores de una relación amorosa con Marlene Dietrich le causaron perjuicio alguno». Wall Street daba por hecho que saldría reelegido y todo discurría apaciblemente cuando «ocurrió algo que nadie podía haber previsto». El presidente sufrió un ataque cardíaco y las acciones se desplomaron entre un 10% y un 20%.

El credo de las cuatro pes

Si Kostolany hubiera jugado con fondos propios, podría haber aguantado sus posiciones. No transcurrió, efectivamente, mucho tiempo antes de que Eisenhower mejorara y la bolsa recuperara los niveles previos al infarto. «Algunos títulos llegaron incluso a multiplicar por diez su valor», escribe. «Por desgracia, demasiado tarde para mí». Al operar con préstamos, se vio obligado a aportar más avales a su bróker y, como su crédito estaba agotado, debió liquidar con pérdidas una parte importante de su cartera.

A partir de esta experiencia, adoptaría un principio inapelable: «Queda terminantemente prohibido comprar acciones con préstamos». Esta es la primera de las cuatro famosas P que conforman el credo de Kostolany: la P de peculio. Si no tienes dinero, no especules.

Las otras tres P son providencia, paciencia y pensamiento. La providencia no necesita mucha aclaración: «Como es lógico, el especulador necesita suerte». Por cauto y listo que seas, no puedes prever todas las contingencias.

Tampoco hace falta extenderse mucho en la paciencia. Un viejo aforismo sostiene que en la bolsa no se hace dinero con la cabeza, sino con el culo: teniéndolo bien pegado al asiento y no levantándose histérico para vender al primer contratiempo.

Queda, finalmente, la P de pensamiento. Detrás de cada especulación hay una hipótesis, un relato bien trabado. Puede ser la idea de que el mercado está sobrevendido, como el parisino en vísperas de 1929. Puede ser la fe en una actividad, como la electrónica en los años 50. Pero también puede ser algo mucho más enrevesado. «Después de que [Mijaíl] Gorbachov y [Ronald] Reagan se reunieran en varias cumbres y la distensión entre las dos potencias fuera más que evidente, tuve una visión», dice Kostolany: «Algún día, Gorbi querrá colocar deuda». Antes tendría, sin embargo, que amortizar los bonos que Alejandro II había lanzado en vísperas de la Revolución bolchevique y que Vladimir Lenin se había negado a reconocer. Seguían circulando por Occidente, aunque al 1% e incluso el 0,25% de su valor nominal.

Kostolany dio instrucciones a su bróker para que le localizara todos los que pudiera y, cuando en 1996 Moscú quiso efectivamente emitir en el mercado de eurobonos, el Gobierno francés lo obligó a redimir las obligaciones zaristas. Al final, se alcanzó el acuerdo de pagar 300 francos por unos títulos que a Kostolany le habían costado cinco…

Periodismo

«Muchos especuladores se enamoran tanto de la bolsa», escribe Kostolany, «que no tienen cabeza para nada más». En lugar de concebir grandes operaciones mientras pasean agradablemente, disfrutan de una buena mesa o escuchan música, se encierran en sus despachos a consultar gráficos e informes financieros. «Debemos compadecer a los afectados por lo mucho que se pierden. ¡Qué monótona hubiera sido mi vida sin disfrutar de la comida, los buenos vinos, las mujeres hermosas y, por supuesto, la música!»

La ejecutoria de este epicúreo concluyó en 1999, en el mismo París que tanto lo fascinara cuando se apeó en la Gare de l’Est. Tenía 93 años y los últimos 30 ejerció asimismo como columnista de la revista alemana Capital. «La profesión de especulador bursátil, si es que se puede calificar de profesión, se asemeja por un lado a la de periodista y, por el otro, a la de médico. De los tres, el periodista es el único que puede cometer errores una y otra vez y, aun así, seguir dedicándose al periodismo».

Nuevamente, no puede uno por menos que darle la razón.

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