THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Ni España es el problema ni Europa la solución

Los bilbaínos que acudieron a una conferencia de título, en principio, poco atractivo (“La pedagogía social como programa político”), pero impartida nada menos que por el filósofo José Ortega y Gasset, tuvieron allá por 1910 el privilegio de escuchar en primicia una frase que se acabaría convirtiendo en todo un lema para nuestro país. Se trata del célebre “España es el problema y Europa la solución”: una idea que al regeneracionismo de inicios de siglo apasionó, la II República ambicionó, los antifranquistas contemplaron con esperanza y nuestra democracia actual ha elevado casi al rango de dogma.

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Ni España es el problema ni Europa la solución

Los bilbaínos que acudieron a una conferencia de título, en principio, poco atractivo (“La pedagogía social como programa político”), pero impartida nada menos que por el filósofo José Ortega y Gasset, tuvieron allá por 1910 el privilegio de escuchar en primicia una frase que se acabaría convirtiendo en todo un lema para nuestro país. Se trata del célebre “España es el problema y Europa la solución”: una idea que al regeneracionismo de inicios de siglo apasionó, la II República ambicionó, los antifranquistas contemplaron con esperanza y nuestra democracia actual ha elevado casi al rango de dogma.

¿De dónde le viene el éxito a esta sentencia? En primer lugar, incide en que España resulta “problemática”, y aquí siempre nos ha gustado mucho vernos así.

España es por supuesto problemática para los separatistas (de hecho, tan problemática que incluso su nombre les supone un apuro, y prefieren sustituirlo por lo de “el Estado español”). España es problemática para los izquierdistas, quizá porque no siempre les vota (y de hecho también sienten recelos ante su nombre, que a menudo reemplazan por “Este país”). España fue problemática para Francisco Franco (que se sintió llamado a resolver sus aprietos con contundencia), pero también para la derecha de Manuel Fraga (que acuñó el eslogan “Spain is different”).

Incluso los regeneracionistas más modernos de hoy día siguen observando España como un problema que ellos están llamados a resolver. En un libro significativamente titulado “El dilema de España” Luis Garicano (de Ciudadanos) propuso salir de tan dilemática situación optando por parecernos a Dinamarca (que, al parecer, ni es un dilema ni un problema). A su vez, Rosa Díez llegó a aducir que la causa de que su regenerador partido, UPyD, no obtuviera el éxito electoral que hoy se prevé para C’s residió en que había diseñado un partido “para daneses” (mientras que, entendemos, por desgracia España anda aún repleta de españoles: un problemón).

Ahora bien, pese a que tantos políticos nos vean tan problemáticos, lo cierto es que la historiografía más actual se muestra reticente ante tal creencia. Lejos quedan ya los días de 1949 en que Laín Entralgo (un orteguiano de pro) publicara su “España como problema”. Actualmente, cuando uno estudia (como es deber de los historiadores) nuestro pasado en comparación con el del resto de naciones europeas, lo que encuentra son muchas más semejanzas (en las dificultades y en los logros) que abismos de diferencias infranqueables.

¿Afligen y han afligido a nuestro país diversas contrariedades? Sin duda. ¿Lo convierten eso en todo un problema radicalmente intenso en el seno de Europa? No. Autores de allende nuestras fronteras (Raymond Carr, Joseph Pérez) y de aquende (Juan Pablo Fusi, Santos Juliá, José Varela Ortega) han ido explicando esta sencilla verdad de modo tan sólido como, lamentablemente, poco eficaz para los políticos y su obsesión con lo problemática que nuestra España es.

Pero seguramente es la segunda parte de la sentencia de Ortega, “Europa es la solución”, la que siempre ha cosechado entre nosotros un éxito mayor. No es común en otros países la unanimidad que se dio tanto en el Congreso como en el Senado cuando aprobaron la integración en la Comunidad Económica Europea de 1985. Pocos pueblos votarían tan mayoritariamente como hizo España en 2005 el fallido proyecto europeo de Constitución (de hecho, Francia y Holanda votaron en contra). Si a esto unimos que durante lustros la existencia de Europa la hemos percibido sobre todo en los carteles del FEDER que nos contaban los cuantiosos fondos con que la UE regaba nuestras tierras, no sorprende el vibrante europeísmo que las encuestas siempre han confirmado que nos embarga.

Y conste que un servidor no tiene en principio nada en contra del europeísmo, e incluso tiende a considerarse partidario del mismo. Ahora bien, igualmente creo que Ortega y Gasset no debe ser la única luminaria filosófica que nos oriente en nuestras cuitas. Y que de otro gran pensador, don Miguel de Unamuno, también tenemos seguramente mucho que aprender.

Hay un texto unamuniano de 1898, tras los desastres de aquel año, que creo que puede resultarnos hoy, cuando quizá también sintamos cierto vapuleo, particularmente esclarecedor. Se titula “La vida es sueño”. Con su habitual maestría, el antiguo rector de la Universidad de Salamanca es capaz de tocar en él diversos asuntos; pero me gustaría concentrarme en el que más atañe lo que aquí venimos sopesando.

Unamuno notó que ya por entonces cundía entre los españoles una cierta obsesión regeneracionista: “hablamos ahora y a cada paso de la regeneración de España”, describe. También capta que esa manía se asocia con el progreso, con la modernidad, con el europeísmo, con dejar de ser tan problemáticos y empezar a ser más como el resto. Hasta aquí, nada novedoso, como hemos visto: 120 años más tarde seguimos dándole vueltas a la misma noria. Ahora bien, Unamuno añade en 1898 algo que también sirve para el año 2018: esa obsesión con ser como los demás se ha visto contaminada con uno de nuestros peores defectos. De suerte que, curiosamente, ya no es tan europea y sí muy españolaza. Por paradójico que resulte, hemos teñido nuestro europeísmo de algo bien poco europeo y muy nuestro: el quijotismo.

Somos unos quijotes cuando vemos Europa como solución a todos nuestros problemas. Porque Europa no es esa Dulcinea que, lozana y complaciente, viva solo para aguardarnos y satisfacer nuestros anhelos el día en que alcancemos su vera. Pecamos de quijotería cuando atribuimos a Europa la capacidad de solventar lo que nosotros no nos hayamos solventado. Porque basta conocer un poco Europa (¡o conocer mundo!) como para saber que entre sus desvelos no está el de sacarles a los perezosos castaña alguna de ningún fuego.

Hemos sido unos quijotes cuando nos hemos negado a mirar a la realidad cara a cara: y la realidad es que hoy Europa, aparte de leyes y políticos, no es una comunidad de 500 millones de personas dispuestas a jugárselo todo por edificar un proyecto común. Nos sentimos como don Quijote, derribado por unos simples molinos, cuando unos jueces regionales de Schleswig-Holstein entran a enmendar la plana a nuestro Tribunal Supremo. O cuando los socialdemócratas germanos comparan nuestro país con Turquía y dudan de que sea un Estado democrático. Pero los molinos siempre fueron molinos; y es culpa solo de nuestra loca imaginación el confiar en que los alemanes iban a apostar antes por nosotros que por el reconfortante placer de la equidistancia y la corrección política.

(Dicho sea incidentalmente: Alemania lleva doscientos años apostándolo todo al movimiento intelectual que más cunda en cada momento: y por eso fue romántica como ninguna otra nación a inicios del XIX, vitalista cuando a finales del XIX hacía falta serlo, eficacísimamente totalitaria a mediados del convulso siglo XX. Y por eso es hoy políticamente correcta como la que más).

En suma, los españoles seguimos siendo unos quijotes porque, cuando decimos que España es el problema y Europa la solución, en realidad no estamos pensando en resolver de manera realista, con nuestras propias manos, problema alguno. Estamos pensando más bien en que, sí, España es el problema, pero Europa será solo la disolución. Para qué ponernos a arreglar nuestra casa si algún día cercano viviremos en el castillo de ensueño que nos están construyendo belgas, fineses y alemanes. Hasta que Alonso Quijano, de una vez, despierte y caiga en la cuenta de que el palacio de sus fantasías no es tal, sino solo una simple venta del camino. Y que, si no quieres acabar manteado como Sancho Panza en ella, conviene que la reconozcas como tal.

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