THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Una epidemia de líderes narcisistas

«Ver a Milei delirante, acosado por murmullos, no fue muy distinto a ver a Sánchez defender con la misma convicción lo que había criticado tantas veces»

Opinión
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Una epidemia de líderes narcisistas

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Ver a Javier Milei en la entrevista que le hizo Esteban Trebucq para su programa A24 de la televisión argentina, inconexo y delirante, acosado por murmullos imaginarios, no fue muy distinto a ver a Pedro Sánchez defender con la misma convicción ante el comité federal del PSOE lo que había criticado tantas veces hace apenas tres meses, o a López Obrador colocarse en el papel de víctima por las críticas recibidas ante su lenta y indolente respuesta tras el paso devastador del huracán Otis por Acapulco. Los tres líderes, cada uno en su espectro político y circunstancias nacionales particulares, me hicieron pensar en El presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico, de Sigmund Freud, uno de sus libros menos conocidos y estudiados. 

Publicado en 1932, el libro contó con la inestimable ayuda de William C. Bullitt, quien había trabajado con Wilson durante muchos lustros como su secretario privado y conocía de cerca la compleja personalidad del ex presidente de Estados Unidos. El libro no es un estudio clínico en rigor, ya que Wilson no fue paciente del doctor Freud. Es una aproximación al perfil psicológico a través de las informaciones conocidas de este personaje público, las múltiples biografías escritas sobre él y la información concreta que aportaba un testigo cercano, como fue Bullitt, lo que le valió ser considerado como coautor del estudio.

Los miles de casos clínicos que Freud atendió (con hipnosis, interpretación de los sueños y otros artilugios de mago) lo llevaron a encontrar una suerte de mínimo común denominador en la formación de toda persona, los «parámetros de normalidad funcional», siempre relativa, y un método clínico de terapia, el psicoanálisis. Aunque su teoría ha encontrado severos reparos desde la psiquiatría y la neurología, muchas de sus ideas son el lenguaje común en el que los profanos hablamos de temas de psicología. Por ejemplo, de Narciso y del narcisismo.

El narcisismo es una etapa temprana en el desarrollo de la personalidad cuando el niño adquiere conciencia de su existencia, pero piensa, no sin cierta razón, que todo gira alrededor de él o es una extensión de su propio cuerpo. Esta etapa termina pronto, y da pie al descubrimiento de que existen otras personas y hay que establecer relaciones con ellas. Quienes no superan esta etapa sufren del «trastorno de la personalidad narcisista». La Clínica Mayo lo define así: «Trastorno mental en el cual las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, relaciones conflictivas y una carencia de empatía por los demás. Sin embargo, detrás de esta máscara de seguridad extrema, hay una autoestima frágil que es vulnerable a la crítica más leve».

«Las decisiones que toman los líderes narcisistas están motivadas por sus intereses personales en exclusiva y tienen consecuencias potencialmente devastadoras».

Lo interesante en el caso de Sigmund Freud es que no sólo sintetizó esta etapa del desarrollo humano, más o menos aceptada por psicólogos y psiquiatras, sino que estudió un caso concreto de desviación estándar, el del presidente Wilson. A Freud y Bullitt les obsesionaba este presidente por una razón: porque veían en su debilidad, e incluso colapso, la razón por la que se frustró el sueño de una paz justa tras la Primera Guerra Mundial. Para Freud-Bullitt, la responsabilidad de Woodrow Wilson en la firma del Tratado de Versalles fue absoluta. Y las razones son de orden psicológico. Con la simple argucia de hacerle creer que todo era producto de su genio y sus ideas originales, alabando su vanidad sin freno y aprovechando su debilidad profunda (todo narcisista esconde en realidad un complejo de inferioridad directamente proporcional a su aparente superioridad), Clemenceau, Lloyd George y el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando forzaron a Woodrow Wilson a aceptar y defender un tratado que era lo opuesto a lo que él originalmente había planteado. Tras la firma, por cierto, Woodrow Wilson no volvió a ser el mismo. Sus dolencias e incapacidades se acrecentaron y murió en 1924 en medio de sufrimientos y paranoias.

Para lograr la paz, Woodrow Wilson había lanzado su propuesta de los «Catorce puntos», una de las razones de la aceptación del armisticio por parte de los imperios del centro (otra, claro, fue el fracaso en la ofensiva de Kaiserschlacht, planeada por Erich Ludendorff para terminar la guerra y que acabó precipitando la derrota alemana). La Sociedad de Naciones fuerte y con poder real que había diseñado Wilson se volvió un senado de buenas intenciones. Versalles fue un tratado injusto, que traicionó los postulados del plan original. Alsacia y Lorena regresaron a Francia (justo), junto con la administración de facto de El Sarre (injusto). Alemania perdió sus colonias africanas (justo), que pasaron a manos de los ingleses (injusto); pero, sobre todo, se vio obligada a unas reparaciones que arruinaron su economía y condicionaron a la frágil República de Weimar. Versalles fue el tóxico brebaje con el que Hitler y los nazis envenenaron a las masas alemanas

El libro de Freud-Bullitt es un alegato contra los líderes narcisistas: las decisiones que toman estos personajes están motivadas por sus intereses personales en exclusiva y tienen consecuencias potencialmente devastadoras. Su instrumento es la mentira. El problema es que la otra enseñanza del libro es algo que Ortega y Gasset intuyó antes en La rebelión de las masas: la necesidad que tiene la gente en confiar en estos los líderes que nunca dudan y que parecen tener las respuestas a todos los problemas, sobre todo en época de crisis, guerra, incertidumbre o pandemia. Y, como estudió Elias Canetti en Masa y poder, sólo despiertan del hechizo cuando el daño es irreversible.

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