THE OBJECTIVE
Daniel Capó

A veces parece imposible

«La carta de Pedro Sánchez –y su consiguiente declaración institucional- es el último ejemplo en la sentimentalización demagógica de nuestra democracia»

Opinión
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A veces parece imposible

Ilustración de Alejandra Svriz.

El mismo día en que la convocatoria del Partido Socialista pinchaba en la calle Ferraz, Rafa Nadal triunfaba en Madrid al ritmo coral del «sí se puede» en el Másters 1000. Se diría que hay dos Españas o, al menos, que hay una parte del país cada vez más desconectada de la absurda teatralización de la política nacional. Dos décadas perdidas para nuestro desarrollo económico y social se resumen en una mala serie de televisión: un guion banal para vidas banales. El tono de los debates lo indica todo, al igual que los titulares de los periódicos y la cansina monodia de los adoctrinados en las redes sociales. Humo y más humo que señala un incendio del cual nadie logra identificar muy bien el foco originario, aunque tampoco nos debe importar tanto.

La realidad es consecuencia en gran medida de nuestras ideas, por lo que antes que fustigarnos con el pasado convendría empezar a pensar en el futuro que queremos. En parte porque, si no, nos haremos daño (y ya nos estamos haciendo mucho realmente) y, en parte, porque la ramplonería de nuestras ideas se terminará pagando en términos de riqueza y de desarrollo (de hecho, llevamos dos décadas alejándonos de los estándares europeos). Casi lo único que le deberíamos pedir ahora mismo a nuestros políticos son ideas de calidad y eso exige abandonar el pugilato cotidiano en que han convertido el espacio público.

«Mientras en la UE el debate gira en torno a las propuestas económicas, aquí dedicamos nuestros esfuerzos a revivir el frentismo»

La carta de Pedro Sánchez –y su consiguiente declaración institucional de ayer– es el último ejemplo en la sentimentalización demagógica de nuestra democracia. Y, mientras tanto, la inmensa mayoría de decisiones políticas relevantes se convierten en armas divisivas, en escuelas de polarización, ya sea en manos de unos o de otros. Ni siquiera Europa parece ya constituir algún tipo de freno, inmersa como se halla en su propia deriva maniquea. Pero no deja de ser significativo que, mientras en la Unión el debate gira en torno a las propuestas económicas lanzadas por Mario Draghi o Enrico Letta, aquí dediquemos nuestros esfuerzos a revivir el frentismo. Quizás habría que preguntarle a Freud sobre las causas de todo esto. De sus palabras no se derivaría un diagnóstico demasiado agradable.

Como suele ocurrir en estas circunstancias, la división termina en confrontaciones o en aislamiento. Dicho de otro modo, a medida que nos vamos enfrentando entre nosotros siguiendo el guion perverso de unos lumbreras, nos aislamos de las grandes corrientes internacionales que sólo llegan aquí en forma de parodia o de empobrecimiento acelerado. ¡Qué distinto al país de nuestra juventud, cuando el discurso delirante quedaba circunscrito a una minoría muy pequeña y el uso de la demagogia, ya incipiente, se mantenía dentro de unos márgenes! A menudo no se sabe si es peor la ausencia de educación o la mala educación; pero tiendo a pensar que es más dañina la primera.

Cada vez más vivimos en universos paralelos, sin que ni siquiera los amigos se apresten a escuchar las razones de nuestra memoria. Identidades cerradas que convierten las diferencias en enemistad o en silencio. Quizás siempre haya sido así y no quisimos o no supimos verlo. No obstante, me niego a creerlo. La esperanza emerge entre las grietas del tiempo y nos llama a invocar de nuevo a los hijos de Abel. Bastaría con un cambio de tono en el debate, un paso adelante en la inteligencia, un giro de la mirada hacia el futuro, un acto de generosidad compartido. No es tanto, ni es tan difícil. Sin embargo, a veces parece imposible.

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