THE OBJECTIVE
Cultura

Antonio Escohotado: “Soy, básicamente, un espectro”

La entrevista tuvo lugar en casa de Escohotado, a las afueras de Madrid, y a la misma asistió Jesús Bengoechea, de La Galerna, y el que esto firma. La cosa es que Antonio andaba liado con el que será su próximo título, Los hitos del sentido, y, por cuestión de procedimiento y de tiempo, de falta de tiempo, nos citó a los dos en el mismo sitio, a la misma hora, sin importarle que cada uno llevara su propio cuestionario.

Antonio Escohotado: “Soy, básicamente, un espectro”

La entrevista tuvo lugar en casa de Escohotado, a las afueras de Madrid, y a la misma asistió Jesús Bengoechea, de La Galerna, y el que esto firma. La cosa es que Antonio andaba liado con el que será su próximo título, Los hitos del sentido, y, por cuestión de procedimiento y de tiempo, de falta de tiempo, nos citó a los dos en el mismo sitio, a la misma hora, sin importarle que cada uno llevara su propio cuestionario. Sin embargo, no nos despachó enseguida, sino que nos tuvo, a Bengoechea y a mí, toda la tarde divertidísimos, dejándonos preguntar sin tasa y respondiendo él sin autocensuras del tipo “hoy no toca”, “me reservo mi opinión” o “solo en presencia de mi abogado”. Antonio Escohotado Espinosa. Qué tío.

 

No suelo preguntarlo, pero en su caso, creo, está justificado. ¿Ha tomado algo antes de esta entrevista?

Me acabo de preparar unos polvos de la Madre Celestina.

¿Cómo los consigue? Los polvos esos y, en general, el resto de drogas.

Navegando la deep web.

¿Y eso cómo funciona? ¿Se lo llevan a casa o qué?

Nada de eso, sería temerario.  

¿Qué me dice de los controles? Porque digo yo que en Correos habrá controles.

No estoy al corriente, porque me ayudan almas caritativas en la práctica.

Supongo que aquí el tamaño sí importará.

Hay productos, como la maría, que ocupan mucho; aun así la ofertan.

¿Y si no llega un pedido, a quién reclama?

El sistema diseñado en origen por Ross Ulbricht -la deep web– solo me ha fallado una vez en siete años.

Siete años comprando en internet, pero toda una vida consumiendo. ¿Cómo empezó todo?

Con el pentotal. Era todavía adolescente y tuve varios ataques de epilepsia. Entonces me inyectaron pentotal. ¡Ah, el pentotal, qué maravilla! Estoy como loco por conseguir un poquito de pentotal o de amital sódico, que viene a ser lo mismo: un barbitúrico de efecto ultrarrápido. 

¿No es eso lo que inyectan los americanos a los presos en el corredor de la muerte?

Así es. Ambos provocan asfixia cerebral, pero no antes de inducir una euforia cordial, como de borrachera grata.

Usted, obvio es señalarlo, nunca llegó a la segunda fase, la de la asfixia.

Cierto. De todas formas, es una pena que la gente relacione el pentotal y el amital con asesinos en serie, porque debería ser una forma razonable de dejar el mundo para cualquiera.

¿Para Antonio Escohotado también?

Intento ganarme el respeto de familia, amigos y vecinos, que es lo máximo que cabe pedir, a mi juicio. Por eso, cuando me levanto por las mañanas me digo lo maravilloso que sería morir hoy.

¿Por qué?

Porque temo ir haciéndolo peor cada día y sé que no hay manera de mejorarlo; es imposible que no empiece a desfallecer aquí y allá.

¿Y no hay más solución que la letal?

No para un tío como yo, que amó básicamente el conocimiento y el coraje. La perspectiva de perder ambos llama a quitarse de en medio, pero sin otra prisa que la dictada por el proceso degenerativo.

Usted, miedo a la muerte, lo que se dice miedo…

Los temerosos de la muerte suelen no saber de lo que hablan. Para empezar, dicen estar convencidos de la otra vida, pero se aferran con uñas y dientes a esta.

¿Qué pasan por alto?

Que el instinto de conservación se mantiene boyante hasta los sesenta e incluso algo más, pero luego se aplaca a medida que vas perdiendo masa muscular.

¿Hacia dónde gira entonces la cosa?

Hacia el sentimiento de bueno, luché, cumplí mejor o peor, pero toca despedirse, cerrando quizá algunos flecos.

¿En su caso, y centrando la pregunta solo en su producción intelectual, cuáles son esos flecos?

Por ejemplo, Los hitos del sentido, un repaso de los grandes hallazgos conceptuales que reelabora a fondo mis unidades didácticas de la UNED, porque ahora sé bastante más que hace treinta años, y puedo hacer una historia realmente materialista.

¿Con qué ánimo afronta el proyecto?

Con un entusiasmo medio ciego, afanoso por encontrarle al día veinticinco horas para poder trabajar.

¿Y mientras las encuentra, cuántas echa?

Un mínimo de catorce.

¿De noche o de día? Porque es usted de naturaleza draculina, ¿no?

Trabajo por la noche, sí.

¿Qué tal despertar tiene?

Malo. Tardo mucho en pasar del Antonio desconcertado, blandengue, pasivo, que deja las cosas para luego, al Antonio concertado.

¿Algún remedio para acortar el paso?

Tomar polvos de la Madre Celestina.

¿Aparte de las drogas?

Natación. Hay días que son 450 metros, pero otros 800.

Eso en verano. ¿Y en invierno?

Ir al monte a cortar leña. Es un buen ejercicio porque sudas cortándola, sudas trayéndola y sudas almacenándola. Además, la chimenea hace tanto hogar…

Sin embargo, ¿para qué el esfuerzo, en invierno o en verano, si, como decía antes, a su edad no hay manera de mejorar?

No hay forma de evitar que la uva se convierta en pasa. Y aunque a mí me tiemblan ya las manos por parkinson, lo que de verdad importa es la cabeza; mientras funcione, ok.

Parece que funciona, con el añadido de que, como recordaba antes, ahora sabe mucho más que cuando empezó a estudiar.

Y empecé hace ya mucho.

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El estudio como la pasión de una vida, su vida | Imagen vía: Igor Gayarre

 

 

¿El estudio como la pasión de una vida?

Totalmente. Reconozco, eso sí, que las señoras me han interesado casi lo mismo. Lo que pasa es que, con el tiempo, el aguijón de la carne ha ido calmándose, por más que mi tercera mujer parezca mi nieta y la hija que tengo con ella, mi biznieta. Dos veces me he divorciado, pero con la tercera no me va a pasar. Ella es la definitiva y total.  

Luego le pregunto por las señoras, pero hábleme ahora de su afán de conocimiento. ¿Cómo nació? ¿Cuándo? ¿Dónde?…

Tengo una explicación, pero me temo que Freud diría que soy un frívolo por no tener en cuenta razones inconscientes de mucho mayor peso. Llamémoslo neurosis de destino: un niño fascinado por leyendas de heroísmo.

Llamémoslo así y obviemos a Freud.

Soy hijo único, nacido a los diez años de matrimonio, cuando mis padres estaban convencidos de ser estériles.

Nacimiento que, cabe imaginar, hizo que le recibieran con generosidad y cariño.

Mi vocación por el estudio viene de ahí, de esa generosidad y ese cariño de mis padres. Porque fueron tan buenos conmigo -¡tan buenos!-, les quise tanto -¡les quiero tanto!-, que pensé que una forma de devolverles el amor que me daban era hacerles sentirse orgullosos de mí.

Y no se le ocurrió nada mejor…

… que pulir el intelecto, digiriendo los libros aburridos.

¿Los libros aburridos?

Los libros aburridos, sí, supuestamente reservados para los mayores, no para Antoñito.

Con todo, los leyó. ¿Se enfadó su padre?

Papá no era ninguna hermanita de la caridad, sino más bien colérico. Pero lejos de enfadarse con el repelente niño Vicente -una expresión de Azcona, algo posterior- empezó a presumir de vástago extravagante, alegando que su hijo sabía una barbaridad de esto y de lo otro, mucho más que él. Se lo dijo incluso a Marañón, que una noche vino a cenar a casa, en Río de Janeiro.

¿Cómo reaccionó Marañón?

Me abrió mil ventanas en poco rato con sus preguntas, una forma dulce de sugerirme hasta qué punto vivía en la inopia.

A propósito, ¿qué hacían los Escohotado Espinosa en Brasil?

Papá era agregado de prensa en la embajada.

Una embajada de postín aquella, con su embajador, sus agregados y sus muchos secretarios de carrera.

Era clave para España, tras quedarse fuera del Plan Marshall, no perder la conexión con América, pues habría supuesto el aislamiento total. Era crucial seguir recibiendo importaciones de países como Argentina o Brasil, básicamente alimentos.

¿Configuró su infancia en Río su carácter libertario y libertino?

Es verdad que ese es mi carácter, pero no sé si me viene de ahí o del ADN.

¿Acaso no guarda recuerdos de su época allí?

Muchos, muchísimos. Tenga en cuenta que me vine a Madrid ya mayorcito, con catorce. Fue un palo tremendo.

¿Con qué se encontró?

¿En Madrid? Con curas halitósicos preguntando si me masturbaba y guarradas así. Y luego con la mili.

Vamos por partes: primero el colegio y luego la mili.

Estudié en el Rosales, un colegio al que iba toda la gran pasta del país: los Fierro, los March, los Urquijo, los Garrigues…

No le contaba a usted entre el número de los forradetis.

Qué va, macho. Yo iba y volvía en el 7, el autobús, mientras los demás iban y volvían con chóferes en cochazos.

Ni me lo imagino en uno de esos guateques de niños pera, con sus boleros, su yumbina y su cup de frutas.

Nunca le cogí el truco a la samba y otros ritmos sudamericanos. Llegué a ser bastante eximio con la guitarra. Pero incluso limitado al compás más sencillo -el del vals o el rock- acaba yéndoseme una negra antes o después.

Tampoco lo visualizo, y perdone mi falta de imaginación, como jugador del Real Madrid.

Pues jugué con los infantiles. Villalonga, que andaba por ahí, me felicitó una vez por lo “templado” que le pegaba.  También sugirió que ganara peso, porque jugaba en el centro del campo y era un tirillas. Sin embargo, mi ventaja sobre el resto era haber aprendido jugando diez años sobre la arena de Copacabana; hasta hace poco tenía unos gemelos muy fuertes.

¿Conoció a los ídolos de su niñez?

En Río llegué a tocarla en la playa con alguno de los astros brasileños -los que nos endosaron un 6-1 en el mundial de 1950.

¿Y en Madrid?

El Rosales, mi colegio, empezó teniendo tres chalets en el Viso, donde, por falta de espacio, jugábamos en un descampado contiguo al Bernabéu, por el cual aparecía de tarde en tarde un cabrero con su tropel.

¿Solo un cabrero con su tropel?

Había también un quiosco visitado por los jugadores del Madrid después de entrenar, donde tomaban cañas y alguna tapa. Verles en torno a la estufa que encendían en invierno era como estar en el Olimpo.

 

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Claudia, la pequeña de sus hijas, que no su biznieta, como exagera Escohotado.

 

¿Y dejaban los dioses acercarse a los niños?

Eran muy simpáticos. Recuerdo a Gento. Y a Puskas, dándole al orujo blanco, con su barriguita y tal. Y a Di Stefano, que encadenaba cigarrillos Chester sin filtro.

¿Habló con alguno?

Con Zárraga, unas cuantas veces.

¿Sigue siendo del Madrid?

No soy de ningún equipo, sino aficionado al fútbol, el gran ballet moderno. Hace tiempo me dije que la justicia y el propio disfrute mandan ver el fútbol sin fanatismo, satisfecho con que gane el mejor en cada partido. Por supuesto, el corazoncito trata de insurgirse, y más con la tradición madridista de mi casa, pero por ahora lo tengo a raya.

Cuénteselo a un hooligan de esos.

Gran parte de los fanáticos sencillamente no entienden el juego, o no les gusta, y disfrazan su tedio o su mala fe queriendo tal o cual resultado. A menudo son anti otro u otros equipos, como si negar se comparase con afirmar. Debo reconocer, sin embargo, que la gesta de Cristiano desde febrero casi me hace cambiar de actitud.  

¿Y de cuándo data su no afiliación a club alguno?

De la vez que fui al fondo sur de Bernabéu, donde se presenciaba el juego de pie, y me repugnó la cantidad de “mátalos” e “hijoputa” gritados por gente rabiosa, diría que primariamente consigo misma antes de proyectarse sobre otros. Me dije que no volvería, y así ha sido. Aunque no me pierdo un partido si lo dan por televisión.   

Conclusión: que lejos de usted la funesta manía del forofismo.

Lo de “viva er Betis manque pierda”, pues qué quiere que le diga, que se lo quede el Betis.

¿Con qué se queda usted?

Con lo de “a triunfar en buena lid, caballero del honor”. Infinitamente preferible es perder que ganar de penalty injusto en el último minuto. Eso es lo que me gusta del Madrid.

¿Del Madrid de Mourinho también?

Contratar a ese tío fue la mayor ignominia en la historia del club, sin duda porque dolía demasiado la larga superioridad del Barça. Pero dejar Málaga nos instaló en Malagón, dirigidos por un villano que excita la paranoia y le mete un dedo en el ojo al otro entrenador. ¡Pégale una hostia, si tienes huevos! Y, sobre todo, no te dediques a un deporte si no sabes encajar la derrota.  

¿Tuvo Florentino parte de culpa?

Temo que sí, dentro de la deriva a peor de lo galáctico. Pero se enmendó, y me parece que todos tenemos ese derecho.

¿Le conoce?

Se acercó una vez a saludarme en el ya cerrado Jockey, el restaurante, y me pareció un honor. No he vuelto a verle y tampoco sé por qué se acercó, quizá por tener algún libro mío, o verme en aquellos años de salir tanto en la tele por debates sobre la droga. En cualquier caso, es el mejor presidente desde Bernabéu.

Hasta donde sé, y no sé si sé mucho, el tipo ha hecho por erradicar la violencia de su estadio.

El fanatismo es un fenómeno que la prensa deportiva no ataca. “Maravillosa afición la del Tal o el Cual”, dice, cuando esa afición apedrea el autobús de otros equipos y pretende convertir los campos en pantomimas victimistas, chantajeando al árbitro. El público debe ser invitado a participar en un juego, que es lo contrario de una guerra.   

¿Qué deberían, por tanto, hacer los periodistas deportivos?

Leer Homo Ludens, de Huizinga, donde se explica el juego como vertiente singular de la conducta humana, cuyo elemento no es laboral ni bélico; se trata, más bien, de un tertium genus.   

O sea, que no hay que pasar el juego por un filtro intelectual, como pretenden algunos, sobre todo con el fútbol.

Lo que nos faltaba es tomarlo como capítulo de la ontología.

Antes le dije que le preguntaría por la mili y hemos terminado hablando de fútbol. ¿Se le ocurre la manera de ligar una conversación con otra?

Bueno, cuando en vez de salir alférez me mandaron a un batallón de castigo en Ventas de Irún conocí allí a López Ufarte, un finísimo jugador.

Para hacer la mili de alférez, aparte del valor, a uno se le suponía una carrera universitaria; en su caso, Derecho. ¿No murió de la aridez?

No, porque lo árido me gustaba. Y me gusta. Ya le decía antes que mi ventaja frente a los demás es un pelín más de paciencia con los libros aburridos. Eso y me temo que ser también competitivo, agonista, como decían los griegos. Me gusta partir de lo mismo que tú y ver adónde llegó cada uno pasado mañana.

La mili, que nos desviamos. ¿Cómo la recuerda?

Como un señor todo el día mandando. “¡Firmes, ar!”. “¡A cubrirse, ar!”.

¿Era de los que la música militar nunca le supo levantar?

Cada orden recibida -y eran constantes- me sugería contestar a tiros.

De algo le hubiera servido la instrucción.

Ni siquiera nos adiestraban en el uso de las armas, solo en la sumisión automática, como si fuésemos el perro de Pavlov hecho a salivar cuando suena la campana. Pero mejor el calabozo que el homicidio. Por lo menos allí cesaban las órdenes.  

Donde sí pretendió dar rienda suelta a su instinto asesino, en cambio, fue en Vietnam, matando gringos… o eso cuentan.

Instinto homicida, que no asesino, y en legítima defensa siempre, propia o ajena.

O sea, que es verdad.

Quise alistarme en el Vietcong, y en la legación vietnamita de París me dijeron que la única contribución era económica, porque cada día llegaban cientos de occidentales, americanos sobre todo, condenados a morir en la selva por su propio tamaño, pues los únicos refugios eran túneles donde apenas cabían vietnamitas de metro cincuenta.   

Luego, con los años, pasaría una larga temporada en la zona, tras la cual alumbró uno de sus libros, Sesenta semanas en el trópico.

Me acababa de divorciar, a los sesenta tacos, que hay que tener valor, y elegí el lugar más remoto para que mi ex no tuviese tentaciones de venir con un martillo.

O sea, que huyó.

¿Cómo fue posible que nuestro matrimonio naufragara, y desde hacía ya unos años, tras habernos amado tanto? No dejaba de darle vueltas a si la culpa era mía, y si mi deber no sería chupar la rueda mala del asunto. Al fin y al cabo, me había comprometido a cuidar y amar, y dejé de hacerlo. Y sí, escapé, huí.

¿Remordimientos?

Muchísimos.

¿Resabios, quizás, de una educación católica?

Sin duda. Pero de la parte buena del catolicismo, la de sentir compasión por los demás y cumplir las promesas. Por cierto, que cumplir las promesas es un asunto más mercantil que cristiano. Pero esa es otra historia.

Cuénteme ahora la de su aventura ibicenca; contra lo que cabe pensar, no era usted ningún muchachito.

Llevaba cinco años en el ICO, el Instituto de Crédito Oficial, de funcionario. Y aunque ya tenía en la cabeza otro tipo de vida, me pagaban muy bien y acumulaba varios otros ingresos. Y aún vivía papá, por el que sentía un respeto reverencial. De hecho, hasta que no murió, no me atreví a vivir aventuras.  

¿Le guardó luto?

Un año. Pero también necesitaba organizarme. Y luego estaba mamá.  

A la que tenía que tranquilizar. ¿Lo logró?

Le dije: “mira, mamá, es una excedencia voluntaria, puedo volver cuando quiera, basta con que lo solicite, y mira también los contratos con Anagrama y Alianza, que me garantizan traducciones, y, además, tengo un poquito ahorrado del Instituto, así que no te preocupes, mamá, todo va a ir bien, de verdad, no te preocupes…”.

Sí que les quería.

¿A quién? ¿A papá y mamá? ¿Quiere hacerme llorar o qué? Claro que les quería. Les quería muchísimo. Y les sigo queriendo. Toda mi vida, desde pequeñito, ha sido esta especie de locura porque papá y mamá se sintiesen orgullosos de mí. Todavía sueño con que me despierto y están ahí.

¿Dónde, en un más allá?

La verdad es que si después de morir aparece algo me sentiré, para empezar, defraudado, porque me he preparo para bajar el telón definitivamente. Que venga la nada. La nada absoluta. Dormir y no despertar. Pero si apareciesen mis viejos…

Perdón si he llevado la conversación por donde no debía. ¿Volvemos a Ibiza?

Estuve allí trece años, sin venir salvo pocos días para arreglar algún asunto. ¿He dicho trece? Mi hijo mayor dice que fueron doce, y quizá tenga razón.    

O sea, que no se fue solo.

Me fui con mi primera mujer y con mis dos hijos.

¿Qué tal lo llevaron los chicos?

El mayor con bastante disgusto por no tener tele, preguntándose por qué debía bombear el agua del pozo, cuando los demás se limitaban a abrir el grifo, y disgustado también por colaborar en el cisco de limpiar y cargar los quinqués, en vez de darle a un interruptor. Al pequeño, en cambio, le pareció un privilegio vivir aquella aventura. Temperamentos diferentes.

¿Cuáles, los de sus hijos?

Sí, al mayor -que es un profesional impecable- le sigue fascinando tener el último gadget tecnológico; mucho menos le interesaba eso a Román.  

Al que perdió.

Murió con cuarenta años, siendo el primer secretario de nuestra embajada en Seúl. Nunca se cerrará esa herida, el mayor dolor de mi vida.

Se emociona hasta las lágrimas hablando de él lo mismo que cuando habla de sus padres.

Mis muchos hijos y mis muchos nietos son mi principal responsabilidad.

Antonio Escohotado: “Soy, básicamente, un espectro” 2
Con Manolo Sáenz de Heredia, fundador con Escohotado de la discoteca Amnesia, en Ibiza.

 

Hoy, sin embargo, le habrían retirado la custodia por llevárselos a vivir a aquella casa en Ibiza sin electricidad.

¡Ni agua corriente! Teníamos una cisterna de 50 o 60 mil litros y el agua era la de la lluvia que caía del tejado.

¿Y en los años de sequía?

Pedíamos un camión y no las traía.  

A uno le hablan de Ibiza y piensa enseguida en el verano, pero ¿y el invierno?

Nuestra vida cambió cuando instalé mi primera Jøtul, una estufa negra de hierro colado que nos cambió la vida, hasta el punto de andar en calzoncillos, y eso que era una de esas casas medio grandes, preciosa.  

Como, en tiempos, lo fue también la discoteca Amnesia.  

Casa que se demolió para hacer un parking inmenso y un local donde hoy caben diez mil personas, todas bailando con el antebrazo. Lleva no sé cuántos años entre las cinco primeras discos del planeta, y campeona mundial alguna vez.   

Pero no siempre fue así.

Al principio fue un sitio para hacer música en vivo y poner buenos discos.  

¿Se llenaba?

En la isla debía de haber unos quinientos como nosotros, y calculamos -sin equivocarnos- que se financiaría con tal de que acudiesen cincuenta los fines de semana. Ganar dinero no estuvo entre las metas que nos propusimos Manolo Sáenz de Heredia y yo, los fundadores.  

Pero funcionó.

Lo pasamos de puta madre. Hasta que unos amigos se comportaron como perros, no solo no pagando sus consumiciones, sino robando cajas de botellas, y empezaron a ir mal las cuentas. Al trimestre de abrir nos dimos cuenta de que le debíamos dinero al proveedor de bebidas, un malnacido falsificó un cheque mío, y aunque notables músicos -entre ellos, Eddy Grant y parte de Bad Company- tocaban gratis, no bastaban para flotar aquello los cinco duros de entrada con consumición.

¡Cinco duros!

Veinticinco pelas, macho.

Pero aquello no fue todo.

Sin darme cuenta, le toqué las pelotas a gentes con las que no contaba.

¿Qué gente?

La mafia corso-marsellesa y la policía corrupta de la isla, en concreto, el teniente jefe de la Guardia Civil y algunos nacionales. No morí de milagro en aquella peripecia.

¿Por qué?

-Porque no estoy acostumbrado a agachar la cabeza.

Y esa gente tampoco se anda con bromas.

Bastantes de ellos, por cierto, acabaron con condenas a ocho y diez años de prisión.

Sin embargo, el que entonces fue a dar con sus huesos a la cárcel fue usted y no ellos. ¿Cómo lo explica?

Si quiere un relato completo de los hechos, mírese los últimos seis números de la revista Cañamo. Ahí lo cuento todo con detalle, nombres y apellidos incluidos.

Leeré el serial. ¿Me cuenta ahora su paso por el penal de Cuenca?

Guardo un buenísimo recuerdo de mi paso por allí. Fue, además, una ocasión de demostrarme que podía pasar un año de incomunicación casi total, en una celda de castigo que convertí en acogedora con pósteres, libros y un pc.  

¿Pero qué lío armó para que le confinaran en lo oscuro?

Nada. Pedírselo al alcaide, al director. Quería escribir mi Historia general de las drogas -1.600 páginas muy documentadas- y necesitaba silencio.

¿Y qué le dijo el director o, como lo llama usted, el alcaide?

Que no sería capaz de aguantar, que nadie resistía más de quince días.

Usted sí.

Y encantado de la vida.

¿Sin salir para nada, ni al comedor?

La comida me la pasaban por debajo de la puerta. Lo único eran los vis a vis con mi mujer, donde disponíamos hasta de cama, y las tres clases semanales a matriculados en la UNED.

La docencia, al menos, le oxigenaría, ¿o no?

Me fastidiaba, pero fue la condición para redimir un día por otro, con buena conducta y trabajo. El resto lo pasaba en mi redil hablando solo, una reacción que seguí teniendo hasta mucho después de cambiar de aires.  

¿Qué se decía?

No sé, cosas como “hoy está jodido el día, Antonio” o “vaya, se me ha caído un lápiz al suelo”. Muy de tarde en tarde venía el alcaide a comentar mi artículo mensual en El País.

¿Perturbaba su presencia su paz?

Lo que perturbaba mi paz eran los gritos de los tíos a los que encerraban en las otras celdas de castigo por haber hecho alguna barbaridad. Se pasaban los días y las noches chillando: “¡me cago en la vida!”, “¡no quiero estar solo!”, “¡patio, patio, patio!”.

¿Y usted?

Pedía a los guardias que me trajeran unos tapones de cera, y les sugería a mis colegas que se tomaran un valium, porque las enfermerías de las cárceles no te discuten nunca una pastilla.

No fue esa su primera experiencia carcelaria: lo digo por el batallón disciplinario, cuando la mili.

Pasé diez meses, por comunista y falta de espíritu militar.

Al menos no le llevaron al paredón.

Pero me puse malísimo. Hepatitis. Todo el cuartel enfermó.

¿La causa?

Un desvío de aguas negras.

¿Cómo escaparon de aquello o, al menos, cómo lo hizo usted?

Después de tres meses ingresado en un hospital militar, me dieron permiso indefinido para venirme a Madrid, a ver si me curaba. Hay, de hecho, por ahí, alguna foto mía con barba y cara de acelga.  

¿Y expresión dolorida?

Tenía veinticinco años, y no me dolía nada. Con las ganas que tenía de vivir e iba a morirme de una cosa que no me dolía. No podía ser. Pero era.

¿Quién le miró?

Un médico del que no recuerdo su nombre, un memo que me prohibió un átomo de grasa, prescribiendo caldos de gallina filtrados por una servilleta de tela. Me prohibió hasta el zumo de naranja, porque como la hepatitis te pone naranja hay que evitar alimentos de ese color. Así pensaba el subnormal que me dejó literalmente en los huesos: 49 kilos para 1,77.

Y, sin embargo, sobrevivió.

Porque alguien me habló de Pepe Casas.

¿Pepe Casas?

José Casas, un tipo excepcional, enorme, de pelo blanco, médico personal de De Gaulle, catedrático de patología en la Universidad Complutense, máximo prestigio de la clínica española junto con Jiménez Díaz.  

Se puso entonces en sus manos.

A través de amigos de amigos, pedí hora y me dio cita como un mes después. Costó una fortunita, pero me salvó la vida.

¿De qué manera?

“Joven”, me miró y me dijo, “he visto su ficha y entre el batallón disciplinario, los médicos y los diagnósticos cada vez peores, está usted aterrado. No haga ni caso. Cuando baje a la calle se toma un bocata de jamón; luego, por la noche, se zampa usted un cocido, bien cargado de tocino, morcilla y chorizo. Vuelva por aquí en dos meses. ¡Ah! Y no se haga análisis sin que yo se lo prescriba”.   

La dieta, por cierto, recuerda sus palabras en la canción aquella de Calamaro, Nunca es igual.

Eso fue la vez que fui con mi segunda mujer a su estudio, porque ella canta mucho mejor que yo y quería que la oyese. No sabíamos que estuviese grabando todo, y en uno de los descansos se me vino a la cabeza la parida del gazpacho, el ajoblanco y el abundante tocino. Y eso fue lo que incluyó en el disco.  

Volvamos a los médicos.

Pepe Casas fue el último al que visité, hace ya más de cincuenta años. Muy mal tendré que encontrarme para consultar siquiera a alguno.

¿Ni con setenta y seis años?

Un tío de mi edad que vaya cada año al médico no tardará en topar con un cáncer, con la consiguiente sumisión al protocolo -no a una atención singularizada- y sus TACS con radiación y quimio. ¿Después? No solo fiambre, sino atormentado por un aparato tan caro para el tesoro público como anónimo, donde nadie es responsable.

¿Debería serlo alguien?

Debería, pero el protocolo determina que no te trataron a ti, sino al conjunto.  

No los puede ver; a los médicos, me refiero.

Por lo que le digo. A un ingeniero se le cae un puente y no vuelve a levantar otro. Un abogado te deja tirado en un juicio y le echan de la profesión. Aunque este último ejemplo, ahora que lo pienso, no está muy bien puesto.

¿Por qué?

Por un abogado que me dejó tirado en un juicio.

¿Y no le procesaron por ello?

No.

¿Nombre?

Los miserables merecen el olvido.

¿Antecedentes de hecho?

Seis meses antes de jubilarme, presionado por la familia, me presenté a cátedras, sabiendo que me cargarían.

¿Por qué habrían de hacerlo?

Porque hablamos de ignorantes, tarzanes de las lianas académicas, que supuse al corriente del peligro de suspenderme en la primera prueba (la de currículo), cuando podían dejarlo para la segunda (la de memoria docente), donde son prácticamente discrecionales.

¿Qué pasó?

Que me llevé la gran alegría de ver que me ponían siete ceros en currículo, cuando yo tenía reconocidos por el Ministerio seis sexenios de investigación -el máximo posible- y ninguno de ellos, salvo el presidente, tenía más de dos.  

Alegría, dice.

Sí, porque me permitía recurrir con altas probabilidades de ganar, y, en efecto, la Secretaría de Universidades trató de echar el balón a otro tejado, alegando que el recurso de presentó fuera de plazo. La Audiencia me dio la razón, la Secretaría tuvo la audacia de recurrir al Supremo un tampón de correos, y el Supremo zanjó la broma imponiendo que se juzgara “el fondo sin más dilaciones”, condenándoles con unos simpáticos miles de euros “por temeridad administrativa”, que fueron a mi bolsillo.  

Y sin embargo…

Lo tenía a huevo, con dos sentencias favorables y la posibilidad de conseguir lo que nadie había conseguido desde 1913, que era anular por improcedente -y, potencialmente, por prevaricadora- la decisión de un tribunal de cátedras. Pero la partida de ajedrez entablada no contó con que mi abogado dejara pasar el plazo sin presentar la demanda, matando jurídicamente la acción.  

¿Qué hizo usted?  

Había intentado limpiar un poco las alcantarillas del gremio, y el disgusto de ver que la partida se interrumpía tramposamente superó con creces la vergüenza de verme vendido por un tipo concreto; sencillamente, pasé página.  

Quién sabe, si se hubiese dejado ver más por las reuniones de departamento, a lo mejor no le habrían suspendido.

El departamento es una institución de espíritu bolchevique creada por la Ley Maravall o LRU de 1982, cuyo objetivo primario fue borrar el peso del prestigio de la Universidad.

¿Cómo es eso?

Porque, de pronto, empezaron a no importar los sexenios de investigación, o los quinquenios de docencia, o los artículos o libros que hubieras escrito, o los idiomas a los que te hubieran traducido.

Dejaron de importar, en fin, el prestigio y la competencia.

Y de pronto también empezaron a valer lo mismo el voto de, qué sé yo, Joaquín Garrigues, autoridad mundial en Derecho Mercantil, que el voto de profesores sin obra y el tropel de docentes en formación, añadidos al delegado de alumnos, y representantes de las escalas b y c, esto es, administrativos y señoras de la limpieza.

Y luego estaban, imagino, las reuniones.

Reuniones que no se aprovechaban para convocar una nueva plaza o para decidir una emeritura, qué va.

¿Para qué entonces?

Para que aquellos a los que nunca invitaban a dar una conferencia diesen allí su propia conferencia. Y como las intervenciones no tenían límite de tiempo, buena parte dejamos de asistir.

Otra cosa que quizás le hubiese ayudado en su carrera académica hubiera sido adelantar su regreso de Ibiza.

Cuando volví a Madrid, descubrí dos cosas. La primera, que me había perdido la Transición. Pero por completo. Vamos, es que ni me enteré.

¿Y la otra?

La otra era que mis compañeros se habían hecho todos catedráticos, algunos sin presentarse siquiera a unas oposiciones. Desde el punto de vista académico, me había quedado atrás, pero nunca me importaron cosas de esa índole.

Con todo, su expediente académico durante la carrera era más brillante que el de muchos de ellos.

Bueno, obtuve la media requerida para optar al premio extraordinario de licenciatura -por supuesto, sin conseguirlo-, mientras próceres y colegas como Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de  nuestra Constitución, pasaban con algún apuro. Gregorio era más bien un experto en lianas burocráticas. Por cierto…

Diga.

A Peces Barba le pregunté por qué habían regulado de manera tan chapucera en la Constitución el asunto de las consultas populares.

¿Qué le contestó?

Que los referéndums eran nazis. “¿Nazis?”, le dije. “¿Cómo que nazis? Oye, pero tú tienes alguna idea de cómo funcionaba la democracia en Grecia. ¿Y en los Estados Unidos hoy? ¿Y en Suiza? ¿Vas a darles lecciones a todos ellos? ¿En nombre de qué?”.

Conclusión.

Pagamos ahora las componendas, trivialidades y concesiones que se hicieron entonces al ni chicha ni limoná llamado Estado autonómico.

¿Lo dice por Cataluña?

Me parece barbárico impedir una consulta popular; otra cosa es que el resultado sea vinculante o no. Lo crucial es que no se pueda falsear el voto, ni coaccionar al votante, cosa que evidentemente no preocupó a quienes lo convocaron en Cataluña, guiados por el “hasta la victoria siempre” del Che.  

Partidario, por tanto, de haber convocado el referéndum.

Sí, pero de haberlo convocado en nombre de todos los españoles, con una publicidad tan masiva como la puesta en práctica por los independentistas (malversando, por cierto, dinero público).

Una consulta así…

No me cabe duda de que se hubiera ganado, aprovechando tan solo el contraste entre Inés Arrimadas, por ejemplo, y su análogo femenino en la CUP.

¿Le propuso su idea a algún político?

A Albert Rivera la última vez que vino a verme, en Ibiza, donde estuvimos siete horas hablando.

No le preguntaré de qué hablaron por no pegar demasiado la entrevista a la actualidad; sí, en cambio, si le ha cantado alguna otra verdad, como la de los referéndums a Peces-Barba, a algún otro preboste socialista.

A José Antonio Alonso, luego ministro con Zapatero, aprovechando cuatro copas de más y su condición innegable de buen hombre, le insistí en que jueces y políticos están para impedir linchamientos populares, no para consentirlos.

¿A cuento de qué se lo dijo?

A cuento de Laureano Oubiña y del duque de Feria. Lo que se hizo con esos dos pobres es una ignominia, de la que todos deberíamos estar avergonzados.

¿Pobres Laureano Oubiña y el duque de Feria? ¿Ignominia? A ver, a ver, explíquese, don Antonio, no sea que maten al mensajero, o sea, al entrevistador, pobre este sí que sí.

Conocí bien a Rafael Medina, duque de Feria y compañero de colegio. Y le digo que era tonto, pero también incapaz de hacer daño a nadie.

Pues le metieron en la cárcel por abuso de menores.

Eso es mentira. Rafael no abusó de ninguna menor. La única prueba esgrimida contra él fue la foto de una niña bañándose.

¿Quiere decir que le condenaron por ser quien era?

Sí, y no pararon hasta que se suicidó. Fue una canallada. Comparable con la de Laureano Oubiña, otro chivo expiatorio.

¿Entonces Oubiña no fue el gran capo de la droga que se dice?

Este hombre ha estado en la cárcel veintinueve años sin que se le pudiera probar otra cosa que “implicación” en el tráfico de hachís. El etarra Urrusolo, uno de los más sanguinarios, no llegó a cumplir los dieciocho.   

A punto estuvo usted de testificar a favor de Oubiña en el juicio.

Un pariente suyo vino a verme con el encargo de que escribiera una breve historia del hachís para incluirla en el dossier de la defensa.  

Antonio Escohotado: “Soy, básicamente, un espectro” 4
En el origen de este libro está, pásmense, Laureano Oubiña, ¿el capo de tutti capi? | Imagen vía Anagrama

 

Breve historia que luego publicaría Anagrama como La cuestión del cáñamo. Pero volviendo al juicio: finalmente no testificó.

Asistí al juicio, pero Laureano se pilló tal rebote con su abogado, Ruiz Jiménez, que se suspendió la vista y no tuve ocasión ulterior de intervenir.

Tampoco testificarían, supongo, las madres contra la droga.

¡Las madres contra la droga! Allá donde iba me las encontraba, siempre alegando que la culpa de ser yonkis sus hijos era mía, al menos en buena parte.

¿Qué les respondía usted?

“Mire, señora, yo uso a veces lo que toman sus hijos, en tanta o mayor cantidad… ¡siempre para trabajar! ¿No se ha preguntado si tener tres hijos en la cárcel, acogidos a la coartada de irresponsabilidad, tendrá que ver con algo para soportarla a usted?”.

¿Así, a bocajarro?

Tras ser acusado de incontables fechorías, lo mínimo era demostrar la diferencia entre problema y “poblema”.  

Supongo que ellas no se quedaban ni calladas ni cruzadas de brazos.

Se alteraban mucho; alguna hacía ademán de ponerse en pie, como para agredir.

¿Incluso en televisión?

Ahí les decía que aceptaba sentarme con ellas porque las cadenas me pagaban, al ser una rematada pérdida de tiempo discutir con alguien que no quiere saber la verdad.

Intervenciones suyas televisivas las hay memorables, como la vez que le invitaron a La Clave.

Donde coincidí con José María Mato Reboredo, que nos había dado de hostias cuando éramos jóvenes y rojos, y se había reciclado como jefe de la brigada de estupefacientes, recién creada tras morir Franco.

¿Es casual la referencia al, en tiempos, llamado “hecho biológico”, esto es,  la muerte de Franco?

Franco se negó lo que pudo a importar el prohibicionismo norteamericano. No en vano conocía bien los hospitales de campaña, y sabía que los opiáceos son imprescindibles. Hay una diferencia colosal entre recintos donde la gente está dando alaridos y salas donde cabe reposar y convalecer.

Los americanos, según se cuenta, le presionaron.

¿Pero quién sabía más de hospitales de campaña, Nixon o Franco? La prohibición es una locura. La primera fase de importarla generó aquí una epidemia tremenda.

¿Epidemia?

Una vez coincidí en la tele con Barrionuevo, cuando era ministro de Interior con González. Insistía -quizá exagerando- en que más de cien mil personas atracaban casi a diario bancos, farmacias y tiendas, no ya con facas o pistolas, sino con agujas usadas, amenazando pegarte el sida.

¿Relaciona todo aquello con la prohibición?

No hacerlo es mentir, como afirmar que el crimen organizado existía en Norteamérica antes de la Ley Seca; o las tríadas chinas antes de ilegalizarse el opio; o los carteles colombianos antes entrar en vigor la Convención internacional de 1971.  

¿No cree que una cierta prohibición es conveniente, al menos con los hijos?

A los míos les decía que cuando fueran a tomar cualquier droga distinta de tabaco y alcohol me avisasen, y la probábamos juntos, pues en otro caso -si seguían siendo menores de edad- estaría legitimado para partirles la cara, y no dudaría en hacerlo. Esto lo conté, por cierto, en un programa de la televisión argentina, y se lió una gorda.

A ver, cuénteme eso.

Era el típico programa en hora punta que miraba todo Cristo, pero por una vez se emitió en diferido, porque creo recordar que la selección argentina jugaba contra Bolivia. El caso es que durante dos o tres días fueron dándose adelantos de la entrevista, hasta crear un clima de expectante polémica.

¿En qué desembocó?

En que la policía fue a detenerme a mí, al presentador y al productor, aunque allí no había nadie.

Claro, el programa era grabado.

Pero hubo más.

¿Qué?

Una orden internacional de búsqueda y captura dictada por el juez federal  Norberto Oyarbide, que algo después se vio envuelto en un caso de doble asesinato, porque le chantajeaban con unas fotos donde aparecía junto a efebos disfrazados de gladiadores romanos.  

¿Dónde se encontraba usted cuando tuvo noticia de la orden?

En París, dando una conferencia. Recuerdo que mi mujer llamó al hotel para decirme que el fax se había vuelto loco. Cuando volví había, efectivamente, unos diez metros de comunicaciones, entre ellas alguna de la Audiencia Nacional asegurando que no concedería la extradición. Fue entonces cuando vi la ocasión.

¿La ocasión de qué?

En primer término, de demostrar que no era como Pinochet, que acababa de esconderse ante la orden búsqueda y captura dictada por Garzón; al chileno le imputaban incontables atrocidades y a mí, contestar algunas preguntas. ¿Esa era su acusación? Pues cánteme otra, señor tanguista.

Así que se subió a un avión rumbo Buenos Aires.

Al llegar al aeropuerto, lleno de fotógrafos y cámaras de televisión, me esperaban dos abogados que se habían ofrecido (también vía fax) a defenderme gratis et amore.

Fotógrafos, cámaras y abogados que se añadieron a la escolta policial camino del juzgado.

Y allá nos fuimos todos.

¿Con qué se encontró?

En la salida misma del aeropuerto con un grupo esgrimiendo una pancarta con lo declarado días atrás por Maradona: “El profesor no vino a vender libros, sino a vender droga en los colegios”.  

¿Perdón? ¿Ha dicho Maradona?

Sí, el mismo que ansiaba la cocaína en barra.

¿Y el juez?

Oyarbide solo era el juez federal suplente, y fui recibido por el titular, un señor encantador que se disculpó por las molestias, pues había visto el programa y no apreciaba indicio de delito.

Por resumir…

Fui sobreseído con todos los pronunciamientos favorables, y en el siguiente programa de hora punta pude advertirle a Maradona de que me parecía un renacuajo embustero, y le procesaría por calumnia. Entretanto iban llegando y vendiéndose libros.  

Antonio Escohotado: “Soy, básicamente, un espectro” 1
Los tres tomos de Los Enemigos del Comercio, una monumental enmienda a la totalidad de la utopía

 

Con sus correspondientes derechos de autor, claro. A propósito, ¿por qué escribe? ¿Por dinero? ¿Por prestigio?

No sé bien cómo, pero conseguí hacer una obra indiferente a todo eso.

Entonces ¿por qué escribe?

De verdad, de verdad, para poder olvidar, haciéndole sitio a cada nueva incumbencia sin perder el banco de datos. Lo escrito no se olvida, aunque la cabeza esté en otra parte, como ocurre siempre al estudiar algo concreto.  

Con todo, muchos de sus libros han sido superventas, y eso que no son de los que se leen de un tirón.

Realidad y substancia, el más intrincado -por no decir embozado- es una ontología, colmo de lo anacrónico, que me sacó de un mal viaje rumiando las palabras nucleares: materia, forma, contenido, ser, existir, nada, tiempo… Luego me apliqué a cuestiones humanas, aunque mi superventas está por llegar.  

¿Me adelanta el argumento?

Un diario donde cuento en detalle la dieta farmacológica de los últimos treinta y cinco años.  

¿Por qué no lo publica ya?

Porque si lo hago en vida, vendrá una turba gris, que quemará mi casa y matará a mi familia; tengo pocas dudas al respecto.  

Un asunto respecto al que sí alberga dudas, en cambio, es el del aborto.

No sé bien qué pienso del aborto, y suelo dejarme persuadir por argumentos incompatibles. Lo que sé de primera mano es la actitud de algunas mujeres tras provocárselo.

¿Mujeres propias o ajenas?

Sería una indiscreción entrar en más detalles, porque no es cosa de los hombres sino de las mujeres, por mucho que los varones pretendan salir igualmente dañados.

¿Siempre opinó así?

Antes era indiferente y tonto, pero porque no me daba cuenta. Era partidario del aborto y, además, a lo soviético. ¿Que una mujer se queda embarazada cinco veces sin querer? Pues cinco veces se aborta. Hasta que, como digo, empecé a tomar en consideración el sufrimiento de algunas. Y la heterogénea realidad.

Ah, la realidad. Amor rei, amor veritas. ¿Es ese el lema de su vida?

El que ama la verdad ama lo determinado, que solo existe físicamente. Los camelistas rara vez aman.

¿Los camelistas?

Salgamos de lo físico, y preguntemos a quien acaba de soñar por detalles de su figuración. Si no los construye en forma de novela, reconocerá que el sueño no va de detalles propiamente dichos

En cambio la vigilia…

La vigilia depara detalles a todas horas y en todas direcciones. Va más allá de uno. La realidad es un escenario autoproducido y determinado a la vez, cuya cohesión final -si la descubriésemos del todo- me parece lo más cercano a Dios como substancia absolutamente infinita, a lo Spinoza.

Lo más cercano a Dios… ¿y lo más alejado de la utopía?

La utopía, el impulso a que las cosas sean por mera voluntad de una conciencia, me parece una inmoralidad y una estupidez.

¿Una inmoralidad por qué?

Porque sabotea toda mejora real.

¿Y una estupidez?

Porque no ha percibido siquiera la diferencia entre simple y complejo.  

¿Quisiera añadir algo más a la conversación?

Sí. ¿A qué ha venido usted a entrevistarme?

Para preguntarle por su vida y su obra, sobre todo, su vida.

Pues no la veo muy interesante.

Yo, en cambio, sí.

Oh, pero eso era antes, cuando era Escohota El Melenas, terror de las nenas.  Ahora soy, básicamente, un espectro, como toca, y me conmueve con qué atención y ternura ha ido usted soltándome la lengua.   

  

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