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Escritores al borde de un ataque de nervios (XI): «Se denuncia más fácilmente de lo que se prueba». La calumnia del ‘braguetazo mágico’ de Apuleyo

El autor de ‘El asno de oro’ fue acusado en el siglo II de seducir con malas artes a una rica viuda y se defendió con magistral ingenio de los ataques de hechicería vertidos por familiares celosos de la herencia

Escritores al borde de un ataque de nervios (XI): «Se denuncia más fácilmente de lo que se prueba». La calumnia del ‘braguetazo mágico’ de Apuleyo

Alexandra Semenova | IG: @sash.smotri

Una de las grandes consecuciones de la sociedad de la información, y más concretamente, las redes sociales, ha sido y es la optimización de la calumnia. Los social la han elevado a cotas olímpicas: más alto, más fuerte, más lejos. Antes, se requería de cierta planificación para que tomara forma ese venticello del que hablaba el taimado Don Basilio en Il barbiere di Siviglia. 

La calumnia es un vientecillo,

una brisita muy gentil,

que imperceptible, sutil,

ligeramente, suavemente,

comienza,

comienza a susurrar.

La calumnia, por tanto, no podía ser lanzada sin más, sin una buena base logística que garantizara su correcta marcha: había que saber al menos que oídos tocar en la fase inicial. Hoy, en cambio, la operación se ha simplificado sobremanera: no hay infundio que no encuentre su público en la espiral semi-anónima de las redes. Esto nos podría llevar a sesudas y seguramente estériles disquisiciones sobre el deterioro del concepto de honor en nuestra sociedad, y más particularmente en España, el país que lanzó al mundo este tópico primordial de su teatro del Siglo de Oro. Sin embargo, es mejor que observemos a la calumnia actuar, con sus pobres pero efectivos mecanismos. 

Para ello vamos a retrotraernos unos diecinueve siglos, hasta la madurez de Lucio Apuleyo, el célebre autor de El asno de oro, que ya había recorrido casi todo el África romana cuando, en torno al año 156 d.C., se paró en Oea, la actual Trípoli (Libia). Al parecer, el ‘piquito de oro’ de Apuleyo, versado en cuantas ciencias podían ser estudiadas, cautivó a los habitantes de la ciudad y, en especial, al amigo que lo hospedaba y que le propuso hacerle la corte a su madre viuda. Pudentila, que andaba por los cuarenta y tantos, era rica a más no poder: unos cuatro millones de sestercios (para quien sepa calcularlos); hacía nueve años que mantenía intacta su viudez, de modo que nadie esperaba que el ingenioso Apuleyo fuese no sólo a tentar la plaza sino a conquistarla. 

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Museo de los mosaicos del Gran Palacio de Constantinopla. Escena rural «niño con un burro». Del siglo V.

La boda se efectuó fuera de Oea para no dar mucho que hablar y no pagar ciertos tributos, pero la tranquilidad conyugal duró muy poco, pues con el matrimonio comenzó a gestarse la calumnia, cuyo actor principal sería un tal Emiliano, familiar del esposo fallecido. De hecho, la familia política de Pudentila hizo piña en contra de Apuleyo, a quien acusaban de haber usado artes mágicas para seducir a tan respetable señora y hacerse con la herencia que debía tocarles en parte a través del hijo pequeño. El hijastro ni siquiera estaba en edad de maquinaciones tan hábiles, pero Emiliano y su grey lo tomaron como chivo expiatorio. Parece ser que la especie tuvo éxito: la calumnia fue filtrándose y predisponiendo a los habitantes de Oea contra aquel apuesto filósofo que sin duda habría ejercitado artes oscuras para sacar a Pudentila de la viudez.

Tan lejos llegó la cosa que Apuleyo decidió coger el toro por los cuernos, poner luz y taquígrafos. La calumnia gusta de la vaguedad y la penumbra; culebrea a sus anchas en el terreno de lo hipotético. Lucio Apuleyo optó por el camino contrario y conminó a los Emilianos a lanzar una denuncia en firme ante el procónsul. Todo lo que sabemos de este proceso es por intercesión de Apuleyo: su defensa personal tuvo tanto éxito y fue tan encomiada que al poco tiempo la vertió en un libro titulado Apología o discurso sobre la magia. Al comienzo del mismo vemos a Apuleyo, que en todo momento se muestra seguro, irónico e ingenioso, declarando ante el procónsul Claudio Máximo los motivos de haber llegado a ese punto: 

«Sicinio Emiliano, anciano de temeridad muy notoria, trataría de completar mi acusación hace cinco o seis días, cuando llevaba una causa de mi esposa Pudentila contra los Granios… Los abogados de Emiliano me atacaron con maledicencias y empezaron a acusarme de maleficios mágicos; los desafié para que presentaran una acusación formal, se le obligó a firmar, entonces eligió para acusarme la calumnia de magia, la cual se denuncia más fácilmente de lo que se prueba. Al día siguiente entregó un libelo a nombre de mi hijastro Sicinio Pudente, que es todavía un niño, y se adscribe como su asistente».

La ‘defensa de la magia’, dando la vuelta como un calcetín a las gruesos acusaciones de los Emilianos, articula la mayoría del texto: «Por una especie de error casi común a los ignorantes, a los filósofos se les acusa de estas cosas, de manera que, en parte, los que investigan las causas elementales y simples de los cuerpos, con considerados como irreligiosos», señala Apuleyo, quien dice tomar en sí no sólo su propia defensa sino la de la filosofía.

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Psique en el jardín del amor, ilustración de las Metamorfosis de Apuleyo, c. 24. Manuscrito Vat. Lat. 2194 en la Biblioteca Apostólica Vaticana en Roma vía Wikipedia.

Más allá de honduras, pues Apuleyo abruma con su erudición a los calumniadores, la estrategia humorística y satírica del ‘mago’ relumbra sobre la torpeza de sus enemigos. Conscientes de que la acusación de magia (que podía acarrear la crucifixión, ojo) quedaba bastante coja en este caso, los letrados de la acusación habían revestido desde el primer momento la figura de Apuleyo con tintes de seductor más que filósofo. Así, se le acusa de ser demasiado hermoso para ser filósofo y de contar entre sus enseres con un espejo, algo que no cuadraría con su idea alejada de la mundanidad del filósofo:

«Por consiguiente, has oído un poco antes, al inicio de la acusación, que se dijo así: ‘Acusamos ante ti a un filósofo hermoso y muy elocuente -¡qué delito!- tanto en griego como en latín’. Pues, si no me equivoco, con estas mismas palabras ha iniciado su acusación contra mí Tanonio Pudente, hombre sin duda no muy elocuente. Ojalá que me hubiese ofendido con verdad con estas acusaciones tan graves de hermosura y facundia; le hubiera respondido sin dificultad lo mismo que el Alejandro de Homero a Héctor: ‘de ninguna manera deben despreciarse los dones de los dioses, pues usualmente no les tocan a muchos, que quieren esos dones’. Además, hubiera dicho también que a los filósofos les es lícito tener un rostro atractivo, que Pitágoras, que fue el primero en ser llamado filósofo, fue de hermosura muy sobresaliente en su época».

Pero Apuleyo da otro giro humorístico y niega su ‘belleza’ apelando al cliché del filósofo:

«Pero esta defensa, como dije, está muy lejos de mí, pues, además de que mi hermosura es mediana, la perseverancia en la labor erudita me quita toda la gracia del cuerpo, me atenúa la complexión, me sorbe el jugo, me quita el color, me debilita el vigor». ¿El espejo entonces? Muy sencillo, más que para mirarse, para analizar la reflexión de la luz.    

A la luz de la obra queda muy claro que Apuleyo estaba convencido de su superioridad en el campo de la retórica y la oratoria, de modo que, aunque intimar a sus enemigos a acusarle formalmente no estaba exento de riesgos (la muerte lo esperaba de haber sido considerado mago), era la mejor y única manera de hacer frente a la calumnia, que se mueve como pez en el agua en el terreno de la habladuría pero que, una vez obligada a explicarse, se estrangula a sí misma. «Llego ya, pues, a la acusación misma de magia, la cual, encendida con un ingente tumulto por odio contra mí, ha ardido con frustrada expectación de todos por no sé qué cuentos de viejas». Desmontarlas una a una, con magistral dominio de la escena y capacidad retórica, sabiendo incluso cuándo conviene irse por la tangente o recurrir a la risa fácil, es el empeño de Apuleyo en esta Apología que se saldó con el sobreseimiento del caso. 

Sabemos que Apuleyo continuó viviendo con Pudentila, si bien a las afuera de Oea para no tener que abonar ciertas tasas a los familiares. No sabemos por cuánto tiempo ni en qué términos se desarrolló la convivencia. Sí que Pudentila cayó ‘hechizada’ por Apuleyo en concepto amoroso y que el hijastro, el pequeño de su anterior matrimonio, mantuvo vivo el rencor inoculado por Emiliano y sus adláteres. 

Finalmente, la fama de mago de Apuleyo, espoleada por El asno de oro, que trata el tema con profusión, ha perdurado a través de los siglos con sospechas de eminentes pensadores. ¿Hasta qué punto era un mago o un filósofo? No es descartable que entre sus malas artes se contara un ‘piquito de oro’ capaz de convencernos a todos de que era un simple e impotente pensador.  

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