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Oficios de la muerte: “Hay algo tremendamente bello asociado al momento de morir”

Oficios de la muerte: Me llamo Bernat Carreras y trabajo como psicólogo clínico en cuidados paliativos del Parque Sanitario del Hospital Sant Joan de Déu.

Oficios de la muerte: “Hay algo tremendamente bello asociado al momento de morir”

Me llamo Bernat Carreras, nací en Barcelona hace 35 años y trabajo como psicólogo clínico en cuidados paliativos del Parc Sanitari Sant Joan de Déu. Creo que tras el miedo y la desesperación hay multitud de emociones que experimentamos al final de nuestra vida y también que el duelo requiere su tiempo y no funcionan las frases hechas de condolencia. He sido el afortunado testigo de despedidas muy bellas. Esto es lo que he aprendido…

 

Mentiría si dijese que siempre quise acompañar en los procesos de muerte. Como las cosas realmente importantes que ocurren en esta vida, me llegó de forma inesperada mientras hacía una pasantía como residente poco después de terminar la facultad. Me enganchó rápido la sensación de que, al contrario de lo que sucede en otros ámbitos, la autenticidad y la sencillez son la mejor herramienta terapéutica.

No puedo negar que al principio me impactó y que a una persona de 40 años con hijos y una vida hecha le diagnostiquen una enfermedad terminal es desgarrador, pero, por mi experiencia, las primeras emociones de miedo y desesperación dan paso a otras muy distintas e inclasificables, y lo hermoso es poder acompañar a los pacientes en todo el proceso. A veces debes confrontarles con sus miedos; otras, darles permiso para que sientan. A menudo basta con esa cercanía que crea una experiencia de profunda intimidad y calidez entre ambos. Es más, aproximarte al dolor hace que te acerques como muy desnudo al abismo y a la vez te topas con diálogos realmente profundos. Claro que no solo existe esa relación tan humana, como psicólogo clínico también trato los síntomas de las psicopatologías que pueden emerger hacia el final de la vida.

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“De los pacientes y familiares he aprendido a valorar lo que ya tengo en lugar de estar tan ofuscado en lo que pretendo conseguir, ser o tener” –Bernat Carreras. | Foto: Diana Rangel | The Objective

Nos enfrentamos a la muerte de la misma forma en que hemos vivido: influye nuestra manera de pensar y de sentir, y nuestra personalidad. Pero incluso cuando quien se va es un familiar, lo experimentamos de manera diferente dependiendo de si ha sido una muerte abrupta o fruto de una larga enfermedad, y de la relación que hemos mantenido con esa persona.

El duelo requiere un tiempo que el entorno no siempre tiene la paciencia de atender y como sociedad nos cuesta tanto sostener el malestar ajeno que lo reciclamos en frases hechas o tomadas de conversaciones que intentan ayudar pero nos alejan de quienes están sufriendo. Desde el cariño, pretendemos que nuestra madre deje atrás a nuestro padre que acaba de fallecer y se deshaga rápidamente de su ropa y conozca a otras personas sin respetar que las emociones tienen su propio curso. Decimos cosas como “¿Pero todavía estás así? Ya deberías estar saliendo”. Hay demasiada presión por estar bien, por acabar con el dolor cuanto antes como si fuéramos a agotar nuestra reserva empática.

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La sala de atención a las familias del Parque Sanitario de Sant Joan de Déu. | Foto: Diana Rangel | The Objective

 

Me siento tentado a decir que el contacto diario con la muerte me ha facilitado una mayor conexión con sus misterios, pero no sería honesto. En algunos momentos puedo tener leves atisbos de conciencia, pero la mayor parte de mi día vivo con el piloto automático, igual de conectado con mi cotidianidad, con mis hijos, con mi vanidad por tener un coche nuevo o progresar laboralmente. Lo fuerte es que tras todo esto, la muerte te acontece de la manera más impredecible, independientemente de lo preparado que estés. Y sin embargo, he sido testigo de despedidas muy hermosas; hay algo tremendamente bello asociado al momento de la muerte, como una película que no quieres que acabe pero tiene un final tan bonito que sales del cine pensando: “Qué lástima que haya terminado, pero qué maravilloso cierre”. Y esa es una de las lecciones que sigo aprendiendo de mis pacientes y sus familiares, a valorar lo que ya tengo en lugar de estar tan ofuscado en lo que pretendo conseguir, ser o tener. Sospecho que las personas que han transitado por momentos duros han podido apagar al menos durante un tiempo su piloto automático.

Tengo dos hijos pequeños, de un año y medio y tres. Me enriquece dedicar tiempo a mi familia y a mis amigos, cultivar mi huerto, mis hobbies… Para ejercer mi oficio me rijo por los consejos que nos dieron aquellos que nos precedieron en los cuidados paliativos: Que el trabajo es tan importante como tener una vida plena. Siento que la espiritualidad también tiene que ver con el sentido de la existencia y la conexión con los seres queridos y con la naturaleza. Es el sentimiento de que algo tuyo perdure, ni que sea una idea, un árbol, un libro o alguien que te recuerda. Incluso tiene que ver con los valores que le legas a tus hijos, como cuando nuestro perro murió y tuvimos que explicarle al mayor qué había sucedido y qué significaba la muerte. Es complejo, no estamos acostumbrados a hablar de ello.

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“Me gustaría morir en un país donde se respetase mi documento de voluntades anticipadas por muy arriesgado que fuese” –Bernat Carreras. | Foto: Diana Rangel | The Objective

 

Estudié en un colegio religioso y si bien por mi mente científica me cuesta creer en un entidad superior a nosotros, para las personas que sí lo hacen es un bálsamo al final de su vida. En ocasiones, es como si su sufrimiento adquiriese un significado, aunque para morir bien no sea necesario tener creencias. En este sentido en el Parc Sanitari Sant Joan de Déu contamos con un Servicio de Atención Espiritual y Religiosa que acompaña a los pacientes en este tránsito, y también los psicólogos clínicos lo hacemos. No puedes pasar por alto el sentido de la trascendencia que emerge al final de la vida.

¿Que si he pensado cómo quiero morir? Me gustaría que fuera acompañado de un médico que paliara mis síntomas, en un país donde tuviera acceso a los opioides y se respetase mi documento de voluntades anticipadas por muy arriesgado que fuera –todo el mundo debe poder decidir cómo y cuándo quiere morir–. También querría contar con un psicólogo clínico curioso a quien trasladase mi epitafio final. Pero, sin duda, me gustaría morir rodeado de los míos. Y lo mismo deseo para mis pacientes.

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