THE OBJECTIVE
Internacional

Metástasis del corporativismo argentino

Parece inevitable un programa de austeridad, reducción del gasto público y ajuste fiscal, aunque no todos se lo plantean

Metástasis del corporativismo argentino

Ilustración de Alejandra Svriz.

El concepto de participación sobrevuela la filosofía política desde sus orígenes. Cuando Aristóteles se pregunta por el titular de la soberanía —si deben ser los ricos, los muchos o los virtuosos— dice que todos parecen tener derecho al poder, pero no de forma absoluta. También se plantea en ese mismo texto la posibilidad de atribuir partes de la soberanía a cada grupo.

El principio político de participación toma fuerza en la acción política cuando se produce una asimetría entre poder social o económico y poder político, es decir, cuando una clase social dotada de un poder no reconocido institucionalmente demanda protagonismo político, compartido o no.

El concepto de representación es derivado: aparece cuando ese sector social pretende a la vez ejercer el poder político y mantener la actividad que le da acceso a este. Este fenómeno que tiene por protagonista a la burguesía europea, está en el origen del gobierno representativo, formalizado ideológicamente en la tradición de pensamiento que conocemos como liberalismo.

Inicialmente, los gobiernos representativos fueron concebidos como el ejercicio del poder por parte de un sector social determinado: el de los propietarios. En la medida en que las formas tradicionales de propiedad (la tierra) fueron perdiendo relevancia respecto de otras (industria, finanzas) y se produjo la conversión (y concentración) de las clases trabajadoras desde el mundo rural al urbano, el liberalismo en su configuración original entró en crisis. Las transformaciones económicas cambiaron el perfil de los propietarios y las sociales generaron nuevos grupos en condiciones de disputarle el poder a la burguesía.

La solución fue la ampliación de la base de sustentación del gobierno representativo a través del principio democrático, lo que supuso una reformulación y consolidación de su legitimidad. Se otorgaron derechos políticos a las clases no propietarias, lo que permitió la expansión de la participación política. Por otro lado se implementaron prestaciones para los sectores subalternos de la población que atenuaron la conflictividad que generaban. Se iniciaba así el camino hacia la democracia de masas, a fines del s. XIX y principios del XX.

El sistema pareció funcionar, conforme se incorporaban al mundo de la representación política las organizaciones socialistas, que pasaban así a formar parte de la democracia burguesa. Sin embargo, el impulso del principio democrático era mucho más fuerte, y se canalizó a través de fuerzas políticas emergentes, que planteaban a este liberalismo democratizado un desafío radical.

Por un lado, una parte importante del campo socialista (que antes de llamarse a sí mismo socialista se dio el nombre de demócrata) se mantenía explícitamente dentro de la praxis revolucionaria, que buscaba la supresión de las repúblicas burguesas. Por el otro, emergía con fuerza renovada de las trincheras de la Gran Guerra una concepción democrática no fundada en la clase —como el socialismo— sino en la nación. Los nacionalismos más o menos totalitarios a partir de la década de 1920 tenían varios rasgos característicos. En primer lugar impugnaban la representatividad popular de la partitocracia burguesa. En segundo lugar, identificaban la voluntad popular con un líder fuerte, que se hacía con la suma del poder.

Pero estas alternativas al principio liberal de representación se llevaban a cabo a través de diferentes mediaciones ideológicas. Una de ellas es la idea de que la partitocracia burguesa impide la representación política de sectores sociales o instituciones cuya función social es particularmente relevante: sindicatos, empresas, universidades, ejército, iglesia. Las llamadas corporaciones. La concepción política que promueve la representación política en base a ellas se conoce como corporativismo. Es una idea que promovió activamente el fascismo.

El corporativismo parece razonable, pero se vuelve altamente problemático cuando se plantean los límites del universo de corporaciones que deben poseer representación y se debe asignar la cuota de representación para cada corporación, según su relevancia social. El argumento corporativo sirve para impugnar a la partitocracia, pero no para poner en práctica una forma de representación mejor. Esa fue precisamente la función que tuvo en el contexto del fascismo. Más allá de la realización institucional de la representación corporativa, la voluntad popular confería el poder a un árbitro supremo, quien determinaba discrecionalmente qué corporaciones debían ser representadas y según qué criterios. El Duce. ¿Cómo hubiera evolucionado el régimen fascista si Italia no hubiera entrado en la guerra y se hubiera visto obligada a adaptarse a un nuevo contexto determinado por la victoria de las potencias aliadas?

De la república oligárquica a la democracia de masas

En otras latitudes la idea corporativa tomó otros rumbos. La consolidación política de la República Argentina se dio bajo los principios institucionales del constitucionalismo liberal, hacia mediados del siglo XIX. Se organizó según una república representativa de tipo oligárquico, cuya base material consistía en una economía agrícola/ganadera orientada hacia el comercio exterior. Sin ánimo de exagerar puede decirse que era un gobierno de los sectores productivos. Existía una identidad estrecha entre la dirigencia política y las clases dominantes. Bajo este régimen, la Argentina experimentaría un crecimiento económico notable y un desarrollo material, cultural e institucional como ningún otro país en la región y como nunca antes ni después en su historia, durante los años 1880 y 1910, aproximadamente. 

El sistema empezó a dar muestras de pérdida de legitimidad cuando determinados sectores políticos, que en lo social no diferían mayormente de la élite dirigente, plantearon una estrategia de acción política que combinaba la abstención electoral y el levantamiento armado: esta fuerza política era el radicalismo.

Con la regulación electoral de 1912, que permitía la realización de comicios limpios y garantizaba la emisión del voto a una población mayoritaria que hasta entonces había sido excluida, se inició el proceso hacia la formación de una democracia de masas. El radicalismo obtendría la victoria en tres elecciones presidenciales consecutivas: 1916, 1922 y 1928. Son los años de consolidación y expansión del Estado Argentino, una obra que asombraría (y también preocuparía) a un pensador tan conspicuo como José Ortega y Gasset. Ya por esos años los analistas internacionales empiezan a señalar una tendencia que será la constante del segundo siglo de existencia de la nación argentina: gastar más allá de sus posibilidades, endeudarse y poner en riesgo la estabilidad económica.

El crack global de 1930 tuvo un fuerte impacto en la Argentina, un país altamente integrado en los circuitos comerciales internacionales. Eso generó una crisis económica pero también política. En septiembre de ese año se quebraría la institucionalidad democrática con un golpe de Estado («Revolución») por parte del Ejército, apoyado por un importante y variopinto grupo de fuerzas políticas.

La inspiración ideológica de los sublevados era particularmente confusa y contradictoria, así como también los objetivos de los sectores implicados. Algunos sólo querían llamar a elecciones y formar un nuevo gobierno, sin la presencia hegemónica de los radicales. Otros se planteaban la sustitución del sistema político democrático liberal por otro de tipo corporativo, y por eso se proponían convocar una convención constituyente.

Uno de los principales entusiastas de este este proyecto político de máximos era el líder de los golpistas, el general José Félix Uriburu, un militar prestigioso que en su juventud, movido por su idealismo político, había participado en la llamada Revolución del Parque, el primer levantamiento armado de los radicales, en julio de 1890.

El entonces teniente Uriburu conoció en esa ocasión a otro joven sublevado, el abogado Lisandro de la Torre, de firmes convicciones liberales. Se trabó entonces una sincera amistad personal que perduró por cuatro décadas. Sin embargo, aunque ambos rompieron con el radicalismo, sus itinerarios ideológicos se fueron alejando. Uriburu fue acercándose a sectores nacionalistas, entre los cuales había simpatizantes del fascismo, mientras que de la Torre fue confirmándose en un liberalismo republicano con tendencia a la izquierda.

El hecho es que asumido Uriburu como presidente de facto, no tuvo mejor idea que proponerle a su amigo de la Torre, que por entonces ya tenía fama de parlamentario de intachables principios morales y férreas convicciones políticas (además de ser un implacable opositor al radicalismo) la candidatura a presidente en las elecciones que se convocarían después de aprobar la constitución corporativa que proyectaba.

De la Torre objetó su proyecto en varias ocasiones. Su concepción corporativa era incompatible con la república liberal. Uriburu le respondió por interpósita persona con una elocuente expresión: «Nadie me podrá impedir, cuando se aproximen las elecciones, que yo salga a este balcón y le diga al pueblo en voz alta: voy a votar por Lisandro de la Torre».

Finalmente, su deseo no pudo concretarse. No solamente porque la constitución corporativa ni siquiera se discutiría, sino también porque De la Torre terminó encabezando la fórmula opositora a la candidatura de los revolucionarios en las elecciones presidenciales de 1931.

El corporativismo de facto

El presidente electo fue el general Agustín P. Justo, uno de los cabecillas de la sublevación que impulsaba el programa mínimo: convocar a elecciones sin la competencia radical. No era la primera vez que un militar era elegido presidente, pero esa tradición parecía haber terminado con la presidencia del general Roca, más de treinta años antes, en tiempos de la república oligárquica.

Sin embargo, el proyecto corporativo empezó a concretarse de una forma inesperada, subrepticia. A partir de la Revolución de 1930 las Fuerzas Armadas se sumaron al cuadro de poder que gobernaba la Argentina. Hasta entonces habían sido una institución subordinada al poder civil. La relación de fuerzas empezaba a cambiar. Si bien no se trató de una intervención regular de la corporación militar en el gobierno, ésta se erigió como árbitro supremo del poder civil, reservándose la capacidad de intervenir (léase derrocándolo) en caso de que lo juzgase necesario.

En adelante y por seis décadas, las Fuerzas Armadas dejarían de ser una institución más del Estado y se convertirían en un factor de poder con capacidad para confrontar, poner fin y eventualmente sustituir al poder civil. Tal conducta se confirmó en 1943, con la llamada Revolución del 6 de junio. Las Fuerzas Armadas, conducidas por el general Rawson, pusieron fin al gobierno de Ramón Castillo como consecuencia, al menos en parte, de rumores que afirmaban que la Argentina se aprestaba a romper la neutralidad y declarar la guerra a los países del Eje.

Si bien no existía entre los sublevados un proyecto de sustituir la constitución liberal representativa por una corporativa, sí se contaba entre ellos a algunos admiradores del fascismo, como el coronel Juan Domingo Perón, un oficial del Ejército que ya había participado de la Revolución de 1930, en el bando moderado del general Justo. En 1939 fue enviado por el gobierno a un viaje de estudios a Italia. Esa experiencia cambió su perspectiva respecto de la política.

1946-1958

En el contexto del nuevo gobierno de facto, que se movía en la indefinición ideológica (si se exceptúa la influencia que ejercían algunos intelectuales del nacionalismo católico), Perón sí tenía un proyecto político que empezó a poner en marcha desde su cargo de Secretario de Trabajo. Primero consiguió el apoyo y después el control de los sindicatos, originariamente de signo ideológico comunista y anarquista.

El camino al poder fue acelerado aunque no desprovisto de contratiempos, pero en 1946 resultó electo presidente. Entonces impulsó una reforma que resultó en un nuevo texto constitucional, en 1949. No había en él una presencia de las concepciones corporativas, pero en los hechos se daba otro paso fundamental a un régimen: los sindicatos se convertían en el nuevo factor de poder, junto con las Fuerzas Armadas, en paralelo a la institucionalidad liberal democrática.

Se ponía así en marcha un régimen que podría llamarse de corporativismo encubierto, que coexistía con el sistema representativo de signo liberal-democrático. Este corporativismo le restaba poder a las instituciones, pero aumentaba el de las élites dirigentes.  

El general Juan Domingo Perón, cuando fue elegido presidente. | Wikimedia Commons

Por otra parte, el sector agrícola ganadero, que constituía la base fundamental de la economía del país, fue excluido de la mesa del poder, con el objeto de convertirlo, a través de políticas públicas de redistribución, en la fuente de financiamiento de las políticas de redistribución, industrialización y de obras públicas. 

1958-1990

Este esquema se mantuvo prácticamente sin variaciones sustanciales al menos hasta fines de la década de 1950, momento en el que la corporación de la burguesía industrial se suma al esquema de poder, en el contexto de las políticas que se conocieron como desarrollismo, y que buscaban promover un crecimiento económico equilibrado gracias a la transferencia de recursos producidos por el sector agrícola ganadero hacia los de la industria, servicios y obras públicas; y a la protección brindada por el Estado a esos sectores.

La corporación que aportaba mayores recursos se mantuvo excluida de los factores de poder. El sistema corporativo argentino derivaba cada vez más en un sistema de distribución de recursos mediados por el Estado, con exclusión de quienes poseían la capacidad de generación de los mismos.

El esquema corporativo Fuerzas Armadas-sindicatos-empresarios fue desarrollándose hasta principios de la década de 1990, con hitos relevantes, como la entrega de la administración de los servicios de salud de los trabajadores (sacándolos de la órbita estatal) a los sindicatos, que hiciera el presidente de facto Juan Carlos Onganía en 1970, o la estatización de deudas de grandes grupos empresarios en 1982, que llevara a cabo otro presidente de facto, Leopoldo Fortunato Galtieri. A partir de 1976 se sumó al pacto corporativo el sector financiero, que se benefició de los márgenes para la especulación que producían los desmanejos monetarios del gobierno militar. Las inversiones financieras se hicieron más rentables que las productivas. Esa situación perdura hasta hoy.

Durante esas tres décadas se sucedieron varios golpes de Estado y restablecimientos democráticos, pero el sistema se mantuvo sin mayores cuestionamientos hasta que se produjo el restablecimiento definitivo de la institucionalidad democrática, en 1983. El presidente electo, Raúl Alfonsín, pertenecía a una muy definida tradición de pensamiento político liberal-democrático, que se complementaba con unas convicciones en materia económica que lo acercaban al modelo socialdemócrata. Esto definía un programa de gobierno centrado en la recuperación de las capacidades de intervención del Estado resguardada por una institucionalidad fuerte y normalizada: en otras palabras, una política orientada contra el poder de las corporaciones, pero con un Estado en expansión (mientras tanto, en otras latitudes se llevaban a cabo políticas de ajuste y reducción del Estado de Bienestar) en un contexto de crisis económica y aumento de la deuda pública.

Alfonsín emprendió una confrontación directa contra cada una de ellas: Fuerzas Armadas, sindicatos y empresarios, en particular los del sector agroganadero. Agregó a esta cruzada anticorporativa un conflicto con la Iglesia Católica, con motivo del divorcio vincular. El resultado de una lucha tan indiscriminada y con objetivos tan cuestionables debilitó los márgenes políticos del Gobierno, sin por ello afectar en lo esencial el poder de las corporaciones.

En 1988 aparecería La república corporativa, un libro de Jorge Bustamante en el cual se alertaba sobre la situación de bloqueo que estaba generando el influjo y el poder de las corporaciones. El libro obtuvo una buena repercusión, pero bastante moderada respecto del mal que ponía en evidencia. Acosado por una situación económica y social crítica, el presidente Alfonsín debió adelantar el traspaso del mando, después de que el candidato oficialista fuera derrotado en las elecciones presidenciales de 1989.

1989-2003

El presidente electo fue Carlos Saúl Menem, de filiación peronista, la fuerza política que inauguró el pacto corporativo argentino. Fue Menem quien consiguió sacar del juego de las corporaciones a las Fuerzas Armadas, mediante una política combinada de rigor institucional, indulto a los mandos implicados en la represión ilegal y mejoras salariales. La corporación militar quedaría reducida nuevamente a la obediencia del poder civil, mientras que el sector agroganadero percibiría de los beneficios que se concedió en general a los sectores productivos. Los sindicatos se mantuvieron dentro del esquema, si bien subordinados a las políticas de ajuste y estabilización económica llevadas a cabo por el gobierno de Menem. La crisis social que empezó a esbozarse a mediados de la década trajo nuevas formas de agremiación entre los sectores excluidos, desempleados y marginados: las llamadas organizaciones sociales, en un principio concebidas con objetivos de lucha y cooperación mutua.

En 1999, una coalición formada por radicales, peronistas disidentes del menemismo y formaciones políticas menores consiguió llegar al gobierno. Llevaban como candidato a Fernando de la Rúa, radical, que se encargó expresamente de confirmar las políticas económicas del gobierno de Menem, que habían permitido controlar la inflación, moderar el gasto público y generar crecimiento económico.

A fines del año 2001, asediado por una constelación de factores adversos —disidencias internas, una coyuntura económica externa complicada, una incapacidad para reaccionar eficazmente ante las dificultades económicas internas— el Gobierno colapsó rápidamente ante una movilización callejera organizada por los sindicatos, las organizaciones sociales y el peronismo en la oposición. Se produjo una crisis de legitimidad nunca antes vista en la Argentina democrática: las manifestaciones y los disturbios callejeros se organizaron al grito de «que se vayan todos».

Después de una jornada dantesca, la asamblea legislativa designó presidente a Eduardo Duhalde, exgobernador de la provincia de Buenos Aires y candidato presidencial por el peronismo derrotado en las elecciones de 1999. Duhalde consiguió estabilizar la situación política y social en un contexto de alta debilidad del Gobierno y producir un shock productivo a través de una drástica devaluación de la moneda. A pesar de que se propone presentarse como candidato presidencial a las elecciones de 2003, una crisis derivada de la represión de manifestantes de las organizaciones sociales lo sacan de la puja electoral.

2003-2015

En esas elecciones los candidatos que dominaban las encuestas eran dos peronistas: el expresidente Menem y el exgobernador de la provincia patagónica de Santa Cruz, Néstor Kirchner. Menem se apoyó sobre el prestigio ganado durante sus dos períodos de gobierno, pero sabía que su figura generaba un importante rechazo. Kirchner contaba con el apoyo del peronismo no menemista y se presentó como un caudillo moderado, con un programa peronista clásico de intervención estatal en la economía y políticas sociales. En la primera vuelta Menem quedó primero con el 24,45% de los votos y Kirchner segundo, con el 22,25%.

Temeroso de que se diera vuelta el resultado, Menem desistió de presentarse al balotaje y así Kirchner resultó electo con un porcentaje electoral exiguo, en un contexto de crisis de legitimidad política. Pero poseía una notable ventaja a su favor: gracias a la combinación de varios factores —una gran capacidad productiva instalada durante el menemismo, estabilidad monetaria y una espectacular subida de los precios internacionales de los commodities— la Argentina conseguía un importante superávit comercial y fiscal (este último derivado no de un aumento de la recaudación, sino de la cesación del pago de obligaciones por parte del Estado).

Valiéndose de los notables márgenes de beneficios en el comercio exterior, y urgido por ensanchar su base de legitimidad, Kirchner inició una construcción política que supuso un nuevo y muy ampliado pacto corporativo. Para eso aumentó sustancialmente el gasto público, participando de sus beneficios a una nueva constelación de intereses corporativos: los sindicatos (que apoyados por el Estado pudieron imponer sus condiciones a los empleadores, desarrollaron empresas propias y consolidaron su control sobre los sistemas solidarios de prestaciones sanitarias), los empresarios de industrias y servicios (con medidas proteccionistas, subsidios y contratos de provisión de insumos y servicios al Estado), las organizaciones sociales (que pasaron de ser formaciones de lucha y resistencia a intermediar la asistencia social del Estado), una plantilla cada vez más grande de empleados públicos en los tres niveles estatales (Estado Nacional, provincias, municipios), y una vasta clientela de gobernadores e intendentes municipales dependientes del Estado Nacional, generada a partir de la distribución de recursos nacionales según el modelo tributario dispuesto por la Constitución de 1994 (coparticipación federal).

Retrato de Néstor Fernández de Kirchner, en la Casa Rosada. | Europa Press

Por el contrario, el sector agropecuario, productor de las commodities y por tanto protagonista principal del superávit externo, quedó fuera de cuadro, es decir, reducido a financista del nuevo pacto corporativo.

Durante estos años de abundante afluencia de recursos producto del comercio exterior, el Estado nacional, los Estados provinciales y municipales experimentaron un notorio incremento. También se produjo un boom de consumo generalizado en las clases medias y altas, favorecida por un control de las tarifas de servicios públicos, generosamente financiadas con subsidios del Estado.

Hacia 2007 las commodities empezaron a perder rentabilidad y el flujo fue mermando. La inflación empezó a despertarse después de más de una década y media. Las primeras medidas del Gobierno fueron empezar a mentir respecto de los índices mensuales de inflación. El gasto público, engordado por un lustro, empezaba a ser un problema. En 2008 el estallido de la crisis subprime produjo una recesión mundial de la que no se salvó la Argentina.

El Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner decidió aplicar un fuerte aumento a los impuestos de exportación de los productores agropecuarios. Finalmente la resistencia opuesta por los productores hizo retroceder al Gobierno, pero el episodio mostró su resolución de huir hacia adelante, avanzando sobre recursos de los contribuyentes, financiándose con devaluaciones sucesivas de la moneda y aumentando el gasto público. En unos pocos años el Gobierno argentino reestatizó el sistema de jubilaciones y pensiones, hizo lo propio (por medio de un turbio expediente a través de accionistas, en un negocio gravosísimo para el fisco) la empresa petrolera YPF y también con la deficitaria Aerolíneas Argentinas.

Con la inflación en aumento y el corporativismo fortalecido se pudo organizar un evento de innegables resonancias fascistas: los llamados acuerdos paritarios (originariamente de frecuencia anual) entre sindicatos y empresas por sector, en los que se negocian aumentos salariales, después homologados por el Gobierno. Las corporaciones en acción. El Gobierno se aprovecha de las paritarias a través de dos creencias ilusorias: la primera, que es posible conseguir aumentos por encima de la inflación, con lo cual se genera la idea de una «inflación sana»; la segunda, que es un logro del Gobierno, cuando en realidad es efecto de su incapacidad de sostener el valor de la moneda.

En 2011, Cristina Kirchner consiguió la reelección con el 52% de los votos, resultado que confirmó y potenció el rumbo expansivo que había adoptado en su periodo anterior: fueron los años de la consigna «vamos por todo». En este periodo la Argentina entró en una fase de recesión de la que aún hoy no puede salir. Mientras tanto, las corporaciones, respondiendo a sus intereses, acompañaban la tendencia del Gobierno.

2015-2023

Cristina Fernández dejó el poder a fines de 2015 con una inflación desatada, una fiscalidad aplastante, en default con acreedores externos, una abultada deuda interna y una enorme distorsión en el mercado cambiario. Mauricio Macri, el presidente de la coalición Cambiemos, asumió con un programa económico que buscaba reinsertar al país en los circuitos del comercio internacional, promover desregulaciones en materia económica y reducir el gasto público. Las expectativas eran muy altas y el poder disponible, los plazos y la voluntad política para llevar a cabo tal programa eran bastante más limitados.

Macri consiguió reducir el déficit primario heredado del gobierno anterior. Necesitaba ordenar las cuentas públicas y reducir en la medida de lo posible el financiamiento público por vía de impuestos e inflación. Para eso se vio obligado a tomar deuda en el mercado. Paralelamente eliminó los impuestos a las exportaciones del campo. Si bien emprendió una relativa liberación de las importaciones (generando no poco malestar entre los industriales locales) y de algunas actividades como la aerocomercial, no consiguió afectar en lo sustancial la estructura de poder y dominación del sistema corporativo.

A mediados de su mandato se produjo un rápido deterioro de la situación económica. El Gobierno recurrió a un abultado crédito del Fondo Monetario Internacional para no caer en default cumplir con las obligaciones de deudas previas. También restableció el impuesto a las exportaciones agrícolas. Su fracaso en conseguir la reelección frustró toda estrategia tendente a moderar el poder de las corporaciones, si es que tal iniciativa formaba parte destacada de sus objetivos de un segundo mandato, algo que debía iniciar inevitablemente por una ambiciosa reforma impositiva, laboral y del Estado.

El regreso del peronismo al poder, en 2019, se dio en medio de unas circunstancias muy particulares. La presidencia de Macri, aún con sus objetivos incumplidos y sus modestos logros, encendió las alarmas no solamente de las fuerzas políticas que dependían del statu quo sino de las corporaciones, que vieron un riesgo cierto en torno a su posición dominante.

En las elecciones presidenciales de ese año, tanto el peronismo y sus agrupaciones políticas afines, que provenían de un proceso de disgregación durante el período de Macri, como las corporaciones -sindicatos, empresas, organizaciones sociales, medios de comunicación, administración pública en los tres niveles, gobernadores e intendentes municipales- se coaligaron para derrotar a la fórmula de Cambiemos.

Durante la campaña el peronismo apenas pudo disimular con su tradicional discurso de políticas sociales, redistribución de recursos y nacionalismo económico su verdadero programa de gobierno: una colonización definitiva del Estado a través de su loteo entre grupos políticos y corporaciones. 

En 2020 se cumplió una década de recesión económica continua: excepto los años del gobierno de Macri, en los que se hizo algún esfuerzo por disminuir el gasto público, el gobierno de Alberto Fernández prosiguió con políticas abierta y deliberadamente expansivas. La pandemia fue la excusa perfecta para aumentar el gasto público de forma exponencial, financiado a través del aumento de impuestos y la emisión monetaria. A la vez se llevaban a cabo negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, que condicionaba -al menos en los papeles- la liberación de fondos a cambio de políticas de equilibrio y disciplina fiscal y reducción del gasto público.

En general, la clase política argentina asume que existe un stock prácticamente ilimitado de riqueza en manos de los argentinos que puede ser depredado de forma discrecional, a través de diversos instrumentos: impuestos, deuda, emisión. El resultado es una economía cuyo PBI no ha registrado incrementos sustanciales en los últimos 40 años (durante los cuales la población se ha duplicado), lleva más de 12 años de recesión continua y casi cuatro de un proceso sostenido de desinversión. Este contexto de depredación supone dejar fuera del reparto y de los beneficios del modelo corporativo al sector que realiza el mayor aporte la producción de bienes del país: el campo, la actividad agrícola-ganadera.

El presente

La novedad respecto de épocas anteriores es que la presencia y actividad de las corporaciones que se benefician de los recursos públicos han adquirido una importancia y una proporción tal que los márgenes de acción del Gobierno han quedado drásticamente reducidos. No es posible implementar política alguna que no pise, afecte o colisione alguno de los intereses que componen el pool corporativo nacional: regímenes discrecionales para empresas, leyes y prerrogativas sindicales, reparto de recursos públicos intermediados por organizaciones sociales, feudos políticos/económicos en las provincias y los municipios, y una enorme burocracia en los tres niveles que condiciona y dificulta cualquier acción coordinada del Estado. Cada una de estas corporaciones maneja en torno suyo un área borrosa de actividades y relaciones con el sector público en el que florece la corrupción y la venalidad. En la situación actual es virtualmente imposible llevar a cabo políticas públicas con un mínimo de eficacia. La resistencia de los intereses particulares afectados por esas políticas termina frustrando cualquier esfuerzo.

Es necesario insistir en la complejidad perversa que supone este sistema que combina una institucionalidad liberal formal, de iure, con una institucionalidad corporativa real y parasitaria, de facto. Los contornos del Gobierno y el Estado están desdibujados, se funden de mil maneras con el tejido social, generando distorsiones realmente monstruosas.

Se conoce como metástasis el proceso por el cual las células cancerosas se diseminan desde el sitio donde se originaron y forman tumores nuevos en otras partes del cuerpo. El cáncer que se produce en una parte del cuerpo diferente de donde se detectó originariamente se llama metastásico. No es exagerado afirmar que el corporativismo argentino ha entrado en una fase de metástasis. Prácticamente no queda órgano sano en el cuerpo de la nación: economía, educación, seguridad, defensa, relaciones exteriores, tecnología. Todo es afectado por un entramado de intereses que depreda los recursos y las instituciones públicas, a través de diversas formas.

El régimen corporativo supone para cada argentino comprar a precios más elevados que los de mercado, pagar impuestos abusivos, soportar la ineficacia de servicios públicos y privados, pagar por trámites y gestiones que en otro contexto serían sin costo y sufrir bloqueos y obstáculos interpuestos deliberadamente para proteger algún régimen discrecional.

Dos interrogantes emergen como consecuencia de esta afirmación. La primera pregunta tiene que ver con la conducta electoral de los argentinos: ¿cómo es posible que sigan votando gobiernos que los han condenado a un camino de explotación y miseria? En un contexto de gobierno representativo y respeto por los derechos individuales, el sistema corporativo se sostiene gracias a la formación, a través de formas transaccionales directas, de vastas clientelas -muchas de ellas encuadradas en las propias corporaciones- que aseguran el control de una parte sustancial del electorado y que en consecuencia permiten controlar el gobierno o gravitar decisivamente desde la oposición. Clientelismo político es complemento necesario de corporativismo.

La segunda pregunta, en este contexto crítico en el que se encuentra el país, es si la metástasis corporativa es visualizada por las alternativas electorales como un problema de primera magnitud, una prioridad en la agenda del equipo que tomará el relevo de la fórmula Alberto Fernández – Cristina Fernández el próximo 10 de diciembre. Y lo cierto es que si bien puede identificarse en el peronismo al principal promotor del pacto corporativo argentino, el resto de las fuerzas políticas que en algún momento le disputaron el poder no solamente dejaron intacto tal acuerdo sino que lo promovieron: no fueron capaces de denunciarlo ni combatirlo eficazmente, ni las Fuerzas Armadas en su carácter de alternativa de gobierno de ultima ratio, ni el radicalismo, que siempre se movió entre la cooperación y la impotencia frente al desafío corporativo, ni más recientemente el gobierno de Cambiemos, que se fue en arrestos y amagues. 

Poco antes de que arrancara la actual campaña electoral fue reeditado La república corporativa de Bustamante. En la nueva portada puede leerse lo siguiente: 35 años/ 1988-2023/ nada cambió. Lo cierto es que la situación es mucho peor. Lo que antes parecía una tendencia preocupante es hoy una realidad aplastante que deja sin expectativa de futuro a muchos argentinos.

¿Forma parte este problema de primera magnitud -que es esencialmente político, no económico- de la agenda de las fuerzas políticas? El contexto es de una gravedad insostenible: el país se encuentra desprovisto de crédito internacional, la inflación anual es imprevisible, pero se asegura que estará en los tres dígitos anuales, se ha contraído una deuda pública impagable con la banca local, casi la mitad de la población se encuentra bajo la línea de la pobreza y el gobierno actual agrava la situación día a día con sus medidas electoralistas. Parece inevitable un programa de austeridad, reducción del gasto público y ajuste fiscal, aunque en el plano del discurso no todos se plantean tal horizonte.

El futuro

Después de las elecciones del 22 de octubre, dos fórmulas se disputan el periodo presidencial 2023-2027.

El peronismo, en su nueva denominación de Unión por la Patria, intenta mantenerse en el poder con una fórmula de unidad encabezada por Sergio Massa y Agustín Rossi. Es sin dudas la fórmula preferida del bloque corporativo: grandes grupos empresarios, sindicatos, organizaciones sociales, medios de comunicación, administración pública en los tres niveles, gobiernos provinciales y municipales. Desde hace poco más de un año, Massa es el actual ministro de Economía y encabeza una gestión particularmente desastrosa, con unos resultados francamente desoladores. Su discurso está centrado en la expansión del gasto público, la defensa de los derechos otorgados, el sostenimiento del actual sistema. Promueve sentimientos que tienen que ver con lo identitario y el miedo. La lógica corporativa, incapaz de trascender sus propios intereses, medra en este contexto de inflación, pobreza, recesión, desinversión y endeudamiento.

Y por otro lado, la novedad, los denominados libertarios, una alternativa política emergente de signo marcadamente liberal, promercado y antiestatista, conducida por Javier Milei, un economista profesional, antiguo consultor de empresas y gobiernos con mucha presencia en los medios y las redes sociales. Milei, actual candidato a presidente de La Libertad Avanza junto con Victoria Villarroel, una abogada vinculada con la defensa de las víctimas de las organizaciones armadas que practicaron el terrorismo durante los años 70, recibe el apoyo de diversos sectores sociales principalmente compuestos por jóvenes, entre los que se encuentran pobres y excluidos, hastiados de la falta de oportunidades y las políticas asistencialistas del Estado; estudiantes universitarios; profesionales; empresarios pequeños y productores agrícolas que ven en las actuales políticas de Estado el principal enemigo de su crecimiento personal, laboral o empresarial.

El voto a Milei se asocia al voto bronca, pero esto supone una perspectiva simplista que oculta un móvil más profundo: la esperanza, que se configura en oposición al establishment, al bloqueo general de la sociedad. Existen razones para pensar que Milei no pueda llevar a cabo su programa de dolarización de la economía, eliminación del Banco Central como principal causa de la distorsión monetaria, el cierre sistemático de dependencias y organismos del Estado y la reducción masiva de empleados públicos. También para pensar que el movimiento libertario responde a una maniobra del peronismo para retener el poder y prolongar el statu quo en un contexto crítico: existe un fuerte trasvasamiento de votos de una a otra fuerza y también casos de colaboración mutua.

Por el camino se ha quedado la fórmula de Juntos por el Cambio, antes Cambiemos, una coalición de fuerzas de centroizquierda y centroderecha que llevó al poder a Mauricio Macri entre los años 2015 y 2019 y que hasta el pasado 22 de octubre promovía la fórmula compuesta por Patricia Bullrich y Luis Petri. La coalición, que gobierna en varias provincias, posee un posicionamiento fundado en las instituciones y el Estado de Derecho. En materia económica es crítica con la política del actual gobierno, sosteniendo la necesidad de promover el ordenamiento de las cuentas públicas y el control del gasto, la desregulación de la actividad económica y la integración a los mercados internacionales. Pero está lejos de promover una política que afecte el entramado de los intereses corporativos: de hecho sus dirigentes y funcionarios forman parte de ese entramado, se benefician de la estructura de poder que ofrecen las corporaciones.

Un caso bien conocido es el de las empresas fabricantes (en realidad ensambladoras) de artículos electrodomésticos y electrónicos en la isla de Tierra del Fuego, que cuentan con un régimen fiscal especial y de protección de la competencia de artículos importados. Estas empresas financian por igual a las principales fuerzas políticas del país: tanto Juntos por el Cambio como la actual Unión por la Patria.

El programa político de Juntos por el Cambio está mucho más centrado en corregir los desbordes del sistema que en cuestionar su lógica. Asumen que no es un problema de diseño, sino de una correcta gestión. Básicamente, las fuerzas que participan de Juntos por el Cambio –PRO, Radicalismo, Coalición Cívica– intentan garantizar un escenario previsible para obtener el apoyo de tales corporaciones en sus propósitos de cambio moderado y a largo plazo.

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