THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

El sofá de Eros

«La humedad de su lengua me acariciaba el pecho con la sed de un cabrito recién nacido, con la dulzura de aquellos que miman los objetos muy preciados»

El sofá de Eros

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Dejó el dinero en la mesa antes de salir llevándose con él un aroma infantil a colonia de supermercado. No me lanzó esta vez desde la puerta ese beso galán propio del landismo al que le suelo sonreír con desgana. A cambio, una mirada que leí de despedida le acompañó los últimos pasos antes de salir del local. Saúl no era muy guapo, tampoco muy feo. No estaba flaco, ni fofo, ni gordo. Tampoco era alto ni bajo. Olía bien. No era áspero su tacto y acudía a sus citas peinado con el afán de un domingo de misa. Saúl pasaba desapercibido con sus polos bien planchados y pantalones de pana que sabía rimar con cierta sintonía.

La primera vez que le vi los nervios le acrecentaron una retahíla de tics que acompasaron nuestras palabras y pasos al ritmo de una batuta espasmódica. Saúl no se llamaba por ese nombre que me decía. Lo sé porque un día, una de mis bromas sobre la edad y el vigor le hicieron desenfundar su carné, orgulloso y alertado por mi risa. «Manuel», rezaba junto a su foto la tipografía aséptica del documento. «Que sí Saúl, ¡que era broma! », le aclaré para que cambiara el gesto. «Bueno, vale, venga vamos a lo nuestro, a ver si tengo suerte y me corro hoy un par de veces», contestó con esa sequedad emocional de los que han sido criados en cierto cautiverio. 

Nuestra rutina mensual marcaba pasos muy claros durante la hora que duraban nuestros encuentros. Mis propuestas no eran siempre bien acogidas por él y sus brazos solían saltar como los tentáculos de un pulpo asustado los días «no buenos» en los que le intentaba cambiar el guión. El cuello se le endurecía congestionado.  La boca, torcida hacia atrás,  ralentizaba el equilibrio de sus palabras que desentonaban en el pentagrama del discurso coherente. En esas, yo me tumbaba sobre él  y le ponía mi pecho en la cara. Me mecía hacia delante y atrás, acariciando con su nariz el surco de entre mis senos. Saúl se calmaba como un bebé lactante. Recobraba el control de sus extremidades y me acariciaba dulcemente cada mama con cada una de sus grandes manos.

Eran suaves las palmas de este Saúl de pseudónimo. Eran grandes y toscas como las de un ganadero, y sentía mi ubre segura en la simpatía que sus manos de cabrero montés me regalaba. Saúl me estrechaba los pezones entre sus dedos y los dejaba resbalar una y otra vez. El vaivén  de su nariz paseando por el valle de mi pecho pendulante no cesaba en ese magreo cálido, dulce y placentero. Yo le apretaba la cabeza entre mis brazos y dibujaba así un abrazo acogedor del que no pudiera salir. Le construía una fortaleza segura donde ese deseo animal, voraz y pueril no se sintiera juzgado. Donde su entrega al placer no tuviera tiempo, ni nombres, ni precio. 

Saúl calmaba así la tiranía de su cerebro autárquico y desobediente. Yo, entonces,  alargaba la mano y le sostenía la polla sin moverla durante algunos segundos. La rodeaba con los dedos firmemente y la sentía latir. Cada nueva pulsación insuflaba reguladas dosis de sangre, como cuando hinchas un colchón de playa a pleno pulmón. El miembro crecía en cada aliento que exhalaba sobre mi escote. Fiel a mi instinto seductor, yo no movía ni un solo dedo. Su pene erectaba ajeno a su propia fortaleza. Un falo empinado y caliente que me gustaba apretar y amasar como fardos de plastilina seca. Comenzaba a mover este miembro cándido y sincero con suaves subidas y enérgicas bajadas cuando le oía gemir ligeramente, entre aire respirado y suspiros. Esa era la señal. «Voy a meneártela como más te gusta» , le proponía con el carácter competitivo que a veces me asola. 

Él se agarraba a mis tetas como si hubiera saltado en paracaídas. Llegados a este punto, acercaba siempre su boca a ellas y comenzaba a succionar. Nunca nos mirábamos Saúl y yo. Eso lo dejábamos para el amor.  

La humedad de su lengua me acariciaba el pecho con la sed de un cabrito recién nacido, con la dulzura de aquellos que miman los objetos muy preciados. En mi mente la dureza de su polla me excitaba tanto como la suavidad de su lengua y le pronunciaba muchos «sigue, sigue, sigue » verdaderos cuando se le escapaba una fuente de leche espesa entre bramidos de júbilo ensordecidos por la carne que atiborraba su boca; la mía. 

Entonces no había rastro de inocencia en su mirada, ni tensiones contenidas en el gesto de su boca, ni contracciones indebidas en el ángulo de sus dedos. Entonces Saúl respiraba sereno. 

Yo le desmontaba y me tumbaba a su lado. Aprendí a hacerlo. En pocos minutos, se apresuraba a limpiar los restos del placer vertidos sobre el abundante vello de su vientre y se apuraba a lanzarme toallitas mojadas, avergonzado de la detonación. 

Siempre la misma reacción. Siempre la misma prisa antes de la contabilidad final. 

«Hoy me he corrido solo una vez», dijo Saúl en esta ocasión, como lo había dicho muchas otras antes de irse. Dejó el dinero  en la mesa, donde siempre, pero no me tiró ese beso soplado de seducción rancia pasada de moda. Entonces vi a Manuel. Me miraba con sus ojos inexpertos, llenos de una vida que no es la mía, llenos del propósito de un Eros generoso sin sofá.  «¿Volverá?», pensé mientras terminaba de encajarme los zapatos para  salir pitando hacia mi casa y estrechar entre mis brazos al mío.  

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