THE OBJECTIVE
Mi Yo Salvaje

Breve historia de dos

Ella hizo lo mismo con el suelo y contó el número de «gracias » y «ay» que acababa de soltar por segundos para sentir cómo el rubor aumentaba por cada uno de ellos

Breve historia de dos

Apenas durmió tres horas por la noche y en algo más de cinco se encontraba en otra ciudad. Con somnolencia se esforzó por no equivocarse en aquel entramado de calles nuevas. Entró en el metro y arriesgó apostando por el color de la línea que creyó que le haría aprovechar los segundos al máximo. O al menos no perderse. Un solo fallo y nada de lo que ocurrió podría haber tenido lugar. Un puzzle de minutos que necesitaron la precisión de un jugador de ajedrez en una carrera de fondo. 

El teléfono le sonó varias veces y todas inoportunas: en la cola del banco; en la espera subterránea; cuando la maleta volcó al bajar un escalón; mientras el semáforo tardaba siglos en cambiar a verde; en las miradas esquivas al callejero. 

Tampoco contestó a los whatssaps que se iban acumulando como latas caducadas en el estante de un badulaque. Prefirió esconderse y relamerse ante la idea de la primera caña; esa que te da la bienvenida junto a un plato de aceitunas que parpadean sonrientes. Necesitaba un masaje en los pies y un par de cañas más, pensaba, no habiéndose tomado aún ni la primera. 

Torció la esquina de la calle sin comprobar el nombre. Se sintió orgullosa, «misión cumplida» ;  además de llegar a tiempo no le había hecho falta asegurarse esta vez de saber dónde estaba. Ya saboreaba la espuma de la Santa Cerveza que se iba a tomar, fuera cual fuera. Eso es lo que le parecía la cerveza frente al cansancio que arrastraba, una cura santa.

Llamó a la puerta; dio la mano; pagó; firmó; sonrió y salió de la oficina. Le susurró a las maletas, que la esperaban fuera ansiosas, que ya tenían casa.  Y anduvo y anduvo por varias largas avenidas. Las mismas que más tarde jamás volvería a cruzar sin parar un taxi o bucear por el metro. 

Caminó deleitándose del olor a nuevo. Ahora más despacio, más calmada. Todo recto hasta la quinta a mano izquierda. Memorizaba comercios; se esmeraba en conocer las calles colindantes  en la búsqueda del sentimiento de hogar que necesitaba para poder vivir. Para poder vivir sola.  Mientras andaba se vio desayunando en el bar de la esquina; también echándose una copa en el otro bar de enfrente, ante la mirada de alguien que ocupa el otro lugar de una mesa para dos. Se esbozó comprando bolis y libretas en la papelería que acababa de pasar y también en el mercado pidiendo un kilo de boquerones sin arreglar. «Un kilo es quizás demasiado para mí sola, tengo que aprender a comprar la mitad». Este sería su paisaje a partir de ahora. La inspiración del cambio le dio fuerzas para ver  belleza en las paredes desconchadas y el gris del asfalto. Se convenció de que «total, no estaba tan lejos del pueblo» y esta cantinela adormeció el recuerdo del sol que cada mañana la había despertado hasta hoy iluminando el bosque y las montañas que decoraban sus ventanas. Dentro de poco tendría una decena de amigos, pensaba, y la terraza del bar contaba con algunos árboles que la animaban al consumo.  

Tenía la sensación de que todos la miraban; no sabía que iba con cara de tonta desde que salió de la agencia. Ahora sí era el momento de recibir mil llamadas. Se tocaba la cadera en busca de la agradable sensación del vibrar del móvil cuando desesperas por que suene. Ahora necesitaba recibir alguna llamada. 

«Calle Fernando Garrido, ¡aquí es!». Rastreó con la mirada los locales de toda la calle. Detectó aquellos que le interesaban más:  un estanco y una panadería. «Con esto me vale, genial» .

Vio cómo abrían la puerta del que ya podía decirse «su» portal. Se apresuró para no tener que andar lidiando con llaves, bolso, maletas, abrigo…

– ¡Hola!

– Hola, ¿qué tal? Espera, te ayudo. 

Cruzaron una segunda puerta, esta vez más pesada. 

– Ay, gracias. Ya está, muchas gracias. 

– No te preocupes te las llevo al ascensor, pasa. 

– Vale, gracias. 

Se quedó dentro del ascensor como si de toda la vida hubiera tenido un botones que la llevara a su planta. 

– ¿A qué piso vas? 

– Ay, al quinto, creo.  Perdona, todavía no estoy acostumbrada, acabo de llegar. 

– No te preocupes. ¿Nueva en el edificio? Bienvenida.  

– Muchas gracias, sí. Recién llegada. 

Él la miró a los ojos. Ella hizo lo mismo con el suelo y contó el número de «gracias » y «ay» que acababa de soltar por segundos para sentir cómo el rubor aumentaba por cada uno de ellos. Las maletas ocupaban gran parte del espacio minúsculo del ascensor. Notaba su mirada en el pelo, Amanda observaba sus zapatos, traje, corbata. Ambos se olieron. 

El ascensor se paró en el tercero. 

Su mirada le atravesó las pupilas. 

– Adiós. Bienvenida de nuevo. Por cierto, soy Saúl. 

– Muchas gracias, bienhallada. ¡Ja, ja!  

Se cerró la puerta del ascensor. Se miró en el espejo. Tenía las mejillas rosadas, acaloradas de tanto andar. A ella nunca le habían gustado pero, no sabe por qué, siempre daba buen resultado con los hombres. No tenía atisbo alguno del cansacio que solía acumularse en sus ojos grandes. Estaba tan feliz. «¿Bienhallada? Seré idiota…».  

Llegó a su destino, el quinto. Ahora saldría y vería por primera vez la que sería su puerta durante aún no sabía cuánto tiempo. Sobre la que descansaría buscando las llaves sin querer soltar las bolsas del súper en el suelo, la que cerraría cada día de un portazo porque llegaría tarde, la que enmarcaría nuevos besos de despedida. Quería ser consciente de que vería este escenario día y noche, en multitud de estados de ánimo diferentes, con la gente a la que quería cuando vinieran a visitarla y con gente que aún tardaría tiempo en conocer. 

Cuatro puertas familiares. A, B, C y D. Ni rastro del 510, número de película americana. 

Entornó los ojos en un gesto de aburrimiento y desesperación. Volvió al ascensor, presionó el 0 con el ímpetu de un dedo enfadado y bajó. Cuando llegó al rellano se tropezó al salir con todos sus bártulos. 

«Pero, ¿por qué siempre me pasa lo mismo?», dijo prolongando mucho las eses.

Salió del portal, miró el número y refunfuñó. La escalera, las plantas y el porterillo la vieron desaparecer torciendo a la derecha. Nadie más. Tampoco él. 

Ciento veinte metros y su número, el catorce. 

«Portal 14, apartamento 510, joder» , murmuró mientras con aire de tristeza se decía que quizás en el pensamiento fugaz de Saúl el del tercero surgiría alguna vez esta pregunta: ¿por qué no he vuelto a coincidir con la chica del quinto?

Porque no volverían a coincidir, ¿o no?

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