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Cocina o no cocina, esto apesta a chamusquina

«Pone los pelos de punta pensar que un finde sales a cenar y no vuelves víctima de un cúmulo de circunstancias que pudieron o no haber pasado»

Cocina o no cocina, esto apesta a chamusquina

Agentes de la Policía Científica conversan en la entrada del restaurante italiano 'Burro Canaglia Bar&Resto'. | Europa Press

Una sale de curar enfermos y se quema viva. Otro, que la servía, llevaba una semana currando cuando la ceniza le cayó del techo; dos muertos un viernes de noche que se amparan en el bucle del que cuando uno disfruta el otro trabaja. Es la ley de la hostelería, el ocio del resto no comparte horario con el que sirve, ya sea cocinero, reponedor, empresario, camarero; es un negocio que vive de y para nuestra alegría.

Tras algunos bulos sobre la «no cocina» de la licencia del restaurante Burro Canaglia Bar&Resto, de la plaza de Manuel Becerra, la duda que planea en el incendio y el flameo, bajo cien enredaderas de plástico de burdel, es si fue pasando al toque las acometidas que exigían adaptarse a las distintas normativas que, desde 1997, la administración ha ido modernizando al paso de nuestro bienestar. 

Pone los pelos de punta pensar que un finde sales a cenar y no vuelves víctima de un cúmulo de circunstancias que pudieron o no haber pasado; pero que sí, pasaron, y tanto que lo hicieron. Ellos estaban en la mesa más cercana a la puerta, también donde más derrapaba el combustible que hizo que un soplete convirtiera el local en fuego en una micra de segundo. Todos corrieron al fondo, pues la puerta abierta al infierno también te sacaba a la plaza si atravesabas aquel báratro incomprensible. Pero no se conoce la reacción de uno hasta que se quema, todos pensaron en alejarse de las llamas mientras del techo caían chispas calcinando lo que tocaban. Pronto, el humo fue devorando el aire atravesando los pulmones de diez personas que fueron ingresadas y que han ido saliendo de cuidados intensivos de distintos hospitales, otras, siguen en riesgo de no limpiarse nunca más. 

Julián quería ser cantante. Tenía 25 años y la razón de hacerse las Castillas no era otra que su deseo de triunfar en la industria musical. Era un peleón, participó en la edición de del 2020 en Operación Triunfo, pero el joven de Benidorm tuvo que terminar de esta manera que no se entiende o no se puede comprender del todo. Alexandra, de 43 años, era una enfermera vizcaína que estaba pasando el finde en Madrid con unas amigas. Trabajaba en un hospital en Bilbao y una de sus amigas aún está ingresada en el hospital de La Paz en estado grave. Una diávola es la causante de este sinsentido. La pizza paseó en llamas por el establecimiento en una mano mientras que la otra sujetaba el soplete como si eso de cenar fuese ahora ir a la fragua. Un lugar que brota de plástico no es lugar para llamas de diseño. Los materiales de los restaurantes han de ser ignífugos, al menos, no deben ser una falla, por muy bonito que quede la horterada del lugar. Aún menos ese juego de show cooking, o como diablos se llame si tan cerca se pasean la vida y la muerte por un bocado picante. 

«Esta tragedia es un aviso por tantas franquicias extendidas, personal sin experiencia, licencias heredadas o cocinas industriales que petan de motos y pedidos algunos barrios»

En la película El menú, magistralmente interpretada por Ralph Fiennes, la trama radica en un afamado chef que ha decidido cepillarse a todos sus comensales en un menú degustación que viaja entre la realidad y la ficción de un modo que aterra. Tiene algo novedoso y huele a viejo, pues es un Hannibal Lecter cocinándose un cerebro mientras el comensal sigue disfrutando de sus propios sesos. Algo así tan costumbrista como los bebedores de sangre del Matadero de Madrid o cualesquiera de las historias pasadas sobre lo peor del ser humano. Pero lo de hacerse el final así de involuntario en medio del mar del goce hace que todo tiemble, nuestra comprensión, su mala praxis. 

Lo que no tiene sentido es que uno se queme por salir a cenar como quien busca una experiencia macabra en este camino de espinas que es la vida de muchos, si no de casi todos. ¿Cómo es posible que un restaurante que cuenta con licencia—según demostraba el Ayuntamiento de Madrid— tenga material inflamable mientras se pasean por el local pizzas en llamas? Parece como si en el precio se encontrara también etiquetada la muerte de una, y del camarero que la servía, entrando en el rodaje de la película dirigida por Mark Mylod cual si fuese la vida misma. Es esta la cosa de siempre, la realidad supera la ficción.

Un dicho escandinavo dice que «los noruegos viven para comer, los daneses comen para vivir, mientras que los suecos comen para beber», pero ninguna de todas las hablas que componen el teatro dice que comamos para morir. Algo debería aportar esta tragedia que ha demostrado que salir a cenar sea una experiencia de riesgo en la ciudad, un aviso por tantas franquicias extendidas, personal sin experiencia, licencias heredadas o cocinas industriales que petan de motos y pedidos algunos barrios, de un Madrid que se debate entre mensajeros de comida y gasolineras que incluyan postre, pan y vino en el precio por morirse. 

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