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El clon de la semana

Francina Armengol prevaricando

«Tales son su cachaza e indolencia sectarias que ni siquiera alza el tono de voz cuando alguna señoría de las oposiciones le echa en cara la manga ancha que tiene con las bocas sucias de las socias del gobierno…»

Francina Armengol prevaricando

Viñeta Armengol. | Tadeu

Francina Armengol, presidenta del Congreso, tercera autoridad del Estado (bosquejada con mano de artista por Jaume Andreu), suele presidir vestida en sayos, cuando no lisamente en pijama. Si se descuida, acabará oficiando la sesión de la mañana con los rulos puestos. ¡Qué decoro parlamentario podría exigirle nadie!

Tales son su cachaza e indolencia sectarias que ni siquiera alza el tono de voz cuando alguna señoría de las oposiciones le echa en cara la manga ancha que tiene con las bocas sucias de las socias del Gobierno: verbi menuda la gracia: Míriam Nogueras de Junts, y la nueva en la plaza: Pilar Valluguera, de ERC; el martes pasado acusando ambas por lo penal, con nombre y apellidos, a los jueces de la fachosfera.

Son sabedoras (y más desde que pueden usar el vernáculo) de que insultar impunemente, no ya a los demás políticos y sus votantes (eso forma parte del fair play parlamentario) sino directamente a los pilares del Estado, es decir, los jueces, las fuerzas
de seguridad y la Corona, es la mejor forma de dejar claro a todos quién manda en la legislatura. (Por algo Sánchez estuvo casi toda la sesión escondido en el escusado).

Esta semana se ha añadido al coro de los puñales, en efecto, una nueva independenciera a la ya célebre Nogueras («dientes, dientes»): la representante de ERC, Pilar Valluguera, fenomenal energúmena que deja al dulce Rufián en un pobre escolanet de la parroquia de Santa Coloma. Entre gritos, espumarajos y acusaciones prevaricadoras ad hominem dictaminó que lo que los jueces de la leyenda negra quieren instruir no eran delitos sino «un acto de radicalidad democrática de la sociedad catalana». ¡Apunta Cerdán!

Si se puede acusar de prevaricador impunemente a tal o cual juez por seguir con la instrucción de futuros amnistiables (la fiscalía es de parte, y ya se sabe de qué parte pende; y, por otro lado, los propios magistrados no entrarán al trapo y evitarán querellarse por calumnias graves, pues ello supondría prácticamente una autorrecusación), es que para el sutil equilibro de pesos y contrapesos que supone un Estado de Derecho la messa è finita.

La Presidenta del Congreso es la que prevarica cada vez que permite el amedrantamiento a los jueces en sede parlamentaria. También se prevarica por falta de actuación.

El punto de no retorno que marca ya quedó atrás. Y nada detendrá a Sánchez en la escritura de su capítulo de la Historial Universal de la Infamia.

La autoamnistía no ha descarrilado más que para reencarrilarse mejor: este incidente de procedimiento, justo en plena campaña gallega y coincidiendo con el té de la cinco con Reynders en Bruselas, no es más que una parada en boxes de la ley, y una manera seguir jugando al escondite con los jueces «prevaricadores». No habrá colorín ni colorado.

Coda) Rendirse con Reynders


Llevaban el PSOE y el PP desde 1985 encantados y tan panchos con haber sepultado a Montesquieu (quién te ha visto Alfonso Guerra) y emputecido la separación de poderes mediante un sistema de nombramientos del gobierno de los jueces (oxímoron: los jueces no deberían ser gobernados) que permitía a los partidos nombrar a los «suyos» para aquellos puestos en los que los «suyos» iban a juzgar los casos de corrupción de los «nuestros».

Sin duda, la justicia es algo demasiado serio para dejarla en manos de los jueces, sobre todo cuando estos permiten que se les clasifique, sin pestañear, como progresistas o conservadores. Pero la actual merienda de negras togas contraviene, como dicen los cursis, los más elementales estándares europeos en materia de independencia del poder judicial.

Desde hace décadas pues, la elección de los vocales del CGPJ se hace en el Parlamento y a gusto de sus respectivas mayorías y minorías mayoritarias, la manera más segura de politizar el órgano y de practicar allí también el turnismo, esa acendrada costumbre política española que hoy, de tan polarizado que está el panorama, casi habría que añorar.

Gallardón, que anduvo pregonando en la campaña electoral de 2011 que devolvería a los jueces su autogobierno, acabó presentado una ley en 2013 que era más de lo mismo. El bipartidismo había dicho la última palabra, por mucho que el hoy difunto partido Ciudadanos (gran diagnosticador en esto como en tantas otras cosas, ¡qué gran médico si hubiere un buen paciente!) propusiera una muy razonable reforma en 2020, para, según Arrimadas, «eliminar el control de las zarpas políticas de la justicia española», reforma que fue apoyada por PP y Vox… pero detenida por la coalición progresista del momento. Hasta hoy.

Momento estelar el de Enrique Santiago, actual portavoz sustituto de Sumar en el Congreso, y sempiterno secretario general del Partido Comunista de España: «El poder judicial tiene legitimidad si es elegido democráticamente. ¿Cómo se les ocurre que el poder judicial elija al poder judicial? ¿Van a pedir que el poder ejecutivo elija al poder ejecutivo? Las instituciones no son apolíticas, las apolíticas son las dictaduras».

Tanto ha ido yendo el cántaro a la fuente (el aforado al tribunal), que, visto el volumen y la calidad del contencioso que afectaba a los políticos (prevaricación y corrupción de toda laya), el CGPJ ha acabado convirtiéndose en la primera línea de la batalla política española, allí donde la derecha libra una última escaramuza para tratar de impedir el rodillo de la autoamnistía.

Ilusos.

De esos barros estas heces, estas sancheces.

Acudir a la desesperada ahora, como ha hecho el PP (remedando a los partidos sediciosos en su negociación con el PSOE con un mediador internacional en Ginebra) al árbitro europeo Didier Reynders en Bruselas, apresurado comisario belga a un mes despedirse la excedencia para intentar ser nombrado secretario general del Consejo de Europa (esa institución donde conviven democracias con dictaduras), es una más de las falsas buenas ideas (¿marca de la casa Pons?) que acabará volviéndose como un bumerán: la Comisión Europea es un organismo nombrado por los gobiernos y, por ello, su mera prolongación: creer que porque Reynders sea del Partido Liberal de Valonia va a pararle los pies al iliberal sanchismo es un puro soñar despiertos. Ojo con fiarlo todo a una Europa que, siguiendo el consejo atribuido a Franco, prefiere no meterse nunca en política.

Nadie desea más que Sánchez que sea la Comisión la que elija a los jueces que quieren los vecinos que sea el alcalde.

Autofisking. Iba a haber aquí un fisking a la reciente entrevista a Eduardo Mendoza en El Mundo Today. Pero googleando ha aparecido otra en La Vanguardia Yesterday del 10 de abril de 21, donde, siempre con el ojo y el bolsillo puesto en el día de Sant Jordi, caixa, el cervantino anunciaba, una vez más, que después de escribir y vender tanta novela pensaba cortarse la coleta. Pero como se permitía unas alegrías comunistas que pa qué, valen como un autofisking.

El personaje viaja por países comunistas…


Yo viajé varias veces, desde los años 60 hasta los 90. Fui uno de los pocos que, sin ser del PSUC, me fui, solo, a ver lo que era el comunismo: Berlín, Praga, Polonia, Moscú… Quise experimentar de primera mano como era todo aquello, lo he ido siguiendo. En los años 80 ya era una risa.

¿Comió tan mal?

En Polonia, en los 80, había unos restaurantes antiguos y elegantes donde te traían una carta de cuero con uno de los platos marcado con una cruz en boli». «Ah, ¿se les ha acabado?». «No, señor, este es el que tenemos». Y no había bebida, el agua del grifo no era potable, a lo mejor un día tenían una botella de Pepsi Cola, otro un zumo de pera, era tronchante. Pero, cuidado, tampoco tenían pobres, la gente iba bien vestida y bien alimentada. Los barrios obreros, que eran prácticamente todos, estaban bien construidos, tenían buenas escuelas. El centro era mucho peor que el de París, pero los suburbios eran mejores, sin duda. Así que tampoco puede decirse que fuera un desastre.

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