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Educación y tecnología: ¿es la hora de dar un paso atrás?

¿Debemos seguir incorporando novedades tecnológicas en las aulas sin conocer sus efectos sobre los alumnos?

Educación y tecnología: ¿es la hora de dar un paso atrás?

Ilustración de Alejandra Svriz.

«¿Qué está pasando? Algo está cambiando», canta Andrés Calamaro en «Nunca es igual», y en la parte final de la canción Antonio Escohotado recita unas letanías entre cómicas y reflexivas en las que aboga por algo que podría entenderse como recuperar remedios y recetas tradicionales para hacer más llevadera y agradable la vida. Y es que no son tan infrecuentes las situaciones en las que es conveniente plantearse si Chesterton tenía razón cuando afirmaba que en el borde de un precipicio la única manera de avanzar es dar un paso atrás. En este momento, es lícito preguntarnos qué está pasando y constatar que algo parece estar cambiando en la posición del mundo de la enseñanza ante las tecnologías que llevan varias décadas proponiéndose como la próxima, y tal vez definitiva, panacea educativa. Bien pudiera ser que, en este caso, también haya cada vez más gente que esté pensando que dar un paso atrás es la única forma de avanzar. 

La terminología que ha ido sirviendo para nombrar a las aplicaciones tecnológicas en general y a las informáticas en particular cuando se han incorporado a las aulas es indicadora de una pretensión hegemónica cada vez más clara. Hace aproximadamente un cuarto de siglo, en el momento de su irrupción en los planes de estudios y los currículums oficiales, estos recursos se denominaros simplemente «Nuevas Tecnologías» (NNTT). Este término quedó anticuado no mucho tiempo después, y dejó de tener sentido al generalizarse el uso y el conocimiento de esas tecnologías, que ya eran cualquier cosa menos nuevas. A partir de entonces pasaron a llamarse «Tecnologías de la Información y la Comunicación» (TIC), denominación que sobrevive mezclada con nuevas siglas más ambiciosas, como el término «Tecnologías del Aprendizaje y el Conocimiento» (TAC) que se usa con frecuencia desde hace unos años. Y la más reciente incorporación a la ensalada de siglas con pretensión de convertirse en protagonistas de la acción educativa ha sido la de «Tecnologías para el Empoderamiento y la Participación» (TEP).

Es obvia la influencia y la responsabilidad de la pandemia de covid-19 en el desarrollo y la relevancia educativa de estos instrumentos en los últimos años. También lo es que estas herramientas han sido fundamentales para sostener algunos de los cimientos de los sistemas educativos durante el periodo más dramático de la epidemia. Eso no está en cuestión. Pero también resulta obvia su pretensión creciente, y poco disimulada, por aumentar su protagonismo en las aulas. Así, en su propia denominación, han pasado de pretender ocuparse de cuestiones relevantes, pero no nucleares en la educación, como la «Información y Comunicación», a ocupar el núcleo de ésta en el «Aprendizaje y Conocimiento». Y ahora se pretende dar el paso siguiente con las TEP, que, en palabras de la Fundación Telefónica, son «el paso evolutivo de la enseñanza hacia la adaptación del sistema al mundo actual», signifique eso lo que signifique. 

Lectura, atención y memoria

Y tal vez lo más interesante de esta situación es que se produce en paralelo con un movimiento contrario, que es precisamente al que se refiere el inicio de este artículo. Desde antes incluso del «final efectivo» de la pandemia, las sospechas sobre ciertos efectos negativos del uso y abuso de las herramientas informáticas en las capacidades cognitivas de los estudiantes se están multiplicando. De hecho, lo que hasta no hace mucho podrían considerarse intuiciones empiezan a ser certezas y evidencias y, si bien podría decirse que una golondrina no hace verano, lo cierto es que el cielo comienza a llenarse de pájaros. Tanto es así, que las voces de alarma ya no son exclusivas de algunos investigadores profesionales, sino que alcanzan las páginas de los periódicos.

Tres ejemplos recientes son las conclusiones sobre la disminución en la comprensión lectora en los niños probablemente asociada al uso intensivo de dispositivos electrónicos que se desprenden del último estudio PIRLS; las investigación publicada por Madore y Wagner en Nature sobre el deterioro que el uso de dispositivos táctiles produce en la atención y la memoria y la reciente advertencia de algunos especialistas sobre la relación entre el uso de pantallas en la infancia y el desarrollo del TDAH. Las consecuencias de estos y otros estudios han empezado a cristalizar en decisiones como la de la ministra sueca de Educación, que tanta tinta ha hecho correr, de detener la implantación de pantallas en las aulas de su país y retomar el uso de los libros de texto. 

El lamentable e inesperado fallecimiento de Nuccio Ordine seguramente nos haya privado de ver como su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades era aplaudido con entusiasmo por representantes políticos que están tomado decisiones y apoyando proyectos radicalmente contrarios a las ideas que con tanta convicción defendía el humanista italiano en sus libros, conferencias y entrevistas. Sirva como ejemplo, puntual pero paradigmático, de estos proyectos el borrador del nuevo plan de estudios de Magisterio de Educación Primaria, que el Ministerio de Educación sometió a consulta pública a principios de este año. Este borrador incluía dos materias denominadas «Competencia digital» y «Tecnología educativa» que suponían nada menos que 12 créditos del plan de estudios, mientras que materias como «Acción tutorial», «Enseñanza de la Lengua y la Literatura» o «Enseñanza de la Educación Física», por ejemplo, tenían sólo 6 cada una. Aunque, tal vez, estas contradicciones deberían considerarse normales en el ámbito educativo, ya que, según se podía leer recientemente, el principal desafío al que se ha enfrentado el sistema educativo español en las últimas décadas ha sido la convivencia sistemática de dos leyes educativas en muchos casos abiertamente contradictorias. Afortunadamente, al menos de momento, el proyecto de plan de estudios de Magisterio ha sido enterrado. 

Ventajas y perjuicios

Mientras tanto, y en el otro extremo del espectro, estas normativas y los proyectos de implantación de nuevos recursos y herramientas tecnológicas en las aulas conviven con un gran número de propuestas e iniciativas que insisten en la necesidad de retomar ciertos elementos de la educación tradicional, como la lectura de los clásicos en las aulas, el rechazo radical a los métodos de enseñanza online, la proscripción absoluta del uso de tecnologías en las clases o, incluso, el fomento de la lectura en voz alta. Sin duda, algunas de estas iniciativas pueden no ser más que reacciones motivadas por la ley del péndulo que nos conduce a posiciones opuestas a las dominantes sin más motivo ni certeza que la de contradecir lo que parece ser la tendencia de moda.

Pero en otros casos se están planteando proyectos que se sugieren incluso para contextos universitarios y que se apoyan en experiencias sobradamente contrastadas, como los programas de lectura de los Grandes Libros de las Universidades de Chicago o Columbia, que en España ha puesto en marcha una prestigiosa universidad. Está demostrado que la incorporación de determinadas tecnologías y herramientas en la docencia supone beneficios, proporciona recursos, aporta motivación y genera innovación y creatividad en la enseñanza, no tiene sentido dudar de ello. También es cierto que la escuela debe evolucionar, como lo hace la sociedad en la que está insertada, y que la resistencia sistemática al cambio es un signo de decadencia y de falta de flexibilidad mental. El debate que hay que abordar no es el de la prohibición o el descarte sistemático de estos recursos, es el de atender a los efectos que determinados usos y decisiones metodológicas y didácticas parecen estar produciendo en los alumnos antes de seguir abundando en ellas. Se impone parar, investigar y luego actuar en consecuencia. 

Queda por tanto una decisión que tomar. ¿Seguiremos fomentando de forma indiscriminada e irreflexiva la incorporación de cualquier novedad tecnológica a las aulas sin conocer sus efectos para los alumnos? ¿Esperaremos a que las pruebas de los perjuicios que causan determinadas tecnologías o usos de éstas sean abrumadoras antes de dar pasos atrás en su implantación? ¿O comenzaremos a estudiar seria y rigurosamente cuándo y cuáles de las tecnologías son una ventaja en la educación y cuándo y cuáles suponen un perjuicio? Hay muchas señales de que estamos subidos a una ola que no parece llevarnos hacia un lugar seguro ni deseado. Algunos ya se han dado cuenta y han decidido bajarse de ella, ¿esperaremos a ser los últimos? 

Pablo Pardo Santano es profesor universitario del Centro Universitario Cardenal Cisneros.

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