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Cultura

5000 fotos del niño

«Hay que imprimir al menos una foto de tu hijo para que su infancia tenga una oportunidad»

5000 fotos del niño

Antes, con cuatro fotos ya tenías una infancia. Era una infancia manejable, de mucho enseñarla, como un relicario donde la vulgaridad, por escasa, lindaba con el mito. Tú sentado en una acera; tú en brazos de una tía; tú en el colegio, con el mapa de España desactualizándose a tu espalda; y tú haciendo la primera comunión. Ha habido infancias así, que no se salían del reglamento.

La escasez de fotos se debía a que costaban dinero. Había que comprar una cámara, unos carretes, y pagar los revelados. En medio de todo ese dispendio alguien decidió epocalmente que sólo se fotografiara a los niños cuando les pasara algo importante. Al nacer, al ir a misa y al empezar un curso escolar. La última foto del niño era haciendo la mili.

Ahora a los niños se les fotografía sobre todo cuando no les pasa nada. Esto es revolucionario, pues nos encaminamos hacia un momento en el que varias generaciones, con treinta o cuarenta años, podrán revisitar su pasado hasta la extenuación. Quizá haya un hombre en 2050 que se pasará cien horas viendo todas las fotos que sus padres le hicieron de pequeño. Si eso no es el hombre nuevo, no sé qué es.

Nuestra relación con la imagen propia es como nuestra relación con cualquier cosa que inventen: una delegación. Así, si vemos una imagen de nosotros en una fiesta, esa imagen es ya por siempre nuestro recuerdo de la fiesta. Es la memoria la que se doblega ante las pruebas evidentes de esa fiesta, de esa novia o de ese viaje a la playa. No sabemos recordar si nos lo ponen demasiado fácil.

Entonces ha pasado el verano y les hemos hecho cien fotos a los niños, todas inútiles. Antes daba mucha rabia que en las fotos alguien saliera con los ojos cerrados, o movido. Era la cámara, el carrete, ir a revelar, ir a recoger las fotos; todo para que el puto niño saliera movido. Ahora da igual si sale movido. Hay noventa y nueve fotos más del bendito niño.

Yo hago muchas. Voy volviendo la vida de mis hijos una colección de cromos que guardo para ellos. Y hasta la foto más chapucera me parece imprescindible, imborrable, digna del futuro. Toma, anticipo, toma, hijo, los cinco mil cromos de ti que te hice de pequeño. Suena absurdo. Lo es.

Lo primero que ha pasado con tanta foto (como escribe Rocío Carmona aquí), es que los niños han creado su propia máscara para salir en ellas. Ya sonríen para la foto, y es escalofriante. Una vez vi a una niña enfadada, de unos ocho años, pasear con sus padres junto al mar. La vista era bonita, pero a ella el mundo le había hecho algo. Foto, anunció su madre. Y enseguida una sonrisa efímera y falsa afloró en la cara de la niña; resplandecía. Se hizo la foto y volvió a estar cabreadísima con el horizonte. Eso es un niño ahora, un actor cuyo espectador es él mismo en el futuro. Se sonríen dos décadas antes. Esa niña no verá el verano junto al mar de 2018, sino la mentira de su propia felicidad.

«No es fácil conservar cinco mil fotos durante dos décadas. A lo mejor al final no queda ninguna»

Hay que darle una vuelta a por qué les hacemos tantas fotos a los hijos. Quizá no acabamos de creérnoslos. Quizá podamos, foto a foto, evitar que crezcan. Quizá, simplemente, les queremos. Yo creo que cuantas menos fotos tienes tuyas de niño menos te quisieron tus padres. Bien es verdad que ahora es al revés: cuantas más fotos suben tus padres a Internet, menos te aprecian. Necesitan cierta cantidad de likes diarios para que les salgas a cuenta.

Les hacemos fotos a los niños (seguimos con las hipótesis) porque queremos que se queden para siempre donde están, con el helado, con el regalo, con la tontería.

Y eso heredarán mañana, en 2050. Cinco mil fotos suyas, pasadas de un ordenador a otro, del móvil al ordenador, del ordenador a una memoria externa, de la memoria externa a otra memoria externa y de nube a nube según las vayan inventando. Un trajín. No es fácil conservar cinco mil fotos durante dos décadas. A lo mejor al final no queda ninguna.

Pero, si quedan, una mujer adulta, un hombre ya hecho, habrá de gestionar su pasado fotográfico, obligatorio, muy minucioso de gestos y matices. Se verá a sí mismo cinco mil veces, cuando antes verse una sola vez de faralaes, chulapo o pirata era el no va más de la ternura, sobre todo para ligar. Ahora quizá ver cinco mil veces a alguien de niño sea demasiado, y haya que buscarse un novio descastado, sin tanto cromo. Al final nadie querrá ver una sola foto más de nadie cuando era crío. Con cinco mil fotos no se hace una infancia, sino un algoritmo policial.

Quiere decirse que al cabo le damos la razón a Ana Iris Simón: era mejor antes. La cámara y el carrete, la tienda de revelados, la sorpresa de los dedos sobre el objetivo y los ojos rojos y todos movidos en la foto del cumpleaños de la abuela; y dos o tres fotografías en negro, el luto del carrete. Eso era el tesoro que pasaba de generación en generación, enmarcado o en un álbum con anillas gruesas o metido en un sobre de la Caja Rural. Imperfecto, natural, escaso: tu vida.

A finales del siglo XIX, la gente moría haciendo una foto. Se creía que en el último momento la retina registraba la visión final. A esto lo llamaron optograma. Como es obvio, a nadie se le ocurrió esta superchería hasta que no inventaron la fotografía misma. La fotografía inventó la muerte. Cinco mil fotos digitales de uno mismo también son la muerte, pues sólo pueden acabar desapareciendo. Por eso hay que imprimir una al menos, una foto de tu hijo, para que, sobre el humilde papel satinado, su infancia tenga una oportunidad contra el olvido.

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