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Lo indefendible

La izquierda, Nacho Cano y el hijo de la chingada

«La mayor gamberrada que plantea ‘Malinche’ es la licencia de convertir el hecho histórico controvertido en una fiesta de música y baile»

La izquierda, Nacho Cano y el hijo de la chingada

Nacho Cano presenta en el Museo Memoria y Tolerancia su musical titulado 'Malinche'. | El Universal

Al bajar de las gradas después de ver el musical ‘Malinche’ recién estrenado en Madrid, me la jugué al preguntar a dos mexicanas que venían detrás de nosotros si les había gustado la obra. «Porque sois mexicanas, ¿verdad?», les dije algo azorado y me planteé ¿qué pasaría si no fueran mexicanas? Acaso las hubiera estereotipado por su aspecto o por el acento de sus conversaciones y estuviera incurriendo en la vieja ignorancia con que tratamos los pueblos conquistados. 

‘Malinche’ es el nuevo musical de Nacho Cano que cuenta la conquista española de México con el trasfondo de la historia de amor -o lo que fuera- entre Hernán Cortés y La Malinche, una indígena nahuatl que convirtieron en esclava de niña para librarla del sacrificio por casarse su madre viuda con otro hombre. Pasado el tiempo, los indios de Tabasco se la entregaron a los españoles. A la llegada de Cortés, la joven se convirtió en traductora, cómplice, consejera, amante y madre del hijo de Cortés, Martín, primer mestizo de aquellos dos pueblos. 

De Malinche proviene la palabra ‘chingada’, que significa violada y da forma a chingar, chingado, chingón y otros vocablos de la popular familia. Malinche era la chingada y su pequeño Martín, ‘El hijo de la gran chingada’. Hablamos de la enésima polémica más entre la izquierda española y cualquier visión de la historia del Descubrimiento de América que no suponga la criminalización del español, la imperiofobia, la leyenda negra y la santificación del las angelicales culturas precolombinas.

El musical -maldito a día de hoy y por tanto interesante-, supone una celebración del mestizaje, del amor entre la indígena y el golfillo de Hernán que dio lugar al pueblo de México. Por aquí discurren las visiones en las que Malinche aparece como poco menos que una golfa, pues se entiende que traicionó a su pueblo. Acaso debería haber defendido a la cultura que la esclavizó y que sacrificaba niños en las escaleras del templo de Tenochtitlán, que en la obra me evoca felizmente la piedra del tendido Siete de Las Ventas del Espíritu Santo (con perdón). 

«Para sus detractores, toda esa fiesta es fascismo y un blanqueo de la violencia de la hispanidad a través de la visión romántica de la obra»

Pero la mayor gamberrada que plantea el musical de Nacho Cano es la licencia de convertir el hecho histórico controvertido en una fiesta de música y baile, una cosa ligera en la que los versos de las letras riman un poco a lo Panenka y uno puede disfrutar del talento de los músicos, los actores, bailarines y cantantes sin plantearse mucho más. No se encuentra por ninguna parte el rictus severo y grave del que toca el tambor en la batucada y que alcanza el nirvana a través de la indignación y la turra machacona, y eso hay que festejarlo.

Isabel Díaz Ayuso, cuya amistad otorga a Cano un estigma irresistible, dijo que Madrid era una ciudad en la que uno no se cruzaba con su ex y ojalá no se cruzara tampoco con una batucada. La mayor osadía supone convertir la Conquista en una fiesta del amor, una fiesta al fin y al cabo, con su cachondeo posterior de barras, DJs, bailarines, tres margaritas, dos chupitos de mezcal sin anestesia y gente que baila junta en cachonda armonía. Estar de acuerdo supone hoy la más provocadora de las posturas.  

Para los detractores de ‘Malinche’, toda esa fiesta es fascismo y un blanqueo de la violencia de la hispanidad a través de la visión romántica de la obra. Al segundo mezcal se estaban apareciendo los vídeos virales de Twitter en los que maldicen la producción mujeres indigenistas y con rasgos indígenas que, por otra parte, de no haber hecho la conquista Cortés y los españoles, ahora tendrían el aspecto de esas rubias gringazas que pasean por los centros comerciales de los suburbios de Atlantic City. 

Las dos chicas de la escalera a las que he preguntado de manera tan imprudente parecen sonreír ante mi insolente pregunta y al final responden: «Nos ha encantado».

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