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Armengol, la RAE y el lenguaje inclusivo como abalorio

«El lenguaje inclusivo ocupa, en el disfraz de los fanatismos de la identidad, el modesto lugar de un abalorio»

Armengol, la RAE y el lenguaje inclusivo como abalorio

Diccionario de la RAE. | Wikipedia

Las recomendaciones de la mesa del Congreso para un «uso no sexista del lenguaje en la Administración parlamentaria» son un ejemplo perfecto de impostura y trivialidad. Destinadas al cesto de la basura, las sugerencias han tomado efímera relevancia por el justo correctivo que les ha dado la Real Academia de la Lengua, cuyo nuevo lema podría ser «limpia, pule y reparte». En una era de fragilidad democrática, en que las instituciones diseñadas como autónomas frente al poder de turno son colonizadas por La Moncloa, es de agradecer la independencia de criterio de los académicos. Su enojo se entiende, además, porque el documento miente al decir que sigue las recomendaciones de la RAE sobre la materia, cuando hace justamente lo contrario. Aviso a navegantes: «No invocarás el nombre de la RAE en vano». 

Desde luego, la importancia de las recomendaciones de marras es mínima si se compara con la impunidad con que Francina Armengol retuerce las normas del Congreso para favorecer a los suyos. La tercera autoridad del Estado ha demostrado en los escasos meses que lleva de ejercer el cargo que es una persona que no respeta su papel institucional que exige apego estricto a la ley y la neutralidad ante los diversos partidos que conforman el arco parlamentario. Todos los días, en graves asuntos y en pequeñas minucias procedimentales, saca a relucir, oronda e impúdica, su botarga partidista, su férreo espíritu tribal. 

La idea de un lenguaje sexista es, en términos filológicos, ridícula. La lengua es un instrumento neutro y son los hablantes concretos los que le otorgan un sentido u otro. Claro que hay discursos machistas, pero la responsabilidad es del que se expresa de esa manera. Con un bloque de mármol se puede esculpir la Pietà, fabricar un urinario, descalabrar al vecino o intercambiar WhatsApps sobre Mariló Montero. El lenguaje inclusivo ignora –y por eso ha fracasado– un concepto elemental de toda lengua: la arbitrariedad del signo lingüístico. La relación entre la palabra «árbol» y el olmo desvencijado por los años que despunta en el jardín es una convención, no existe ningún nexo de causalidad entre ambos. Sus ramas no se tocan, sus raíces no se imbrican. Incluso en las palabras de origen onomatopéyico, el vínculo es discutible y leve. En la lengua española los sustantivos disponen de género, pero su asignación arbitraria no tiene nada que ver con el sexo. Si acaso con el sexo de los ángeles. La lengua es un sustantivo de género femenino. El lenguaje es de género masculino. ¿Y qué? 

El lenguaje inclusivo también desdeña la regla de oro de la economía del lenguaje, que busca simplificar el esfuerzo del hablante en aras de su eficacia. Cada lengua tiene su solución, pero todas buscan evitar las redundancias y repeticiones. Por convención arbitraria, el plural en español que incluye sustantivos de ambos géneros se expresa en masculino. Reiterar los dos géneros es absurdo, lleva casi siempre a callejones sin salida verbales o a clamorosas faltas de concordancia. Los niños y las niñas dijeron que estaban cansados y cansadas de tantos maestros y maestras analfabetos y analfabetas. Una prueba adicional del artificio grotesco que implica esa reiteración es que nadie la usa en sentido negativo. Por ejemplo, los asesinos y las asesinas, los ladrones y las ladronas, los perroflautas y las perraflautas, etcétera.

«La lengua es un sustantivo de género femenino. El lenguaje es de género masculino. ¿Y qué?» 

El lenguaje inclusivo lo que si crea es una diglosia. Esto es, cuando se construye desde el poder un lenguaje exclusivo, un dique de contención contra la grey, un ábrete sésamo de privilegios y prebendas, como pasaba en su origen con el chino mandarín. El populismo de derecha explota el resentimiento que la diglosia produce en la gente. Trump llegó a la Casa Blanca con sus 300 palabras de vocabulario por el rechazo que provocaba en muchos votantes la florida lengua Ivy League de Hillary Clinton.   

Lo más divertido de estas recomendaciones es que no se trata de un tratado amplio, que sirva al hablante de referente ante la disyuntiva de cometer el pecado de hablar con naturalidad en su lengua, sino de recomendaciones genéricas, con pocos y desafortunados ejemplos. Un brindis al sol. Es como si uno compara un diccionario que tan solo definiera las palabras que empiezan con la letra «a» y luego simplemente dijera «y así hasta la zeta». Además, en la lengua conviven sinónimos porque representan matices de significado distinto. No, no es lo mismo «los empleados» que «el personal», «los ciudadanos» que «la ciudadanía», «muchos expertos» que «multitud de especialistas». Ya no hay «archiveros» sino «documentalistas». Y ya no hay «porteros» sino «portería» (aunque aquí coquetamente el documento aclara que pueden producirse ambigüedades). Las recomendaciones idiomáticas sólo son útiles si están inspiradas en el espíritu de la lengua, son exhaustivas y viven en permanente construcción, como cualquier usuario de manuales de estilo sabe.

El lenguaje inclusivo ocupa, en el disfraz de los fanatismos de la identidad, el modesto lugar de un abalorio.

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Un calor mercurial se abate sobre Madrid. El pavimento parece levitar. Es 1987, tengo 18 años y visito por primera vez la ciudad. En la boca de un metro un grupo de figurantes obtiene grandes ganancias. Fajos de billetes cambian de mano al ritmo de una bolita aparentemente obvia. Me acerco con la altiva estupidez de la juventud y salgo trasquilado. Es la primera vez que me roban en la vida, pero al alejarme todavía tardo un tiempo en descubrir que no fue mala suerte. Nadie me había prevenido contra la palabra trileros. 

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