THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Corrupción

«El ‘caso Koldo’ es el síntoma que enlaza con la vocación dictatorial de Sánchez y con la sumisión de los intereses colectivos a los fraudulentos de una minoría»

Opinión
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Corrupción

Ilustración de Alejandra Svriz.

El caso Koldo, con sus ramificaciones, puede ser visto ante todo como un nuevo obstáculo para la pretensión de Pedro Sánchez de eternizarse en el poder. Es algo más grave. Estamos ante el síntoma de un estilo de gobierno que enlaza con la vocación dictatorial del presidente y también de la sumisión de los intereses colectivos a los fraudulentos de una minoría. Esta, por su cercanía al gobernante se cree autorizada a vulnerar leyes y normas morales con tal de enriquecerse.

Se trata de una degeneración que no ha nacido ayer, pero que conviene afrontar en su dimensión y en sus características actuales, desde una mirada que forzosamente ha de volverse al pasado, tanto por concernir asimismo a la fuerza política de oposición, fiscal hoy, antes culpable, como a los antecedentes de la situación que contemplamos. Advirtiendo de entrada que este examen retrospectivo en modo alguno autoriza la amalgama de que se sirve una y otra vez Pedro Sánchez, señalando los delitos de corrupción pasados, adjudicables al PP, incluso los sobreseídos o absueltos por los jueces, para eludir la responsabilidad de los propios.

El antecedente más lejano, pero en modo alguno irrelevante, apreciado en los estudios sobre los fenómenos mafiosos, subraya la importancia del vacío creado en la escala del poder por un gobierno lejano, formalmente absoluto, de hecho, débil, que lleva a la creación de poderes intermedios a escala local, tan sólidos como opresivos. El teatro del Siglo de Oro es consciente de este peligro y lo resuelve con la entrada en juego imaginaria de la justicia real omnipresente (El alcalde de Zalamea, El caballero de Olmedo, Fuenteovejuna). La novela picaresca mostrará la otra cara de la moneda, denunciando la existencia de la mohatra, forma de usura que requiere la complicidad de las autoridades. Y la realidad se impuso a los símbolos. La coexistencia generalizada en Hispanoamérica de la propensión caudillista y de la gestión corrupta sugiere el enlace con el antecedente de la era imperial. Lo confirmaría el dominio absoluto de la corrupción en la administración española de Cuba durante el siglo XIX, infelizmente prolongada después de la independencia.

Otro tanto sucede en la España del mismo tiempo. El Estado centralizado, copia en la forma del patrón francés, no tiene los medios de la administración napoleónica ni la autonomía del civil service y de los jueces británicos. Surge así otro tipo de autonomía, la de los poderes locales de base fáctica, que cubren el vacío dejado por un Estado débil. Ciertamente cuenta éste con la válvula de seguridad de la Guardia Civil para la propiedad agraria, solo que al estar desvinculada de un orden judicial eficiente, actuará al servicio de esos alegales poderes intermedios en la trama que se calificó con acierto de «oligarquía y caciquismo».

La definición del cacique por Clarín mantiene su vigencia: «Él elige diputados y distribuye estanquillos». Las elecciones siempre trucadas culminan el sistema, hasta el punto de que desde 1838 hasta la Segunda República nunca un gobierno pierde las elecciones. Por eso no se dirá que se celebran elecciones, sino que el gobierno hace las elecciones. Pedro Sánchez tiene antecedentes en su vocación de presidente eterno.

«El PSOE ha llegado a un callejón sin salida similar, a pesar de la vocación regeneracionista anunciada por Felipe González»

La estabilidad del sistema de poder resulta garantizada, así como la impunidad en el ejercicio de la represión, cuando el gobierno la juzga pertinente, y también para proceder a la subordinación radical de los intereses colectivos a los de particulares influyentes. Casos clamorosos, como el del contrato de la Transatlántica para el marqués de Comillas, gobernando Sagasta, o el del bloqueo de la construcción de embalses para el abastecimiento de agua a Madrid, aquí con Antonio Maura en la picota, fueron ejemplos de esa corrupción estructural, cuyos últimos ecos se encuentran en la etapa de Gobierno de Rajoy. Algo lógico en la medida que el PP mantuvo una concepción patrimonial del poder heredada de la Restauración.

Por otra vía y otros procedimientos, el PSOE ha llegado a un callejón sin salida similar, a pesar de la vocación regeneracionista, anunciada desde que Felipe González forma Gobierno en 1982. Pero su partido apenas tenía consistencia, salvo como proyecto, a la muerte de Franco. A lo largo de la dictadura, había sobrevivido mal en el interior, tanto por la represión como debido al desgarramiento causado por el enfrentamiento de las corrientes —caballeristas, prietistas, besteiristas, a las que vino a añadirse Negrín— desde la República y la guerra civil.

Siempre recordaré el primer hallazgo de un primer socialista hacia 1969, cuando José María Maravall entró en el despacho donde yo ejercía de sociólogo en el Ministerio de Trabajo para anunciarme: «¡Antonio! ¡he visto un socialista!». Se trataba de un hombre de edad, en el último rincón del ministerio y en el último empleo. Seguía militando en el PSOE de Rodolfo Llopis y se llamaba Manuel Iglesias, abuelo del más conocido hoy como Pablo Iglesias. Primer joven socialista en Políticas, 1972. Estaba Enrique Curiel, pero entonces con Tierno Galván. Salvo en focos como Sevilla o en los feudos tradicionales de Vizcaya y Asturias, la presencia del PSOE era mínima.

Casi sin militantes, el PSOE pudo en cambio superar el 50% de los votos en lugares como Valencia y atraer a demócratas de muy distinto origen. Fue un partido de aluvión y resultó inevitable que se colasen sujetos como el famoso Roldán, que hizo su agosto desde la dirección de la Guardia Civil o que los propios dirigentes regionales o locales viesen en estimables proyectos sociales el medio de crear, por un lado un voto rural cautivo, un nuevo caciquismo, y por otro un delictivo enriquecimiento personal. Cuando Pedro Sánchez denuncia la corrupción del PP, se olvida siempre de los EREs en Andalucía, hábilmente tapados tras la sentencia condenatoria mediante la cortina de humo proporcionada por la condena de Griñán.

«La configuración del PSOE como un partido orientado hacia el desempeño de cargos públicos ha sido un factor de aislamiento»

La peculiar configuración del PSOE desde la transición, como un partido orientado hacia el desempeño de cargos públicos y con una vida política muy débil en las agrupaciones, ha sido un factor de aislamiento del partido respecto de la sociedad, y por lo mismo de ensimismamiento. Sin olvidar la convergencia entre el doble incentivo para los militantes de atender a las directrices procedentes de arriba y de ocupar puestos locales de cara a la promoción electoral, con la forma rígida de Partido impuesta por Alfonso Guerra. Aunque esta respondiese al buen fin de conjurar para el futuro conmociones del tipo de la producida con la crisis del marxismo, una camisa de fuerza no da como resultado el intelectual colectivo.

A esto hemos de añadir la buena conciencia implantada desde tiempo atrás entre los miembros del PSOE, de ser los portadores del progresismo en la sociedad española, frente al mundo reaccionario de la derecha. Algo llevado a la exasperación ahora por Pedro Sánchez, anulando el esfuerzo que en su día hiciera Felipe González por desterrar para siempre el odio entre españoles.

Quedan así sentadas la bases para la justificación por el sistema de poder de Pedro Sánchez, de los privilegios otorgados en todos los órdenes a nuestros «amigos políticos», y también del nepotismo y de la despreocupación por actuar en el plano económico favoreciendo a «los nuestros» desde una alegalidad que se desliza fácilmente hacia lo rigurosamente ilegal. Nombrar a un amigo o amiga correligionario/a para un alto cargo cultural, sin méritos para ello, y encima hacerle un homenaje —caso concreto ente muchos— es acto de nepotismo alegal. Los múltiples casos de Koldo o del Tito Berni que puede producir el vigente estilo de ejercicio del poder, son signos de una degradación, lógica por lo expuesto, pero intolerables en su ilegalidad.

Por eso resulta lícito temerse lo peor cuando se dan comportamientos absurdos del Gobierno, como el que tenemos delante en política exterior, confundiendo la amistad con Marruecos con el vasallaje sin contrapartidas a Mohamed VI, tan costoso además respecto de Argelia en el plano económico y del Sáhara en el moral. Sin avanzar un centímetro en la libre comunicación con Ceuta y Melilla. A la vista del riguroso secreto guardado, resulta difícil aceptar que al igual que otros ejercicios semejantes de degradación política —el término adecuado sería otro más duro—, sea gratuito. Algún beneficio habrá. Ante un Gobierno que se niega sistemáticamente a ofrecer información veraz a sus ciudadanos —ejemplo, la ley de amnistía—, la sospecha razonable se convierte en una exigencia democrática.

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