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Txani Rodríguez: “Hay que buscar un equilibrio entre industria, puestos de trabajo y respeto al medio ambiente”

Conversamos con la escritora y periodista Txani Rodríguez acerca de su más reciente novela: ‘Los últimos románticos’.

Txani Rodríguez: “Hay que buscar un equilibrio entre industria, puestos de trabajo y respeto al medio ambiente”

Los últimos románticos (ed. Seix Barral), la última novela de la periodista y escritora de Txani Rodríguez, es uno de esos libros que sufrió la embestida de la pandemia y el confinamiento. Vio retrasada su publicación y ve ahora como la promoción no es lo que debía haber sido. Sin embargo, comenta Rodríguez desde el otro lado de la pantalla del ordenador: “Las librerías ya están afortunadamente abiertas y los lectores pueden por fin encontrarse con mi novela”. Los últimos románticos tiene como protagonista a Irune, una mujer solitaria y algo estrambótica, “aunque ella no lo reconozca”, que vive en el pasado, atada no solo a unos valores y a unos hábitos ya en desuso, sino también al recuerdo de sus padres, cuyas lápidas visita casi diariamente. Irune trabaja en una fábrica de papel y, como su padre, se enfrenta a las amenazas de cierre. A lo largo de las páginas del libro, la protagonista aprender a vivir el presente, abandonando lentamente ese pasado que, por mucho que lo intente, ya no volverá.

 

El adjetivo “romántico” apela a una nostalgia que puede ser negativa, pero también a la creencia en una serie de ideales, hoy ya no tan vigentes.

Sí, es verdad, en el título encontramos esta dualidad que comentas. Por un lado, está la melancolía por un mundo que está a punto de extinguirse y, por el otro lado, está el reconocimiento de unos valores, quizás, del pasado, pero que no deberían perderse. Yo creo que hay que dejar el pasado atrás, pero sin olvidarnos de todo. De ahí el título, quiere reconocer lo bueno del pasado, pero a la vez nos recuerda que hay que mirar al futuro. Hay que ser un romántico pragmático.

De hecho, la novela es, en parte una lección de pragmatismo: la protagonista debe hacer frente a las circunstancias y dejar de mirar constantemente atrás.

Sí, efectivamente. Es necesario estar con los pies en el mundo en el que vives y mirar a tu alrededor. No es bueno estar tan encerrados en nosotros mismos como lo está Irune, la protagonista, que vive aislada de todos. Sin embargo, no es la única que lo está en cuanto los otros personajes, aparentemente con una vida más social y menos solitaria, no quieren saber nada de los demás y de sus problemas. Incluso, el vecino aparentemente comprometido, mira hacia otro lado cuando Irune le cuenta los problemas que tiene en la comunidad. El suyo no es un aislamiento doloroso, es más bien un aislamiento fruto del egoísmo y de la ausencia completa de compromiso.

De hecho, ahora que se habla tanto de que se han restablecido los lazos vecinales y comunitarios, en la novela se describe precisamente cómo estos lazos, tan fuertes en el pasado, se han perdido.

La vida en común entre vecinos se ha perdido por completo. Antes las comunidades eran lugares casi familiares; se podía confiar al vecino el cuidado puntual de algún familiar y todos estaban pendientes los unos de los otros, de los ruidos que se escuchaban, de si el vecino levantaba las persianas… Esto ya no es así y solo ahora, gracias al aplauso de las ocho, hemos descubierto quienes son nuestros vecinos.

A pesar de ello, Irune sigue actuando como lo haría su madre.

Por esto Irune es una de las últimas románticas. Ella mira al pasado y, como dices, actúa como lo hubieran hecho sus padres: visita a la vecina, porque sabe que su madre lo hubiera hecho, y se junta con los huelguistas, porque recuerda las huelgas en las que participó su padre y en las que estuvo implicado todo el pueblo. Irune todavía se rige por unas normas heredadas y que, por desgracia, en la mayoría de los casos se han quedado heredadas.

Entre esas costumbres del pasado, aunque llevada al extremo, está las constantes visitas de Irune al cementerio, lugar que seguramente las nuevas generaciones visitamos bastante menos.

Ahora el cementerio es un lugar al que le damos la espalda; a nuestras abuelas, sin embargo, el cementerio no les era ajeno, lo tenían integrado en su vida cotidiana. Para ellas, era el lugar en el que reposaban sus seres queridos y acudían a él para arreglar las lápidas, para llevar flores… No había ningún sentimiento de miedo, todo lo contrario. Su relación era muy terrenal. Dicho esto, el caso de la protagonista es más extremo, porque llega a alquilar un apartamento, teniendo uno en propiedad, para estar más cerca del cementerio en el que reposan sus padres, a quienes lleva flores de papel. Ella se siente todavía arropada por sus padres al ver su lápida desde la ventana.

Txani Rodríguez: “Hay que buscar un equilibrio entre industria, puestos de trabajo y respeto al medio ambiente”
Imagen vía Seix Barral.

La protagonista trabaja en una fábrica de papel, un material que, una vez más, remite al pasado, pero que resiste y se recicla.

El papel es algo frágil que se recicla y, por tanto, vuelve. Al mismo tiempo, es algo frágil que ha demostrado una gran fortaleza. Se ha anunciado no sé cuantas veces la muerte del libro de papel y, sin embargo, ahí sigue, mientras que el libro electrónico no termina de cuajar tanto como se nos anunció. En este sentido, el papel tiene una frágil resistencia. Es un invento muy antiguo y, para algunas cosas, es insustituible e inmejorable. En mi caso, quizás porque yo también soy una última romántica, prefiero el libro de papel, me aporta mucho más que el electrónico. Además, ¿qué sería de las librerías sin el libro de papel? No se puede comparar entrar en un portal de internet con entrar en una librería. Es cierto que en el portal encuentras todo, pero no está el librero, no están sus recomendaciones ni tampoco el espacio físico con los libros dispuestos de una determinada manera… Las librerías son las capillas civiles de los lectores.

En la novela, abordas el problema de la desindustrialización, un proceso que viene de largo y que sufren tanto Irune como su padre.

Sí, es un proceso que viene de largo y que se repite cíclicamente. De hecho, lo estamos viendo una vez más ahora con el cierre de Nissan en Barcelona. Lo que sí ha cambiado es que antes, cuando había la amenaza del cierre de una fábrica, se unía todo el pueblo, todos participaban en las huelgas. Ahora, con tantos trabajadores eventuales y temporales, con las organizaciones sindicales, sobre las que tanto se puede decir, las movilizaciones ya no se articulan como antes. Y cada nuevo cierre es la constatación de que las estructuras capaces de defender los derechos de los trabajadores se han ido lentamente desmantelando. Hoy se habla mucho de las ventajas del teletrabajo, pero hay que ser consciente de que nos va a aislar y que, a la larga, va a ser negativo a la hora de pedir mejoras laborales, pues estaremos cada uno por nuestra cuenta y no habrá un grupo fuerte.

El problema que se vislumbra es cómo hacer compatible determinadas fábricas con el respeto a un medio ambiente, ya muy dañado.

La industria es necesaria, pero debe pensarse teniendo muy presente el respeto al medio ambiente y al paisaje natural en el que se ubica. No puede suceder lo que se describe en la novela, es decir, que la naturaleza esté supeditada a los intereses de la industria. Y esto pasa, basta fijarse en el entorno: ya no hay bosques, solo hay plantaciones de eucaliptos. No digo que sea fácil, pero hay que buscar un equilibrio entre industria, puestos de trabajo y respeto al medio ambiente. No tenemos que olvidar que el paisaje habla de cómo vivimos

Lo de las plantaciones de eucalipto es una locura. Galicia, por ejemplo, está llena de eucaliptos, que no son precisamente un árbol autóctono.

Especies autóctonas quedan muy pocas. Ni siquiera el haya es autóctona de Euskadi. Y hay que decir que el eucalipto tiene sus defensores, aunque no encaja bien en todos los lugares, pues drena mucha agua. Como sus copas no son espesas, se filtra mucha luz y, por tanto, se seca muy rápidamente el sotobosque, fomentando la creación de hojarasca, que no aporta nada, es fácilmente inflamable… En fin, yo no voy a demonizar el eucalipto ni hacer demagogia, pero es un árbol complicado y, cuando se llena todo el paisaje de eucaliptos, se hace en detrimento de otro tipo de vegetación y de entorno muy valioso y, como te decía antes, no desde un punto de vista meramente paisajístico, sino porque habla de nosotros.

Esta reflexión que realizas dialoga con las obras de Maria Sánchez o de Gabi Martínez. No sé si es algo generacional, pero, desde la literatura, se está apostando por una reflexión sobre el medio ambiente más allá de los tópicos y de las etiquetas.

Me alegro mucho de que así sea. Testimonios como el de María, que sabe perfectamente de lo que habla, son muy valiosos. Yo creo que este interés es lógico; vivimos en una crisis climática ante la que no podemos ser indiferentes. Las últimas generaciones nos sentimos directamente interpelados ante los problemas derivados del cambio climático en cuanto o hacemos algo ahora o llegaremos tarde. Nos toca reflexionar sobre qué se puede hacer y no se puede hacer. Y esta preocupación y esta reflexión que tenemos muchos lógicamente aflora en nuestros textos, pues, al final, uno escribe sobre aquello que le preocupa, le interesa e, incluso, le asusta.

Leyendo tu novela, en concreto, las páginas dedicadas al cierre o amenaza de cierre de las fábricas, he recordado la novela Ama de José Ignacio Carnero, donde también se describe el miedo constante al cierre y a la pérdida del puesto de trabajo.

Para muchos pueblos, las fábricas son y han sido todo y su posible deslocalización afecta y ha afectado duramente a todos los vecinos. Ahora cambiamos con más facilidad de trabajo, pero antes no era así, pues lo normal para la generación de mis padres era entrar en una fábrica, donde te hacían fijo al cabo de un tiempo, y jubilarte siendo trabajador de esa misma fábrica. Por tanto, para mucha gente, con la reconversión industrial, fue muy angustioso verse en el paro con cincuenta años e, incluso, menos. Esa angustia que sintieron muchos la conozco yo bien, puesto que mi padre fue obrero en Aceros, que, cuando yo iba al instituto, cerró. Hubo unas movilizaciones increíbles en las que se volcó todo el pueblo. Yo nunca he vuelto a ver una implicación así, todos eran conscientes de las consecuencias que iba a traer el cierre de la fábrica. Y es que el cierre de muchas industrias se llevó por delante la vida de distintos pueblos. Algunos, quizás, se reinventaron y, de hecho, suele decirse que el nuevo Bilbao viene precisamente de la reconversión. Sin embargo, lo que quizás no se dice es que, durante el proceso de reconversión, en muchos pueblos se podía ver a un montón de señores vagando por las calles, en la plaza del mercado, en los bares…porque no tenían nada. Los más listos, quizás, tenían un huerto, pero poco más Se sufrió mucho con los cierres y con las amenazas de cierres de las fábricas.

Antes mencionabas las consecuencias del teletrabajo. ¿Nos está abocando a una mayor soledad y a una desvinculación de nuestros compañeros de trabajo?

Sí, se nos está abocando a la soledad y al aislamiento. Con el teletrabajo, si tenemos un problema, no lo podemos hablar con un compañero ni tampoco tenemos la posibilidad, o al menos no de forma tan fácil, de organizar una red real para defender y reivindicar derechos. Con el teletrabajo, además, es mucho más difícil sentirse parte de un equipo, por mucho que se intente fomentar el trabajo conjunto. Por lo que se refiere a la soledad, evidentemente el teletrabajo la fomenta. Aparte, la presencia de la soledad en la novela se debe a que a mí me da mucho miedo. Yo soy alguien que, desde pequeña, a pesar de estar acompañada, me siento sola, pero mi soledad no es la de quienes no tienen a nadie, esa soledad tan triste de quien esta verdaderamente solo. Pienso en toda la gente que ha muerto sola en los hospitales, sin tener a nadie al lado que le diera la mano. El infierno debe ser esto.

Y lo más triste es que, cada día más, también por la reestructuración del núcleo familiar, la vejez está más asociada a la soledad.

Sí, está la restructuración familiar, pero también, y aquí volvemos a lo que comentábamos antes, la pérdida de lazos entre los vecinos. Un amigo mío que vive en un pueblo de La Rioja me cuenta que ahí los vecinos se fijan en cómo tienen las persianas las personas mayores y, si a cierta ahora siguen bajadas, llaman a su puerta para saber qué pasa. Este estar pendiente de los demás se ha perdido, sobre todo en las grandes ciudades, donde, a pesar de que hay mucha gente, es más fácil sentirse solo. En el fondo, en los pueblos es donde más pervive esta idea de comunidad.

En la novela, hay apenas dos guiños al terrorismo de ETA, de la que la protagonista fue testigo cuando era una niña. Al respecto, comenta que tiene la sensación de “haber vivido todo aquello como si estuviera borracha de garrafón”.

Esto es algo que yo misma me puedo reprochar, pues yo era muy joven en los años más violentos y, quizás, estaba en otras cosas, pero el hecho es que se seguía adelante con mi día a día. No sé si fue por la juventud o porque la realidad es un disolvente. Cuando comenzaron a llegar las primeras imágenes de Wuhan, era imposible no asustarse, parecía estar viendo una película de terror. Cuando me tocó vivirlo a mí, la sensación fue totalmente diferente. Salía a aplaudir y me fijaba en la mesa del vecino, en los geranios del balcón de enfrente… Lo que quiero decir con esto es que la realidad es un disolvente. Es cierto que hubo momentos muy duros a causa de la violencia de ETA, momentos en los que se hacía muy difícil vivir rodeada de toda esa violencia. Sin embargo, la vida seguía, quedaba con los amigos y se continuaba con el día a día. Yo no puedo juzgar ahora, con casi cuarenta años, a la adolescente que fui.

Te lo preguntaba, porque, desde un punto narrativo, haces un guiño a esa realidad, no la escondes, pero no entras en ella.

Tengo un amigo, que es un crítico literario muy brillante, Martínez Zarracina, que una vez me dijo que, en su opinión, los jóvenes escritores queremos tocar demasiados temas a la vez en una misma novela. Evidentemente, tenía que hacer alguna mención al terrorismo, pues se dice que la novela está ambientada cerca de Bilbao y más o menos se puede determinar el periodo en el que creció la protagonista. Sin embargo, no quería que el terrorismo se convierta en un tema, pues Los últimos románticos no va sobre esto. Me interesaba abordar otros temas. En Agosto, una novela que hablaba de los inmigrantes que vinieron a Euskadi en los años cincuenta y sesenta, hablé más del conflicto vasco, pues describía la convivencia en los años ochenta entre vascos y los que venían de fuera. 

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