THE OBJECTIVE
España

Muerte y corrupción de menores en La Habana (Parte I)

Llegué a Cuba en 1996 para cumplir un sueño: ser corresponsal. Compartía casa en Miramar con un médico cooperante en Cuba, que llevaba una vida misteriosa, y que de la noche a la mañana huyó del país. Su chófer se quedó conmigo y quiso instruirme en las diversiones cubanas que frecuentaban. La dueña de nuestra casa confesó y supe que habían sido denunciados por una de las jóvenes de las que abusaban. “La niña murió”, fue el mensaje que dejaron para el médico. Entonces comencé la investigación, con ayuda del ex cónsul Pedro Riera, desenterrando algo mayor –y peor- que un simple crimen aislado.

por Fernando L. Quintela

Fernando Quintela, corresponsal de El Mundo

Fernando Quintela durante su estancia en La Habana como corresponsal del diario El Mundo

Aterricé en La Habana, Cuba, en los primeros días del año 1996. Había pedido un permiso no retribuido en mi empresa, El Mundo, para cumplir uno de mis sueños: ser corresponsal en un país de América Latina. Tenía 28 años. Mayor para algunas cosas, novato para la mayoría. Quería hacer carrera por esa vía.

Me dirigí a la casa en la que me iba a alojar el tiempo que iba a pasar en el país de la lucha, de la resistencia, de la justicia, del compañerismo. El comunismo más capitalista, opresor y corrupto que he conocido.

En esa casa, en el barrio de Miramar del distrito Playa, alquilé una habitación con un baño compartido con el habitante de la otra habitación: un médico español que desarrollaba tareas de cooperación en Cuba. Este médico, al que vamos a llamar Paco, ya entenderán por qué no doy su nombre, tenía a su disposición un chófer, al que vamos a llamar Lozano, también entenderán ustedes por qué. Tanto Paco como Lozano eran los dos tipos más sonrientes de la ciudad en esos días. Lozano, además, jugaba siempre con su parecido físico con el mítico Jack Nicholson para ganarse a quienes serían sus víctimas. Lozano no vivía en la casa de Miramar. Acudía cada mañana a primera hora para que la dueña de la casa le sirviera el desayuno y a partir de ahí… a trabajar.

Lozano conducía un Lada 2107 marrón con matrícula HM (conductor particular en Cuba), y cuando recogía a Paco se ponía al volante del Mitsubishi gris con placa que empezaba por HK (conductor extranjero residente en Cuba) y que era propiedad de la organización no gubernamental para la que trabajaba. Lo que se conocía como una organización humanitaria.

Apenas tres días después de mi llegada, la dueña de la casa, a la que llamaré María, ya entenderán por qué, me pidió de forma precipitada que hiciera mis maletas y me fuse unos días a otra casa en el popular barrio de El Vedado, y que ya “me avisarán de cuándo puedo volver, porque vienen unas gentes muy importantes de España y la casa tiene que quedar libre”. De repente, de Paco y Lozano, ni rastro. Y yo me fui a aquella nueva habitación, donde por cierto me contagié de hongos en los pies.

Nada que contar sobre labores humanitarias

Las personas importantes que llegaban desde España eran los máximos responsables de la ONG para la que trabajaban Paco, el médico, y Lozano, el chófer. Me llamaron, con la excusa de que contara en un artículo cómo se hacía entrega de un autobús destartalado a un colegio en un pueblo a 30 kilómetros de La Habana. Allí fui, pero no había nada que contar.

Me llevaron a comer, a cenar, a un concierto en Egrem, la Casa de la Música de la Avenida 35 del barrio de Miramar. Me devolvieron esa noche a mi nueva casa y a la mañana siguiente volvieron a recogerme; comimos un puerco asado mientras hablábamos de todo un poco. Pero había algo raro: Paco y Lozano no aparecieron en ningún momento. Pregunté por ellos y recibí un respuesta: “están con un asunto. Mañana volverán”, me contestó Fátima, nombre no real, ya entenderán por qué.

Al día siguiente, como si nada pudiera alterar la hoja de ruta de los ilustres visitantes, organizaron en el Solar de Leopoldina, una santera con galones en la ciudad, una rumba de cajón. Una actividad de la santería en la que se convoca a los vecinos del solar (al estilo de una corrala madrileña) y se canta, se baila, se bebe… y se invoca a los espíritus que la santera, en este caso, decida. Importante decir que Leopoldina, en este caso nombre real, tenía 93 años y estaba ciega. Se cantó, se bailó, se bebió… y Leopoldina entró en un trance que la llevó a moverse como una bailarina de 25 años durante un buen rato. Hasta que el Tato, otro santero del barrio de Atarés, un barrio marginado dentro de la marginación total que sufre el cubano, le cogió el relevo. El Tato, también nombre real, convulsionó al ser “montado” por uno de los espíritus convocados. Cuando uno de esos espíritus te monta, se mete en tu cuerpo y hace con él lo que le da la gana. Se supone. Como le pasaba a Whoopi Golberg en su consulta de pitonisa en la mítica Ghost. Acabamos la ceremonia a las seis de la mañana y habíamos empezado a las siete de la tarde del día anterior.

Paco y Lozano no aparecieron. El resto de la comitiva de las “gentes muy importantes” de la ONG, sí. “¿Dónde están Paco y Lozano? pregunté a Fátima, la cabeza de la organización, que llegó unas horas más tarde que el resto. “Quizá lleguen más tarde, están terminando un trabajo fuera de la ciudad”, me respondió.

“Tengo que regresar a España hoy mismo”

Amanecí “en la casa de los hongos” y a media mañana recibí una llamada. “Soy Paco, ven por favor casa que tengo que hablar contigo”. Fui corriendo porque me pareció por su tono de voz que algo pasaba. Llegué a la casa de Miramar, donde yo tenía esa habitación los primeros días. El médico me llevó al que fue y luego sería mi dormitorio y me pidió que me sentara. En la cama, no había sillas.

“Verás, te tengo que contar que hoy mismo, esta tarde, tengo que regresar a España y ya no voy a volver. Y quería decírtelo yo”. Paco estaba nervioso, se le había borrado esa sonrisa que no desaparecía nunca de su rostro. Desconcertado le pegunté “pero ¿por qué?, ¿así de repente?, ¿ha pasado algo?, ¿dónde has estado estos días?…”. Su respuesta fue, en un primer momento, tranquilizadora: “me reclaman con urgencia desde el hospital para el que trabajo y del que tenía una excedencia”, me contó Paco sin más explicaciones. “¿Cuál es ese hospital? Qué raro, tanta urgencia”, insistí. “Bueno, es un Centro de Salud en Madrid”, respondió. Volví al ataque: “Pero ¿cuál es tu especialidad para que esto sea así de urgente con todo lo que tienes que hacer aquí?”. Paco sólo dijo “soy médico de familia. Pero bueno, ya está, no me preguntes más porque esta tarde me voy”.

Esa tarde se fue toda la expedición. Sin despedirse y por la puerta de atrás. En La Habana quedó Lozano, el chófer cubano, y un logista de la organización. “Bueno, qué extraño pero yo a lo mio…”, pensé sin saber aún que aquello iba a ser parte de lo mío durante el año que estuve en Cuba, 1996.

La confesión: la verdadera ocupación de Paco y Lozano

Regresé a mi habitación de la casa de Miramar, y María, la dueña, me sentó en el sofá del salón y me dijo que tenía que hablar conmigo. “Mira Fernando, creo que eres una buen persona y por eso te voy a dejar que sigas alquilado en mi casa, aunque hay una cosa que no me gusta de ti, y es que eres periodista. Y es que no quiero líos con el CDR (Comité de Defensa de la Revolución), ni con el DTI (Departamento Técnico de Investigación), ni con nadie por las cosas que puedas descubrir y escribir”. Atónito, le pregunté que qué estaba pasando, le dije que si ella no estaba cómoda con mi presencia yo me iba y me buscaba otro lugar donde vivir. María se ablandó, se sintió en un momento de complicidad conmigo, y quizá buscando refugio me contó la realidad de esos días.

“Mira, Paco y Lozano no estaban resolviendo nada porahipallá como te dijeron. Estaban presos en la comisaría de la PNR (Policía Nacional Revolucionaria) de Playa. La cosa es que ellos tenían un apartamento alquilado en las Playas del Este, cerca de Guanabo, y ahí iban metiendo niños y niñas y hacían cosas con ellos. Les daban dinero y les hacían fotografías. Cuando hacían las fotos las llevaban a revelar a una casa de la calle 41, donde les recibía un amigo de Lozano y se encargaba él de hacer el revelado y las fotos. Lozano llevó unos carretes hace unos días y no estaba su amigo, pero le dejó un sobre al dependiente para que se lo entregara al compinche de ellos. El dependiente, al ver que eran carretes de fotos, decidió adelantar trabajo y los reveló. Cuando vio que lo que allí había eran niños desnudos y haciendo cosas, avisó a la Policía y los detuvieron. Estuvieron en el DTI de aquí abajo y luego se los llevaron a los calabozos de Playa. A mi me registraron la casa pero no encontraron nada. Nunca vi que hicieran nada aquí y no sabía nada de esas fotografías. Tremendo lío”. Yo no salía de mi asombro. Cómo teniendo las fotos como prueba del delito habían dejado en libertad a esos dos canallas y habían permitido que Paco se marchara del país.

María continuó con su ataque de sinceridad. O de desahogo. O de refugio. O de búsqueda de respuestas por el lío en que a ella misma la podrían habían metido sin comerlo ni beberlo. “Los jefes que vinieron de España negociaron con la Policía. Les dijeron que si dejaban libre a Paco prometían que no volvería a pisar la Isla. Si no lo hacían, se replantearían su presencia como organización en Cuba y dejarían de ayudar”. Yo, novato en estas lides, no me lo acababa de creer. “¿Pero no les habrán tendido una trampa? Pero María, si son dos tipos buenos…”.

María se fue sin decir una palabra y al poco rato volvió con un sobre grande con dos álbumes de fotos. Me los enseñó. En las imágenes, guardadas cuidadosamente en esos álbumes, estaban estos dos personajes en ese apartamento cerca de Guanabo. Y niños, y niñas menores. Y entre esas fotos de delito había entremezcladas algunas personales, de su vida cotidiana, de lo que podría ser una vida normal. Degeneración llevada a límite. Conciencia de impunidad hasta la médula.

Le pregunté a María cómo habían llegado a sus manos esas fotos. Me confesó que antes de irse Paco le había entregado el sobre cerrado y le pidió que lo escondiera y no lo abriera. María no se atrevió a llevarle la contraria. Podía haberse buscado un problema por el simple hecho de que en alguna fotografía apareciese su casa. Algo que no sucedió pero llevó a María al pánico.

“Te lo cuento para que sepas lo que hay y para que lo investigues si quieres hacerlo. El que no ha aparecido fue Lozano. No sé nada de él”, terminó María.

Tirando del hilo con el chófer

Lozano apareció un par de días después por la casa de Miramar. Como si nada. Se presentó a desayunar. Yo me hice el loco, le traté con la normalidad que había tenido con él anteriormente, o eso creo yo, porque quería empezar a averiguar sobre el asunto. Ese mismo día me propuso convertirse en mi chófer, ya que no estaba Paco y tenía que ganar dinero. Acepté y le dije que le pagaría 200 dólares al mes por llevarme y traerme por la ciudad. Quería tirar de ese hilo a ver a dónde me llevaba.

Lozano, camaján donde los haya, lejos de haber escarmentado, ni siquiera asustado, seguía ejerciendo de “conquistador” conmigo dentro de coche. Le daba igual a dónde nos dirigiéramos, él siempre hacía un recorrido por el malecón habanero. Paraba cada vez que veía una chica “cogiendo botella” (haciendo autostop), algo muy habitual en aquella época por la escasez de coches, gasolina y transporte público. El botellero negociaba un precio por el recorrido y punto. Pero Lozano paró delante de una niña, muy joven, 14-15 años calculo que debía tener. Fue delante de la casa de la Cariátides, al principio del Malecón. Le preguntó a dónde iba. “Voy al Cerro. Te doy 10 pesos”, dijo. Se subió al coche a pesar de que le dije que íbamos en sentido contrario, pero quería ver cómo actuaba. Y no tardó. Empezó por decirle lo bonita que era y acabó por ofrecerle llevarla gratis y darle comida si quedaba después con él. Pedí a Lozano que parase el coche y le dije a la niña que se bajase. Lozano, enfadado, me preguntó si es que yo era “mediopajarón” (homosexual). Seguimos el camino y quiso repetir otra vez la operación. Le pedí que me llevara a casa. Sin ponerle mala cara.

Una niña denuncia a Lozano

Lozano desapareció un par de días otra vez. Al tercero llegó otra vez a desayunar y me propuso llevarme a un barrio “donde no entra ni la Policía”: Palo Cagado. Le dije que sí sin saber qué hacer allí, pero algo surgiría. Salimos de la casa de Miramar y enfilamos el malecón, y al llegar a la altura del Hotel Nacional, donde hay una zona amplia para aparcar, detuvo el coche porque quería “consultar” conmigo. Y aquí vino su confesión en forma de “tengo un amigo con un problema”. Y me lo espetó. “Tu seguro que tienes amigos abogados en España y te quería pedir que les preguntaras algo. Si una niña de 14 años y sus padres te denuncian por algo y la niña no quiere denunciar… ¿los padres pueden ir adelante y mantener la denuncia?”. Ya estaba claro: de los menores identificados en las fotografías, uno de ellos, esa niña, había denunciado y decidido seguir con el caso. O ella o sus padres, que seguro así fue. Me imagino a esa niña muerta de miedo ante la justicia, aunque tuviera todo el derecho del mundo a pedir que ese canalla pagase por sus mierdas.

No le contesté, le dije que lo preguntaría. Quería ganar tiempo para ver cómo seguía desenvolviéndose el presunto abusador.

El crimen: “dígale a Paco que la niña murió”

Lozano volvió a desaparecer y esta vez ya no le volví a ver. Pero el asunto no se quedó ahí. Una semana después, un lunes a las cuatro de la tarde sonó el teléfono de la casa de Miramar. Contesté yo. “Me comunica con Paco por favor”, dijo un tipo al otro lado de la línea. “Paco se marchó a España, no creo que vuelva”, contesté. “¿Y usted habla con él?”, volvió a preguntar. Aquí vi una oportunidad de saber algo. Le contesté que claro que si, que hablaba con mi “amigo” casi cada día. Y me dio un mensaje, un mensaje que nadie querría oír nunca. “Dígale que la niña murió”. Y punto. Colgó.

Dejé el teléfono sin saber exactamente qué hacer. Di mil vueltas por la casa de Miramar pensando que aquello se me estaba yendo de las manos. Al final decidí contárselo a un amigo periodista, que luego resultó ser un miembro de la Seguridad del Estado, esos que se hacen pasar por lo que sea para informar. Voy a llamarle Rodrigo, nombre falso, más tarde sabrán por qué. Rodrigo me dijo “yo tengo una persona que te puede ayudar con este tema. Vete a tu casa, recojo a Pedro, este si es nombre real, y vamos a verte”. Me fui a casa nervioso.

Antes de la llegada de Pedro decidí llamar a otro amigo que sabía que conocía mucho al Comisario del DTI de Playa, donde habían estado encerrados Paco y Lozano. Era el Comisario Jerez, nombre real también. Le conté que estaba tratando de averiguar qué había ocurrido realmente con estos dos asquerosos. Me confirmó que efectivamente habían estado allí presos pero que el expediente se lo habían llevado sus superiores a Villa Maristas, la sede central de la Seguridad del Estado cubana. “Allí no tengo acceso posible, pero si averiguo te cuento”.

Llegó Rodrigo a la casa de Miramar acompañado de Pedro. Era Pedro Riera, ex cónsul de Cuba en México durante unos años y posteriormente encarcelado por “actitud contrarrevolucionaria”: había tratado de ayudar a su mujer enferma saltándose el protocolo de la Sanidad cubana y pagando con dinero del gobierno de la isla hospitales privados en México. Eso es lo que me contó, vaya usted a saber.

Como ex diplomático que había sido, seguía manteniendo contactos en muchos sitios. Le conté lo que quería investigar y no me hizo preguntas. Me dijo que me llamaría pero que me podía ayudar con la investigación. Se marchó en silencio con Rodrigo, quien no me volvió a hablar de ese tema.

Había un testigo

Pedro Riera me llamó, efectivamente, y empezaron una serie de citas en lugares diversos y a veces extraños: en el margen del Río Almendares, en un banco del parque de 26, en un paladar (restaurante) supuestamente de su propiedad, en otros paladares ilegales… Él era el que hacía las preguntas y las demostraciones de fuerza y poder al principio. Me enseñaba reseñas de prensa mexicana donde se hablaba de él, fotografías con la alta sociedad mexicana, apariciones en la prensa cubana, fotos con ministros…, y a la vez me iba sacando toda la información que yo tenía del caso: nombres, fechas, lugares, personas con las que había hablado del tema, etc. Lo que nunca supo ni le conté es dónde están las famosas fotografías, y que a día de hoy allí deben seguir. Yo no me atreví a sacarlas de Cuba ni a pedirle a nadie que lo hiciera por mi, luego entenderán por qué.

Pedro Riera me pidió dinero. 300 dólares cada vez que nos viéramos y me diera información. Pero él quería saber por dónde iba averiguando yo, hasta que un día me dio una clave que nunca pude llegar a confirmar: “hay un testigo que vio cómo tiraban un cadáver desde un coche plateado con matrícula HK, supuestamente el famoso Mitsubishi, en la ochovías». Así llamaban al único tramo de autopista que había en Cuba. Cuatro carriles de ida, cuatro de regreso. Ocho vías.

Ese testigo era clave para que yo pudiera avanzar en este farragoso asunto, pero no conseguía sacarle el dato. Y me planteó un cambio de papeles. Me citó a cenar en su casa, cerca de la Casa de la Moneda. Como me esperaba algo raro, el personaje no me gustaba un pelo, me llevé una minigrabadora. Entonces eran de cintas, pequeñitas, y grababan regular. Pero grabó.

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