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Marcel Duchamp, el culpable de que no “entiendas” el arte contemporáneo

«No entiendo que esta cosa sea considerada arte» se escucha en el Pompidou, «no es bonito, no me dice nada ni tienen ningún valor» oímos en la Tate, «eso podría hacerlo yo» dicen, o al menos piensan, los visitantes en ciertas salas del MoMA o el Reina Sofía. El desprecio, la incomprensión y la incredulidad que provoca la sensación de no ser capaz de ver “el traje nuevo del emperador” hacen que frases como estas resuenen cada día en museos, galerías y ferias de arte contemporáneo.

Marcel Duchamp, el culpable de que no “entiendas” el arte contemporáneo

«No entiendo que esta cosa sea considerada arte» se escucha en el Pompidou, «no es bonito, no me dice nada ni tienen ningún valor» oímos en la Tate, «eso podría hacerlo yo» dicen o, al menos, piensan los visitantes en ciertas salas del MoMA o el Reina Sofía. El desprecio, la incomprensión y la incredulidad que provoca la sensación de no ser capaz de ver “el traje nuevo del emperador” hacen que frases como estas resuenen cada día en museos, galerías y ferias de arte contemporáneo.

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Untitled (Crap) (2007) de David Shrigley. (Imagen vía Galleri Nicolai Wallner)

Puede que esta «enfermedad» padecida por el arte contemporáneo se deba, en parte, a los caprichosos e invisibles mecanismos del mercado sobre el que sustenta, a cierto academicismo endogámico y aparentemente elitista con el que se erige su contexto, o incluso a la falta de interés y pereza de un público demasiado acostumbrado a disfrutar de la belleza masticada o la emoción inmediata como para pararse a pensar más allá de lo superficial. No existe un solo motivo por el que este tipo de nocivos comentarios y pensamientos sobre el arte contemporáneo se reproduzcan como la peste, pero hay algo que sí podemos atrevernos a aventurar: gran parte de la culpa de que no entiendas el arte contemporáneo la tiene Marcel Duchamp.

 

«Gracias a (o por culpa de) Marcel Duchamp, el arte pasó del ojo a la cabeza, con todas las consecuencias»

 

Si bien Pablo Picasso fue considerado el artista que definió la mayor parte del siglo XX, muchos creen que en las últimas décadas ha sido relegado al puesto de precursor, siendo Duchamp el hombre que cambió el rumbo de la historia al firmar un urinario y llamarlo arte. 

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Retrato de Marcel Duchamp fotografiado por Viktor Obsatz en Nueva York en 1953. (Foto: Viktor Obsatz vía www.mutualart.org)

Aunque este americanizado artista francés hizo muchas más (y mejores) obras, si juzgáramos el libro por la portada, Marcel Duchamp sería un mingitorio; tan bello, admirable, de tan laboriosa factura… como la Capilla Sixtina, vaya. Debido a esta ironía, puede que cometas el error de quedarte en dicha portada, ignorando la esencia de un libro en el que la trama principal radica en las notas a pie de página y cuya lectura es necesaria para, al menos con un mínimo conocimiento de causa, elegir eliminar los prejuicios o corroborarlos.

Te guste o no, Duchamp inventó nuevas reglas para disfrutar de su propio juego, fue el que puso los cimientos hacia nuevos caminos que no hubieran sido posibles sin su propuesta y gracias a (o por culpa de) Marcel Duchamp, el arte pasó del ojo a la cabeza, con todas las consecuencias.

En su juventud, Duchamp se unió a sus hermanos artistas en París, donde además de pintar cuadros de estilo post impresionista y «desnudos muy feos», según criticó su amigo Apollinaire, ganó algún dinero como caricaturista. Esa habilidad de caricaturizar, jugando con la imagen y el texto para parodiar lo representado, será parte indispensable de su obra y de su vida. En sus primeras pinturas, como dictaba su época, asimiló ideas cubistas (su Desnudo Bajando una Escalera de 1912 causó controversia en el famoso Armory Show de Estados Unidos, haciéndole ganar cierta reputación) para pasar posteriormente al dadaísmo y el surrealismo.

 

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El cuadro de Duchamp Nu descendant un escalier n° 2 (1912), a mitad de camino entre las formas cubistas y la representación del movimiento del futurismo.

Consciente de sus propias dicotomías respecto al arte, Duchamp declaraba: «Siempre me he forzado a la contradicción, para evitar conformarme con mi propio gusto», por lo que si hay algo que caracterice la obra de Duchamp es la imposibilidad de clasificarla dentro de la caja de cualquier movimiento artístico concreto de su época. Más bien, él fue su propio movimiento.

 

«Esa es la dirección en la que debería orientarse el arte: hacia una expresión intelectual antes que a una expresión animal»

 

Según sus propias palabras, sentía que como pintor es mucho mejor estar influenciado por un escritor que por otro artista. Algunos de los principales autores que influyeron en la obra de Duchamp fueron entre otros, Roussel, Lautréamont y Mallarmé, siendo este último el autor sobre el que declaró: “Mallarmé era una gran figura. Esa es la dirección en la que debería orientarse el arte: hacia una expresión intelectual antes que a una expresión animal». El interés de Duchamp en la expresión tanto visual como escrita puede observarse en su gusto por las bromas y juegos de palabras, su irreverente y subversivo humor, plagado de referencias hacia la sexualidad, y es la dimensión lingüística de su trabajo la que particularmente puso los cimientos hacia el arte conceptual.

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Imagen exterior e interior de Étant Donnés, una obra a la que dedicó 25 años, entre 1946 y 1966, cuando aseguró que había dejado el arte para dedicarse al ajedrez. (Imagen vía thefineart.es)

El readymade más icónico de la historia, La Fuente (Fountain, 1917) atribuida a Duchamp, no muestra muchas diferencias con los mingitorios que uno puede encontrar en cualquier baño para hombres. Y aunque la idea pueda resultarte absurda, ridícula y hasta ofensiva, lo cierto es que este urinario posee un icónico e (irónico) estatus de unicidad que lo sitúa como pieza clave de la historia del arte del siglo XX.

 

«El comité rechazó la pieza impidiendo que se mostrara al público. Fountain no era arte, o al menos todavía»

 

Todo empezó cuando Duchamp presentó el urinario, firmado por R. Mutt y bajo el título de Fountain, a una muestra de artistas independientes y liberales en Nueva York: la American Society of Independent Artists, de la que el propio Duchamp formaba parte. Los independientes se enorgullecían de contar con una mentalidad más que abierta hacia el arte y apoyar todo lo que fuera nuevo y transgresor. Muestra de ello es que para participar en la exposición organizada por ellos, todo valía y bastaba que el artista pagara los 6 dólares correspondientes a la inscripción para ver su obra expuesta al público.

Debido a este reglamento abierto, técnicamente, aquel urinario firmado por R.Mutt debía incluirse en la exposición, pero una reunión de emergencia impidió que sucediera. Tras un intenso debate y la votación de los miembros, el comité rechazó la pieza impidiendo que se mostrara al público. Fountain no era arte o, al menos todavía, según su consideración.

 

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La Fuente original fotografiada por Alfred Stieglitz en la galería 291 tras la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes en 1917. (Imagen: Alfred Stieglitz / Archivo)

Al poco del comienzo de la exposición, Duchamp recuperó el urinario del almacén al que había quedado relegado e hizo que el fotógrafo encargado de documentar el evento tomara la única imagen de La Fuente original y, al mes siguiente, esa misma imagen fue la que acompañaría un artículo publicado en la breve y fugaz publicación The Blind Man, que estaba coeditada por Duchamp. El artículo defendía la pieza y reavivaba la polémica con el siguiente comentario:

 

“Que el señor Mutt hiciera o no la fuente con sus propias manos carece de importancia. La ELIGIÓ. Cogió con sus manos un artículo de la vida cotidiana y lo colocó de un modo que su significado utilitario desapareciera gracias a un título y a un punto de vista nuevos. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”

 

Estas palabras inculcaron un tono tan provocativo, filosófico y desafiante a principios del siglo XX como aún continúan sonando hoy en día, y buena parte de los caminos tomados en el arte del siglo XXI debe sus orígenes a las mismas. Aunque Duchamp nunca reconociera ser el autor de aquel artículo, el texto resulta casi más importante que el propio urinario ya desaparecido y reproducido hasta la saciedad, porque hizo posible hacer explícita la idea sobre la que bromeaba.

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Portada creada por Marcel Duchamp para el primer número de la revista The Blind Man, publicada en abril de 1917. (Imagen escaneada a través de International Dada Archive of the University of Iowa)

 

En la historia del arte no había precedentes de la idea presentada por Duchamp. A nadie se le había pasado por la cabeza la aparente locura de que al tomar un objeto ordinario del mundo real y colocarlo tal cual en una galería, el artista tuviera la capacidad de cambiar su significado, de convertirlo, como por arte de magia (valga la redundancia), en arte.

 

«¿Por qué el arte tiene que ser bello?, ¿por qué lo tienen que crear artistas?, ¿por qué debe ser único?»

 

Poco importa que como receptor te parezca una injusticia que un urinario forme parte de la historia del arte, que pienses que se cargó de un plumazo el criterio artístico o que la broma se haya tomado demasiado en serio; lo que resulta innegable es que La Fuente de Duchamp puso sobre la mesa preguntas que resultarían clave para el desarrollo del arte hasta nuestros días: ¿Por qué el arte tiene que ser bello?, ¿por qué lo tienen que crear artistas?, ¿por qué debe ser único?

La idea de que cualquier objeto elegido por un artista pueda convertirse en arte ha tenido tal calado que hoy en día se le percibe como un profeta, una remota figura de autoridad que se inventó las reglas de un nuevo juego o, por el contrario, como el culpable que puso las primeras piezas para que otros papanatas pudieran apropiarse de esa idea como excusa para presentar cualquier cosa, pero si hay algo innegable es que fue y sigue siendo una de las propuestas más originales de la historia.

 

«Mucha gente piensa que el arte conceptual se basa justamente en eso, en preguntarse el por qué, en intentar desvelar el sentido oculto que intentaba transmitir el artista y que en ocasiones no pillamos«

 

¿Qué le llevó a proponer esta obra?, ¿fue una broma, una provocación?, ¿es una muestra de creatividad radical o señala la ausencia de la misma? En una entrevista con Joan Bakewell para la BBC en 1966, Duchamp  comenta que a menudo los artistas hacen cosas sin saber por qué: «Nunca me preguntó por qué», contesta Duchamp en su madurez.

 

 

Sin embargo, mucha gente piensa que el arte conceptual se basa justamente en eso, en preguntarse el por qué, en intentar desvelar el sentido oculto que intentaba transmitir el artista y que en ocasiones «no pillamos», y que hay que romperse la cabeza para descifrar lo indescifrable. Pero puede que ésta sea una actitud equivocada.

¿Por qué preguntarse qué quería decir el artista en lugar de preguntarnos qué significa para nosotros mismos? Puede que así, el significado se convierta finalmente en algo mucho más interesante, enriquecedor y abierto si aceptamos esa invitación a la reflexión. La esencia de la obra de arte conceptual se sitúa en la mente, no en el ojo, por lo que los objetos pueden cambiar de significado sin cambiar su forma, y lo que vemos depende de lo que buscamos.

 

«El motivo de tanto amor y tanto odio es que no proporciona un resultado ya masticado, sino que la obra pide la colaboración del receptor para dotarla de sentido»

 

Puede que La Fuente sea, junto con el cuadro en blanco de Malévich, el ejemplo más utilizado por los detractores del arte contemporáneo para reírse de la absurdidad del mismo pero, sin embargo, es también una de las piezas de mayor interés para filósofos, escritores, académicos y gente pensante en busca de pensamiento crítico en general.

El motivo de tanto amor y tanto odio es que no proporciona un resultado ya masticado, sino que la obra pide la colaboración del receptor para dotarla de sentido y ejemplifica la propuesta o necesidad de que el arte pasara de lo físico (lo que vemos y tocamos, o lo retinal, como diría Duchamp), al campo del cerebro, de la imaginación y la mente. Y lamentablemente, admirar la belleza es fácil, pero pensar sobre ella da bastante más pereza.

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Duchamp estuvo aquí. (Foto vía artisdeadmanifesto.blogspot.com.es)

Es posible disfrutar de La Fuente de Duchamp sin tener que verla en directo porque tal y como apuntamos, su valor no radica en el objeto en sí. Las reproducciones que vemos del urinario en los museos no son el original, Duchamp no lo fabricó con sus propias manos y hay quien dice que ni siquiera la idea de presentarlo a la exposición fue suya, sino de la Baronesa Dadá Elsa von Freytag-Loringhove. Todo esto importa poco, porque su importancia no radica en ella, sino en las preguntas que sugiere su mera existencia como pieza de arte.

 

«Pierre Pinocelli, un activista del arte jubilado que orinó dentro de la pieza y luego le dio un martillazo»

 

En una Conferencia en el Círculo de Bellas Artes, Luis Gordillo compartía la anécdota de su amigo Pierre Pinocelli, un “activista del arte jubilado” que orinó dentro de la pieza y luego le dio un martillazo, haciendo añicos parte de su textura de porcelana. Dejó la pieza meada y vandalizada en una restrospectiva sobre arte en el Pompidou. El Estado francés lo persiguió con saña e intentó castigarle duramente, aunque no se trataba de la pieza original sino de una copia editada por Arturo Schwartz. ¿Y qué más da? En la era de la reproducción, el concepto permanece mientras la copia tiene un fabricado halo de valor que podemos creernos o no.

Duchamp «descubrió» algo nuevo que nadie puede volver a descubrir, gastándole una broma a la historia del arte que le hizo ganar el título de profeta de la cultura del simulacro. Decía Picasso que «el arte es la mentira que nos cuenta la verdad» y el dichoso urinario presentó una verdad irrepetible. Fue capaz de cambiar el arte, no porque fuera un buen artista, sino porque aprendió a pensar como tal. Considerado un genio por unos, un farsante por otros, su influencia es innegable, y sin él no tendríamos artistas de la talla crítica, política e intelectual de Ai Wei Wei ni creadores de obras tan banales y mercantilizadas como las de Jeff Koons o Damien Hirst.

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Visitantes tras la obra de Damien Hirst ‘The Physical Impossibilities of Death in the Mind of Someone Living’. (Foto: Miro Kuzmanovic / Reuters)

Al ser el arte un campo donde reina la subjetividad, el hecho de que el arte conceptual haya conseguido inundar buena parte del contexto artístico de nuestros días puede considerarse tanto una ventaja como una auténtica pesadilla, y lo cierto es que gracias a Duchamp, algunos artistas han conseguido continuar su legado aportando basura (en su gran mayoría) o interesantes mecanismos de reflexión en una pequeña, aunque vital y valiosa minoría.

En la misma charla del Círculo en la que Gordillo compartió la anécdota del urinario por fin destinado a su fin original, Fernando Castro Flórez opinaba que “la duchampitis ha ganado la batalla. Nos ha infectado y los museos se han convertido en ambulatorios”, palabras que reiteran la idea que da título a este artículo: si buscas un culpable al que reprochar que no «entiendas» el arte contemporáneo, dirígete a Duchamp.

Cuando convirtió en arte un urinario, la anécdota trastocó la historia y, si con este gesto el arte murió o por el contrario se renovó para seguir sobreviviendo a través de insospechadas narrativas y lenguajes, dependerá de hasta qué punto consigas transferir lo visual al pensamiento y hacerte preguntas sin importar no alcanzar la respuesta.

 

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