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'Living': lecciones para darle sentido a la vida

«En tiempos descreídos como los actuales, no viene mal dejarse seducir y emocionar por esta película de apariencia modesta que es un melodrama sabiamente contenido»

‘Living’: lecciones para darle sentido a la vida

'Living', película de Oliver Hermanus.

En 1952 el gran director japonés Akira Kurosawa rodó Vivir. Dos años antes había ganado el León de Oro de Venecia y el Oscar con Rashomon, que le abrió las puertas internacionales. Kurosawa se hizo entonces célebre por sus películas de acción con samuráis: las estupendas Los siete samuráis, La fortaleza escondida y a su modo Trono de sangre, que adaptaba libremente el Macbeth de Shakespeare. Pero también tenía una vena humanista y existencialista que dio lugar en esos años a varias adaptaciones de clásicos rusos: El idiota, a partir de Dostoievski, Los bajos fondos, a partir de Gorki y Vivir, que se inspiraba de forma muy libre La muerte de Ivan Illych de Tolstoi. 

Ahora, setenta años después, nos llega una nueva versión de esta última película, que mantiene la ambientación a principios de los años cincuenta, pero traslada la acción de Tokio a Londres. Se titula Living y la ha dirigido el sudafricano Oliver Hermanus, que tiene cuatro películas anteriores rodadas en su país y desconocidas aquí. Hermanus cumple con oficio más que sobrado como director. Sin embargo, la figura más relevante en esta nueva versión es el guionista, que no es otro que el novelista y premio Nobel Kazuo Ishiguro (del que, si me permiten la indiscreción, soy el orgulloso traductor de sus dos últimas novelas al castellano). Ishiguro es de origen japonés, nacido en Nagasaki, pero llegó a Inglaterra con cinco años, cuando su padre, oceanógrafo, consiguió allí un trabajo. Con sus rasgos orientales, es no solo uno de los grandes escritores británicos actuales, sino que además ha retratado con particular perspicacia esa sociedad en una de sus novelas más redondas: Los restos del día (que llevó al cine James Ivory con Anthony Hopkins). 

Este es uno de los motivos por los que destaco la relevancia de Ishiguro como guionista, porque la película es, entre otras cosas, un estudio muy certero de la sociedad británica de mediados del siglo XX. Si en Los restos del día contaba la historia de un mayordomo que, arrastrado por el deber y la obediencia, se había olvidado de vivir y amar, en Living retrata a otro individuo gris y circunspecto de vida anodina. En este caso un funcionario de avanzada edad que parece disfrutar demorando eternamente los expedientes que debería resolver. 

La adaptación es muy fiel al original de Kurosawa y repite escenas y elementos emblemáticos (un conejito mecánico de feria, un columpio) sin ningún complejo. Ishiguro tiene la inteligencia de no inventarse genialidades estrafalarias por la obsesión de resultar original. Sería casi suicida cuando el referente del que se parte es una obra maestra del cine japonés y del cine en general. Y aquí viene una pregunta: ¿tiene sentido esta adaptación que traslada la acción de Tokio a Londres? Rotundamente sí, por un motivo muy sencillo: si hay una sociedad occidental que se parece a la japonesa -por su rígida estructura de clases, por el respeto a las tradiciones, por la glorificación de la disciplina y por la contención de las emociones-, esa es la británica. Y Living, siendo fiel al original japonés, es al mismo tiempo muy british. Un ejemplo: cuando el protagonista descubre que está mortalmente enfermo, se refiere a ese drama de forma muy flemática y escueta como «a bore» (un fastidio), que es un modo muy educado y nada vehemente de describir el espanto vital que se le viene encima. 

Y es que esto es lo que cuenta la película: al probo funcionario se le desploma de un día para otro su rutinaria existencia, cuando su médico le comunica que le quedan pocos meses de vida porque padece una dolencia terminal. No se asusten, no es un spolier, es la premisa de la película y lo importante es la transformación que se producirá en él a partir de ese momento. 

El personaje (un contenido y conmovedor Bill Nighy que sostiene sobre sus espaldas toda la historia) es un hombre gris, viudo, con un hijo que no le hace ni caso y cuya vida gira en torno a su trabajo como civil servant. Desde niño había soñado con serlo, porque veía a esos caballeros muy serios con bombín y traje a rayas que esperaban el tren por las mañanas para acudir a la oficina en Londres. La película arranca precisamente con una escena de este trayecto hacia la capital el día en que al departamento del protagonista se incorpora un joven que debe aprender sobre la marcha el complejo universo de pequeños ritos y tabúes que comporta ese viaje en tren. Toda una ventana a la sociedad británica de aquel entonces y acaso también de hoy. 

Cuando al viejo funcionario -al que una de sus subordinadas le ha puesto el mote de «El zombi» por su incapacidad para expresar la más mínima emoción- su ordenado y aburrido mundo se le derrumbe, intentará primero la salida de la juerga y el vivir a tope los días que le quedan. Sin embargo, no tarda en comprobar que eso no es lo suyo y decide darle sentido a su insustancial existencia haciendo algo por los demás, dejando un legado por muy modesto que sea. Un último gesto que justifique su vida. En tiempos descreídos como los actuales, no viene mal dejarse seducir y emocionar por esta película de apariencia modesta que es un melodrama sabiamente contenido. Las muchas virtudes que tiene vienen por un lado de la vieja cinta de Kurosawa y por otro del inteligente guion de Kazuo Ishiguro, que nos transporta al Londres de los años cincuenta y a la redención de un hombre que se niega a conformarse con haber vivido una vida banal e inútil. La escena final refuerza los aires british, porque suena la bellísima composición clásica de Vaughan Williams Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, una pieza más británica que el bombín que lleva el protagonista. 

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