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Cultura

'Florecer': el arte de educar

En ‘Florecer’, Daniel Capó y Carlos Granados reflexionan a propósito del ‘florecimiento’ personal en el seno de la familia y en el ámbito educativo

‘Florecer’: el arte de educar

Pixabay

«Al fin, un rayo de luz ha penetrado en mi espíritu», escribía Darwin en 1844. Tal vez por influencia de los filósofos de la antigüedad, es normal que interpretemos la sabiduría como esta progresiva iluminación. No es una simple metáfora. Dibuja también los márgenes de eso que llamamos cultura. «Y la cultura», añade Octavio Paz, «comienza con un ‘no’ a muchos instintos, impulsos y pasiones que son naturales».

Aunque algunos así lo crean, los saberes clásicos no son piezas de museo, como esas estatuillas de bronce que se exhiben sobre una rueda de alfarero, bajo una luz fluorescente. Hoy en día, a quien ama las letras y las ciencias aún se le nota para bien. Exactamente en la misma medida que una mente ordenada presupone rasgos como la sensibilidad, el buen gusto o la sensatez. Por lo demás, cualquiera de estos méritos suele venir precedido por un prólogo que escribieron con sacrificio nuestros padres y maestros. Ya se sabe: de tal palo, tal astilla.

En todo caso, esa herencia es flexible como un junco. Las primeras ilusiones se satisfacen gracias al apoyo familiar, pero también aprendemos de lejanos predecesores. Nos inclinamos sobre el pozo de la historia y, desde las profundidades, héroes, sabios y artistas nos devuelven la mirada. Y es más, recibimos su mensaje exactamente igual que si aún estuvieran vivos. Los niños, recién abiertos a la vida, comprenden muy pronto ese misterio, sobre todo cuando leen por la noche, con la cabeza semioculta por las sábanas.

Decía el filósofo y teólogo Nicolás Malebranche que «el hombre no es luz de sí mismo». Siempre hay alguien que le guía. Daniel Capó deja constancia de ello en Florecer, un libro sensible e inspirador, que debe leerse despacio, porque habla de cuestiones tan serias como crecer, soñar, amar y aprender.

Portada del libro

Florecer se enriquece con la doble autoría de Capó y del sacerdote Carlos Granados. A lo largo de sus páginas, ambos definen el proyecto necesario para ir en busca de la plenitud humana, tanto en el hogar como en el aula. Ni que decir tiene que este es un viaje que enriquece por igual a padres e hijos, y también a maestros y alumnos. Con un acercamiento que alterna la memoria literaria -en la parte escrita por Capó- y el ensayo pedagógico -en las páginas que son obra de Granados-, Florecer se nos ofrece como un texto cargado de significados. Entrañable, en el sentido más hondo de la expresión.

Descendiendo a lo práctico, la obra plantea qué virtudes y hábitos trabajar en la escuela y en la familia para alcanzar dicho florecimiento. Y estos van desde la lectura y el encuentro con la belleza hasta la renuncia a lo pequeño en la búsqueda de lo grande.

A uno, que también conoce la paternidad, le conmueven  especialmente las reflexiones sobre los cuentos y libros que Capó lee a sus hijos. «Perseguir la gloria consiste en aspirar a la vida grande, cuando esta se hace presente en tu camino», escribe. «Perseguir la gloria presupone la gramática del amor, precisamente porque sabemos que esta gloria no es para uno mismo sino para los demás». Y añade: «Me gustaría que mis dos hijos siguieran pensando -y actuando- dentro de ese marco cuando sean adultos y que -como Eneas, el piadoso, que cargó en sus hombros a su padre Anquises al huir de la destrucción de Troya- no dieran la espalda al pasado, a la vez que supieran avanzar con confianza hacia el futuro».

Pregunto a Daniel Capó por su asociación literaria con el coautor de Florecer. «El libro», responde a THE OBJECTIVE, «nació a raíz de una propuesta de Carlos Granados, editor, profesor y director de un colegio en Madrid, que lleva años trabajando en lo que los anglosajones denominan el human flourishing aplicado a la educación, y que consiste en recuperar el viejo concepto de la vida lograda, la vida buena, tan ligado a las virtudes, como objetivo último del hombre y, por tanto, también de la pedagogía. El doble abordaje que señalas nos permitió enfocar el libro desde la experiencia particular de cada uno -más académica la suya, más literaria y memorialística la mía-, con una gran coincidencia de fondo que yo resumiría utilizando una cita de Jean-Baptiste Porion: ‘Es preciso saber creer y amar’. Es decir, hay que aprender a confiar y a amar».

En Inquietudes y meditaciones, Unamuno recuerda ese momento en que un mozalbete pregunta a la generación de sus padres: «¿Y ustedes qué han hecho?». Es una duda que sigue vigente en el siglo XXI. ¿Qué hemos hecho para llegar a esta coyuntura en la que la cultura clásica y el conocimiento profundo aparentan ser simples reliquias? ¿O quizá esta melancolía carece de base?

«No soy catastrofista y no idealizo mi propia infancia ni mi juventud», responde Capó. «Quiero decir que no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, al menos de entrada. Sí que creo, en cambio, que cualquier época tiene sus retos y también su dosis de locura. Si piensas en la evolución de la música clásica en España, resulta asombroso el nivel técnico que han logrado nuestros instrumentistas en los últimos treinta años. Hoy, también, cualquier joven puede acceder a golpe de clic a la gran cultura universal de un modo que era impensable en los ochenta. Son sólo dos ejemplos. Podría añadir más: las estadísticas nos dicen que se venden -y se leen- más libros que nunca, hay redes de bibliotecas públicas consolidadas, las nuevas editoriales independientes gozan de un gran prestigio y, de hecho, creo que se edita mejor que nunca. Todo esto convive con una gran estupidez -la epidemia de la cultura de la cancelación, por ejemplo- y con el mandato de silencio que la tecnología de la imagen lanza sobre la palabra. Es cierto que en las escuelas españolas no se trabaja bien la lectura, como tampoco se enseña a escribir. Pero en la época de la EGB tampoco nos acompañaron en este aspecto, aunque el ecosistema cultural fuera entonces seguramente mejor, más cercano a los referentes clásicos, y la atención del lector no se encontraba tan deteriorada por el abuso de las tabletas y los teléfonos móviles. Recuperar el prestigio de las humanidades pasa por incentivar el papel de la literatura en la vertebración cultural de una sociedad».

Niño leyendo. | Pixabay

Transmitir cultura clásica. O ya puestos, valores sólidos. El reto es formidable. Tanto que casi parece excesivo en la era de TikTok. ¿Cómo emprender, desde la familia, un mínimo cambio de rumbo? Capó nos ofrece algunas pistas: «Hay que recuperar el horizonte vital de la palabra. La cultura constituye, sobre todo, un Logos, un sentido, un orden que se expresa lingüísticamente en un mundo que puede ser caótico y amorfo. Para mí, lo he dicho antes, la literatura es el gran vertebrador de la inteligencia -de la inteligencia sobre el hombre, quiero decir-, como el amor lo es de la vida. Y la familia responde a ambas necesidades: es el lugar privilegiado donde se enseña a amar y a ser amado, a servir y a perdonar, y es también donde se aprende a hablar y a escuchar y, por tanto, donde se entra en contacto por primera vez con un universo de sentido. Jünger decía, creo que con razón, que la transmisión de una lengua culta es la gran herencia que un padre puede legar a sus hijos, no en vano es la mejor puerta de entrada a la cultura universal».

En realidad, el temor a los efectos de la tecnología sobre nuestra capacidad lectora no es nuevo. En El defensor, Pedro Salinas escribe «¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, deprisa y corriendo, sin arte y sin gracia? ¿Un mundo de telegramas?». Puede que este presagio ya se esté materializando. Hoy la lectura y la escritura son costumbres un tanto precarias. Sin embargo, esto último se puede contrarrestar. «Pienso en mi propia experiencia», reflexiona Capó. «Desde que nacieron, no he parado de leer a mis hijos en voz alta, una noche tras otra, durante años. Hemos leído de todo: clásicos infantiles -y cito bastantes de ellos en Florecer-, pero también poesía, ensayo, mitología y muchas, muchas novelas. Hay algo muy hermoso en el vínculo que se establece entre un padre y un hijo al leer juntos: la belleza de la palabra que se convierte en realidad y nos habita interiormente, el horizonte moral que se ensancha, el descubrimiento de un mundo complejo, el anhelo de la gloria, la sonoridad de las palabras, su peso incluso. ¿Son las palabras algo vaporoso que desaparece tras la respiración o crean realidad y nos vinculan? Estoy convencido de lo segundo. Escuela y familia, en este sentido, deberían actuar juntos y convertir la lectura en la columna vertebral de la educación. O, al menos, en una de ellas. Libros, escuela y familia avanzan juntos».

Tras la lectura de Florecer, surge un último dilema que quizá sea bastante ingenuo. ¿Debemos esperar que los poderes públicos entiendan algún día las claves profundas de ese ‘florecimiento’? ¿O más bien se trata de algo que solo está en manos de las familias y de los profesores? «Los poderes públicos cambiarán si las familias así se lo exigen», responde Daniel Capó. «Una vez leí -hablo de memoria- que en Finlandia las bibliotecas prestaban siete veces más libros por usuario que en España. Creo que este múltiplo explica muchas cosas: el éxito o el fracaso académico, por ejemplo. Ningún país es mejor que su músculo lector. Nosotros tampoco». 

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