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Cultura

Cádiz, la ciudad de las palabras

La ciudad andaluza acoge el IX Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), que reúne a casi 300 participantes procedentes de todo el mundo

Cádiz, la ciudad de las palabras

Cádiz | Unplash

«De noche, la gaviotas ejercen de palomas», dijo el escritor chileno Carlos Franz mientras caminábamos junto a él por las tan estrechas como hermosas calles de Cádiz, Ernesto Pérez Zúñiga, granadino, Juan Carlos Méndez Guédez, barquisimetano y yo, de Valera que, como todo el mundo sabe, es el centro del mundo. Y no dijo mentiras Franz: mientras la gente se divertía en los bares o regresaba a su hogar, con extraordinaria y torpe mansedumbre las gaviotas pasaban por nuestro lado buscando restos de comida o, quizá, vigilando al espíritu de la noche que siempre tiene algo que enseñar. Rumores de palabras, tal vez, ojú, pelliza, apoquinar… Yo le insisto a Franz: esto no puede estar pasando, no es normal, los pájaros duermen de noche, huyen de la oscuridad a no ser que sean búhos, lechuzas, guácharos del trópico… pero las aves baudelarianas me llevan la contraria y nos miran, me parece, con la extrañeza del baquiano que sabe cuándo llegan los forasteros. Guiris, musiúes, puede que gochos. Y hoy, 28 de marzo, casi en el mediodía del IX Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebra en esta ciudad desde ayer, cuando lo inauguraron los reyes con espléndidos almuerzos (hasta el postre hizo percusión: enloquecedores timbales de chocolate negro), discursos entrañables (en su palabras de apertura, el nicaragüense Sergio Ramírez tuvo un hermoso recuerdo para el chileno Jorge Edwards, su amigo y amigo de tantos, premio Cervantes, como él) y conciertos varios (hasta el rey y Pérez Zúñiga tocaron el cajón, ganados al flamenco peruanizado y a la amable idiosincrasia de los gaditanos); hoy, digo, las gaviotas sobrevolarán la ciudad confirmando que las calles se llenaron de palabras raras, nuevas, sonoras, de siempre. Y tiene cara de que se quedarán para siempre.

La gente en la calle no lo sabe, pero una de las consecuencias más poderosas de los congresos de la lengua española es que impregnan las ciudades donde se celebran de vocablos que se quedan a vivir en sus rincones. Ya ocurrió en Zacatecas y en Rosario, en Valladolid y San Juan, en Panamá, en la Cartagena colombiana o en la Córdoba de Argentina: y ya se sabe que incluso García Márquez levantó su voz rebosante de eutrapelia contra algunas normas que nos obligan a escribir las palabras de manera distinta a como suenan. Eso también lo saben las gaviotas de las plazas: ellas dicen Cái, pero los carteles se empeñan en escribir Cádiz. Pero ellas siguen en sus trece, porque no son tozudas las gaviotas, noniná, quillo. Lo sabe el caraqueño Francisco Javier Pérez, ensayista de renombre y secretario general de la Asociación de Academia de la Lengua Española, que nos llevó al joven helenista chilango David Noria, al sabio mirandino Horacio Biord y a mí al barroco oratorio de San Felipe Neri, donde tienen su origen todas las libertades y privilegiado asiento la por siempre fundamental Constitución de 1812: también allí las gaviotas nos vigilaban y, emulando al cuervo de Poe, pero con más vocabulario, nos decían, desde lo alto: ¡cajonazos!, ¡bujíos!, ¡gagajillos!, y yo pensé que quizá nos estuvieran insultando, pero eran tan bonitas las palabras que apenas logré musitarles, a lo lejos: ¡zamuros!, ¡curumos!, ¡gallinazos del mar! Cabe la posibilidad, también, de que las gaviotas suelten estas palabras a los forasteros sin tener ni idea de su significado, como quien grita ¡maiquetía!, creyendo que es un insulto y no el pueblo donde hay un aeropuerto internacional y una hermosa canción que habla de las bellas noches de Maiquetía. Francisco Javier, ya sentados con un café frente al indispensable Atlántico, padre de los países que hablan español, sentenció: «Es que son gaviotas que odian a Bonaparte y adoran al duque de Wellington y Ciudad Rodrigo». No fuña. Francisco Javier tiene más razón que un santo, como se dice aquí en España.

El congreso, pueden comprobarlo consultando la programación, es un ser vivo y moviente, como un animal fantástico o marino conformado por palabras. Las actividades son incontables; los amigos, numerosos; las ocasiones, propicias. Todo lo que uno quería saber de la lengua española y sus misterios lo puede escuchar en estos días. Y utilizo el presente (se puede escuchar) porque por los milagros de la tecnología cada palabra dicha en Cádiz quedará para siempre grabada y escrita en las redes, como ha ocurrido con los congresos anteriores. Para siempre, o hasta que el Terminator acabe con nuestra civilización, por malucos. Eso sí: las gaviotas atesorarán para ellas y enseñarán a sus crías el secreto más importante de este encuentro en el que se reúnen voces y acentos de todo el reino de Cervantes: cada ojo vio una imagen distinta, cada cabello pensó otra cosa, como le hubiera gustado decir a Huidobro. Solo las gaviotas han registrado esa  palabra, la que habita más allá de fuñir, de mosqueta, de biruji, de ajogaílla, de carajote y malaje, pimpi y al liquindoi. Traté de preguntarles al gran cronista porteño Martín Caparrós, a los agudos novelistas Jorge Eduardo Benavides, arequipeño, y Carmen Posadas, montevideana, o a las zaragozanas Ana Santos, directora de la Biblioteca Nacional, y Raquel Caleya, dueña de la magia del mundo, si percibían las palabras que desde el cielo nos arrojaban las gaviotas, los insultos o amores o consejas que graznaban por el día a lo lejos y por la noches desde el suelo, pero no tuve el valor, o no quise que descubrieran que estaba loco. «Las gaviotas no hacen de palomas, Carlos», me dan ganas de decirle a Franz, pero ahora no lo tengo cerca, «la gaviotas gaditanas son agentes secretos, guardaespaldas de los lingüistas de América, de África y de Europa; esta semana, la RAE las ha contratado como policías del español, por eso caminan de noche por las plazas, porque saben que hay un montón de guiris, de sudacas, de gibraltareños y hasta de arpistas paraguayos y venezolanos pululando, destrozando o evolucionando el español para mayor gloria de Rubén Darío y Miguel de Cervantes». Puede que, si pudiera decirle esto, mi apacible amigo chileno me sonriese con la misma cariñosa mansedumbre con que, mientras desayunamos, me sonríen el historiador Juan Felipe Córdoba-Restrepo, medellinense neogranadino, y el novelista canario-hispanoamericano, Juancho Armas Marcelo, cuando les cuento (¿les cuento?) que las gaviotas de Cádiz caminan por las noches como palomas sonámbulas porque son los guardianes de nuestra lengua.

No importa si ustedes no me creen. Nada importa; me paro a saludar, temprano en la mañana, al novelista barcelonés Enrique Vila-Matas, a los escritores chilangos Juan Villoro y Gonzalo Celorio, que siempre me debe un dueto de boleros, al escritor tinerfeño Juan Cruz y al limeño Alonso Cueto, y sé que ellos también conocen el secreto de las gaviotas de Gadir. Otro limeño, Fernando Iwasaki, me sosiega: «tranquilo, esas gaviotas siempre son así». Miro alrededor y me doy cuenta: ¡ya lo sabían, lo sabían!; hasta el bruxellois Julio Cortázar lo sabía cuando escribió la carta al bebé Rocamadour que le inspiró la Maga, voy a reventar los zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete… ¿pero cómo no supe verlo mucho antes de llegar a Cádiz? ¡Cádiz! ¡Por supuesto! ¡Es aquí donde viven las palabras! —Al menos, hasta el 30 de marzo—.Levanto un puño hacia las gaviotas y les grito: «¿guachisnai, canallas, guachisnai?». Y no me responden, las muérganas, altivas, sabias, secretas…

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