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Gustavo Petro, el fin de un redentor

Un año después, el presidente destinado a cambiar la historia de Colombia está atrapado por el escándalo de su hijo

Gustavo Petro, el fin de un redentor

Gustavo Petro.

Gustavo Petro llegó a la presidencia de Colombia envuelto en esperanzas y temores, escoltado por su propia historia vital, infinidad de mitos y una serie de promesas abrillantadas con lirismo garciamarquiano. Quienes lo aclamaron confiaban en el efecto bienhechor de su presidencia y esperaban una regeneración de la política incluyente, una refundación de la patria que revirtiera 200 años de violencia e injusticias. Quienes recelaron de él temían que sus aspiraciones redentoras y su voluntarismo chocaran con las instituciones y 30 años de reformismo y políticas públicas promisorias. Entre el optimismo y el pesimismo, lo que nadie imaginó ni por asomo es que ocurriera lo que está pasando ahora, un año después. Que el Gobierno destinado a cambiar la historia de Colombia acabara estancado por obra y gracia del hijo del presidente, Nicolás Petro, quien después de reconocer el ingreso de dineros ilícitos a la campaña presidencial ha dejado a su padre con el fango hasta el cuello.

Como si el país hubiera vuelto a los años noventa, a la presidencia de Ernesto Samper que se empantanó por la misma razón, la influencia del narco en su campaña, lo que le espera a Petro en los tres años de mandato restantes es un viacrucis legal, un trágico enfrentamiento familiar y un doloroso proceso de desmitificación. El político puro y honesto por el que Colombia llevaba clamando desde la independencia, resultó contaminado por la politiquería y los vicios de siempre. Y su presidencia, que fue anunciada con redoble y trompetas como una segunda oportunidad sobre la tierra para las estirpes condenadas, corre el riesgo de acabar desdibujada por el caos y la ineficacia, sin que quepa el recurso victimista de echarle la culpa a otros. ¿Cómo acusar ahora a las oligarquías, a los poderes fácticos, al imperialismo, a los medios manipuladores, a la derecha reaccionaria, a esos molinos de viento que justifican el descalabro de quienes prefieren la perfección del ideal a la medianía de lo posible, si quien destapó el escándalo de los dineros ilícitos fue su exnuera y quien pactó con la Fiscalía para esclarecer los hechos lleva su mismo apellido?

Esta situación ha supuesto un cambio de guion desconcertante, inesperado. Petro nació para enfrentarse a males portentosos, no a los pequeños vicios y miserias humanas. De joven había entrado a la guerrilla del M-19 para liberar al pueblo colombiano de sus élites oligárquicas. Como tantos jóvenes latinoamericanos de los sesenta y setenta, revivió a Bolívar y se creyó su heraldo, el elegido para dar otra batalla, la definitiva, contra los imperios y los enemigos que oprimían a los humildes y desamparados. Más nacionalista y cristiano que marxista, estableció un compromiso profundo y sincero con los desposeídos, con lo que él llama el pueblo, al que ha sido fiel hasta el presente.

Nuevo enemigo, nueva causa

Como presidente ha sumado al impulso justiciero una lucha contra otro enemigo. No una clase social, no un imperio extranjero; el cambio climático y el inicio de una nueva época que concluirá, según sus propios términos, con la extinción de la especie humana. Convertido en profeta de esta nueva causa, Petro ha anunciado en foros de todo tipo, nacionales e internacionales, la inminencia del desastre. Y no para revelar algo que no se sepa ni tampoco para abrirle los ojos al negacionista que no acepta la evidencia de la ciencia, sino para poner en juicio al sistema económico que ha causado el desastre.

Petro ha encontrado al culpable y sabe, o cree saber, cómo desactivarlo. El neoliberalismo, dice, contempla la sociedad como una suma de sujetos o átomos que actúan libre y racionalmente en un mercado. Eso, en teoría, deberían aumentar el bienestar general, pero la realidad es que ha destruido el medio ambiente y nos ha dejado varios pasos más acerca de la muerte. Por eso no hay más remedio de aplicar una solución rápida y contundente, que implica aumentar el poder público a escala global y forzar al capital a hacer lo que libremente no va a hacer, que es transitar hacia una economía descarbonizada.

El capitalismo y la libertad individual son, en definitiva, parte del problema, y la solución pasa por desmitificar al individuo y entenderlo no como átomo sino como parte de algo más grande, la sociedad, el pueblo, la masa, y limitar y planificar la actividad económica. La lucha contra el capitalismo ya no es roja sino verde, y tiene la ventaja de que no pretende redimir a una clase social sino a la especie entera. En Colombia Petro ha emprendido una guerra contra la explotación de recursos fósiles, a pesar del criterio técnico que recomienda un transición menos abrupta. ¿Cómo van a reemplazarse esos ingresos fiscales? La pregunta resulta obscena si lo que está en juego es la salvación de la vida humana. Y lo mismo con la reforma de las pensiones o cualquier otro asunto. Bajo el horizonte de la extinción, ¿cómo preocuparse por minucias?, ¿cómo no reformular las prioridades, abandonar los instintos de lucro y dejar todo en manos del gobierno? En definitiva, ¿cómo no seguir ciegamente a Petro para que nos salve de nosotros mismos y de los vicios egoístas que han pavimentado la vía al infierno?

El neoliberalismo estaba en casa

Este es el tipo de liderazgo para el que estaba destinado Petro. El mal absoluto es una causa a la altura de su intelecto, de la visión que tiene de sí mismo, de su belleza moral. El gran problema es que mientras fantaseaba con salvar a la humanidad, un sujeto racional actuó libremente y en beneficio propio para adueñarse dineros ilícitos. Para su desgracia, ese átomo neoliberal estaba en casa, y esos dineros acabaron presuntamente en su campaña.

En esa contradicción se resume la tragedia de Petro: la grandilocuencia y la ambición de propósitos contrastan con la imposibilidad de controlar lo más cercano e inmediato. Quiere planificar la economía mundial y no puede supervisar los dineros de su campaña. Quiere la paz total y en lo que va del año Indepaz ha reportado 57 masacres. Quiere una cobertura en salud y antepone la ideología a un sistema que lleva 30 años reformándose y mejorando. Quiere crear una OTAN que proteja el Amazonas y no puede garantizar la seguridad en las carreteras. Quiere redimir al pueblo y el 49% de los colombianos –según encuesta de Gallup- preferiría irse del país. Quiere entablar una negociación con el ELN y los proyectos sociales (PNIS y PDET) que se fijaron con la firma de la paz con las FARC siguen a la deriva. Quiere promover la unidad nacional y no logra afianzar su gabinete de ministros.

Petro se exalta con la visión del absoluto, la totalidad, la justicia universal, la salvación y redención humanas, con el fin del egoísmo y la acumulación capitalista, pero lo pequeño y concreto se le escapa. Aunque siempre se identificó con el coronel Aureliano Buendía, en realidad se parece más a Remedios, la bella. La retórica lo envuelve en sábanas que se elevan hasta el cielo, donde ya no tiene que preocuparse por el diagnóstico empírico de los problemas, las políticas públicas, la ejecución y el seguimiento de los programas, ni siquiera por los compromisos y los horarios, porque en ese reino basta y sobra con tener la idea más hermosa, el propósito más noble, la moral más pura. Allí Petro reina, mientras la economía se estanca, los grupos ilegales avanzan y el país se le viene abajo.

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